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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dilapida, que algo queda

LA REITERACIÓN de adjudicaciones directas de obras públicas por la Xunta de Galicia a determinadas empresas por cientos de millones de pesetas, la concesión en exclusiva de la explotación de la lotería rápida a una empresa que solicita el, permiso administrativo 20 días antes de que se apruebe y publique la ley que regula esta actividad, o la inversión de dineros públicos destinados al fomento del empleo en la creación de saunas y peluquerías, constituyen para cualquier observador un cúmulo de irregularidades difíciles de explicar. Tan bochornosas o difíciles de explicar que la misma Xunta acaba de tomar la loable decisión de iniciar una investigación que determine el alcance y la responsabilidad de estos desatinos.Hechos como los que se han registrado en la comunidad autónoma gallega (ver EL PAIS de 24 de noviembre) han propiciado las suspicacias entre los ciudadanos que pagan sus impuestos y que no perciben todavía las ventajas de la nueva organización del Estado. Para el paisano de cualquiera de los miles de aldeas gallegas que carecen de luz, agua corriente o accesos viarios dignos, o para el pequeño empresario agobiado por la crisis económica y la ausencia de apoyos administrativos, no es fácil de entender la decisión de destinar 10.200 millones del erario público, en los últimos tres años, para la creación de una televisión regional minoritaria y al servicio de los gobernantes. Y probablemente tampoco les resultará fácil entender la rentabilidad social o económica de algunas operaciones de la Xunta, tales como la adquisición a una potentada familia orensana de la mayoría de acciones de una estación invernal, la de Cabeza de Manzaneda, donde nieva pocos días al año y cuyas cuentas de explotación constituyen un rosario de números rojos.

Las peculiaridades de Galicia, donde existe un legado vivo de caciquismo y donde la derecha tradicional no ha dejado de gobernar desde el origen de los tiempos, hacen más evidentes estas prácticas. Pero la existencia de inversiones tan peregrinas como la cría de marisco japonés en cautividad por el anterior presidente de la comunidad murciana, asuntos como el de la casa que se construyó el presidente andaluz Escuredo antes de dimitir o las denuncias por las contratas municipales del PSOE que pusiera de relieve en su día Alonso Puerta dan pie a pensar que estas acciones no son exclusivas de AP ni de la comunidad gallega.

El procesamiento del presidente de la comunidad autónoma de Castilla y León, Demetrio Madrid, es un ejemplo de que a veces estos casos encuentran su réplica judicial. Pero sólo a veces. Existe una sospecha ciudadana, cada vez más espesa, sobre la impunidad en que se amparan algunas autoridades políticas y administrativas en razón de su cargo, autonómico o no. Las comunidades y determinados ayuntamientos se encuentran no pocas veces tentados por la realización de gastos e inversiones de prestigio que constituyen un auténtico despilfarro. El pretexto de la cultura es utilizado con frecuencia al respecto, y la institucionalización de un pesebre para intelectuales tampoco falta. Junto a ello, algunos cargos confunden su autoridad con el poder omnímodo y descuidan la obligación de rendir cuentas. La ausencia de explicaciones convincentes a la opinión pública sobre decisiones administrativas en algunos casos y la inexistencia de acciones judiciales o políticas contra los responsables son inadmisibles en un Estado que pretende el respeto de sus ciudadanos.

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La adjudicación que de los recursos se viene haciendo por el poder central y el local resulta muchas veces irritante y caprichosa. Con apenas un 20% de lo que ha costado el saneamiento de la crisis financiera y bancaria se habría resuelto, sin lugar a dudas, el funcionamiento de la justicia en este país y se habría inyectado a la Universidad un flujo de posibilidades notable. No son sólo los gastos en defensa y orden público. El poder prefiere montar radios, televisiones o revistas antes que hacer carreteras o invertir en educación. Y da lo mismo que quiebre un banco en Cataluña o financie teatro de vanguardia en Móstoles. El único verdadero desprestigio político que se ha visto hasta ahora en este país por cosas del género es el de haber robado un pijama en un almacén de Londres.

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