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El secuestro de un 'jefe de estación'

Se confirma definitivamente la muerte de William Buckley, máximo responsable de la CIA en Beirut

William Buckley, el veterano de los rehenes norteamericanos en Líbano, ha muerto. El último medio de comunicación en anunciarlo ha sido, a mediados de semana, el diario The Washington Post, que cita fuentes de la Administración del presidente Ronald Reagan y confirma un secreto a voces, pero hasta ahora nunca divulgado por la Prensa para no poner en peligro la vida del cautivo: el difunto era un destacado agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Beirut.

Los portavoces del Departamento de Estado, siempre describieron al tercer ciudadano de Estados Unidos apresado en Líbano como un mero "tercer secretario de embajada", pero el modesto diplomático que, aterrizó en la capital libanesa el 9 de julio de 1983 venía para desempeñar el cargo de chief of station (COS), o jefe de estación del espionaje norteamericano en Líbano.Siete años antes, el entonces embajador de EE UU en este país, Francis Melloy, y su primer consejero, Robert Warring, habían sido asesinados dentro de su automóvil blindado en el cruce beirutí del Museo. Tan sólo tres meses antes de la llegada de Buckley el edificio de la representación diplomática estadounidense en aquella ciudad voló a causa de un atentado, en el que fallecieron 46 libaneses y 17 norteamericanos, varios de ellos agentes de la CIA, incluido su director para Oriente Próximo, Robert Ames.

Con estos precedentes, en la sede en Langley del espionaje estadounidense se pensó que la mejor tapadera para su nuevo COS en el infierno beirutí era la discreción, y Buckley fue alojado fuera del recinto diplomático, en un piso sin pretensiones de la calle de Tarmoukhiyine, en pleno sector musulmán. Recibió, para desplazarse, un automóvil sin blindaje, y tampoco le fue proporcionada una escolta.

La carrera del diplomático era, sin embargo, lo suficientemente atípica como para llamar la atención, no tanto de los grupos extremistas musulmanes, generalmente bastante mal informados, como de los servicios secretos con los que se relacionan, que no tardaron en considerarle como una presa apetecible.

Nacido en 1928 en Medford, en el Estado de Massachusetts, Buckley, de estado civil soltero, perteneció a las fuerzas armadas de EE UU durante 19 años, parte de ellos pasados en Vietnam y más tarde en Egipto adiestrando a los guardaespaldas del asesinado presidente Anuar el Sadat. A principios de la década empieza a trabajar para la CIA, primero como número dos en París, donde sigue muy de cerca los primeros atentados antiamericanos de las FARL libanesas, hasta ser destinado a Beirut.

Contactos con milicias

A este experto en violencia revolucionaria se le encomienda en la capital libanesa asesorar en materia de lucha antiterrorista a unas autoridades legales de Líbano en las que Washington aún confía y reconstituir una red de confidentes, mermada por la marcha de la ciudad de los palestinos, muy infiltrados por la CIA, y por la muerte de varios agentes en la voladura de la embajada. El encargado de negocios de EE UU en Beirut, Robert Pugh, sólo reconocerá, sin embargo, que el diplomático capturado estaba encargado de los contactos con las diversas milicias locales.El secuestro de Buckley se llevó a cabo el 16 de marzo de 1984, como tantos otros apresamientos. Cuando, a las 7.30 de la mañana, se adentró, al volante de su coche, por la estrecha calle de Moutanafizin, un vehículo blanco de marca Renault 12 le cerró el paso, obligándole a pararse, justo cuando aparecieron tres hombres armados, que le introdujeron a la fuerza en su propio automóvil y arrancaron después a gran velocidad.

Pero su detención estuvo a punto de acabar a los pocos minutos porque Buckley poseía un walkie-talkie que permaneció abierto durante el suceso y permitió a sus colaboradores comprender lo que le ocurría.

Inmediatamente advirtieron a las facciones drusa (PSP) y shíi (Amal), y éstas, a su vez, pusieron en alerta a sus hombres destacados en puestos de control callejeros. A la altura del suburbio meridional de Jalde, a escasa distancia del campamento donde había estado estacionado el contingente de Marines norteamericanos en Líbano, unos milicianos barbudos pararon durante breves instantes a un vehículo que les pareció sospechoso y en el que viajaba Buckley sentado en la banqueta trasera, pero sus ocupantes enseñaron carnés de un servicio de inteligencia sirio y fueron inmediatamente autorizados a continuar su ruta.

Los acompañantes del diplomático no pertenecían probablemente a ese cuerpo secreto sirio, pero gozaban, sin duda, de complicidades a muy alto nivel. "Han sido problemas en nuestras comunicaciones radiofónicas", explicaría más tarde, embarazado y confuso, Akef Haidar, número dos del movimiento shií Amal, "los que nos han impedido transmitir la orden a nuestros milicianos para que detengan el R12". "La orden llegó unos minutos demasiado tarde".

A partir de aquel día de marzo se inició, según indicaron varios medios de comunicación árabes, como la revista libanesa Al Mustakbal (El Futuro), lo que podría calificarse de primera negociación indirecta de la Administración de Reagan para intentar obtener la liberación de un rehén gracias, en este caso, a una mediación de Argelia. Su presidente, Chadli Benjedid, actuó como intermediario con Siria e Irán, las potencias que presuntamente podían influenciar a los secuestradores del secretario de embajada, pertenecientes a la nebulosa terrorista de Yihad Islámica (Guerra Santa Islámica), que reivindicó la operación.

Pero, paralelamente, según revela ahora el célebre periodista Bob Woodward en el rotativo de Washington, la CIA, bajo la supervisión personal de su director, William Casey, se gastó una pequeña fortuna remunerando a confidentes, interceptando comunicaciones y utilizando incluso un satélite para averiguar las señas de la guarida donde permanecía retenido su agente.

Equipo de rescate

Aunque el espionaje norteamericano nunca confió en el éxito de una operación de rescate, todo un equipo del Buró Federal de Investigación (FBI) especialmente entrenado en la localización de secuestrados fue también enviado a Beirut, señala el periodista que descubrió el escándalo del Watergate, para llevar a cabo durante un mes una minuciosa y sofisticada labor de investigación. En vano.Del cautiverio de Buckley se sabe, por los testimonios de otros rehenes liberados, que fue peor tratado que sus compatriotas y, según el rotativo de la capital federal, fue además sistemáticamente torturado hasta que, al cabo de algún tiempo, acabó contando detalladamente a sus carceleros algunas operaciones secretas de la CIA. Ahora Yihad Islámica afirma poseer volúmenes escritos y filmados con las confesiones de su víctima.

En la última fotografía del diplomático vivo, dada a conocer por sus guardianes el 3 de octubre de 1985, el espía aparece cansado y más demacrado que en la cinta de vídeo difundida nueve meses antes, en la que, de pie, delante de una pared blanca, pide a su Gobierno en nombre de tres rehenes que "actúe rápidamente para lograr nuestra liberación".

Pero, aunque la Administración de Reagan hubiese actuado con la mayor rapidez del mundo, es probable que Buckley no hubiese recobrado la libertad, opinaban entonces diplomáticos acreditados en Beirut. A diferencia de los demás secuestrados, sus custodios nunca aparentaron estar interesados en canjearle por sus 17 correligionarios shíies encarcelados en Kuwait tras haber perpetrado, hace tres años, la más sangrienta ola de atentados jamás padecida por el emirato. Tanto el trato al que fue sometido como su posterior ejecución daban más bien la impresión, añadieron las mismas fuentes, de constituir un eslabón del engranaje de golpes terroristas, como los atentados contra la Embajada de EE UU o el cuartel general de los marines, destinados a desbaratar la infraestructura norteamericana en Líbano.

Anunciada el 3 de octubre de 1985 por un comunicado de Yihad Islámica que proclamaba vengar así el bombardeo israelí contra el cuartel de la OLP en Túnez, la ejecución de Buckley fue en realidad una muerte lenta, provocada tres meses antes por las secuelas de la tortura, agravadas por la carencia de asistencia médica. No en balde su cadáver no fue entregado para evitar, probablemente, que la autopsia delatase el momento y la causa del fallecimiento.

El primero en admitir la hipótesis de la muerte del COS fue el emisario anglicano Terry Waite, que durante su misión de hace un año en Beirut reconoció negociar la puesta en libertad de sólo cuatro ciudadanos de EE UU. Justo después el célebre columnista Jack Anderson aseguró que había fallecido en un hospital de Teherán a consecuencia de un paro cardiaco provocado por la tortura. Ahora Woodward sostiene, citando a altos funcionarios, que en Líbano se desarrolló todo su cautiverio, aunque hace hincapié en que la CIA cree que los hilos del secuestro conducen a Teherán con complicidades sirias.

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