La eutanasia arquitectónica y la memoria
Del genocidio de los sesenta a la eutanasia de los ochenta: tal parece ser el mensaje que el arquitecto Oriol Bohigas ha dejado sobre el tapete madrileño, al lamentar que el edificio del centro Reina Sofía no hubiera sido derribado en su día.El talento polémico del arquitecto catalán suscitará un rosario de indignaciones farisaicas entre sus colegas, hoy mayoritariamente conservacionistas; sin embargo, la detención a principios de los setenta del proceso de destrucción del patrimonio urbano no fue debido tanto al arrepentimiento profesional o a la conciencia social cuanto a la parálisis económica, por lo que cabe esperar que, si la bolsa sigue subiendo, dentro de un año las opiniones de Bohigas serán moneda corriente entre los arquitectos, los empresarios y los concejales. Adelantémonos, pues, a debatirlas.
Es cierto que el sentimiento colectivo de culpa ha propiciado en los últimos tiempos algunas operaciones de conservación que lindan con el esperpento; en muchos de estos ejemplos de mantenimiento artificial de la vida arquitectónica, una civilizada eutanasia sería aceptable y benévola, sin que quepa establecer continuidad alguna con el exterminio indiscriminado y agreste de los años del desarrollo. ¿Es éste nuestro caso?
Al ser el antiguo hospital General de Madrid una sólida fábrica que ha sobrevivido con tenacidad a las agresiones del tiempo y de los hombres, los reproches que cabría formular a su conservación no serían constructivos, sino, en todo caso, funcionales y estéticos; ambos expresa Oriol Bohigas: el edificio del centro Reina Sofía no es adecuado para la función que desempeña y además es muy feo ("más feo que El Escorial"). Examinémoslos por orden.
En primer lugar, el reproche estético. La belleza y la fealdad son categorías mudables, vinculadas al talante y a las modas de la época. Las catedrales se ejecutan en estilos cambiantes, los arquitectos neoclásicos hacen destruir las portadas barrocas, los edificios se maquillan para acomodarlos al gusto. Pero, desde que sabemos que vivimos instalados en un tiempo histórico, el componente documental del testimonio construido se superpone a la función. (Y pese a todo, ¿no son acaso hermosas las bóvedas severas del antiguo hospital? ¿No se han forzado aquí las aristas polémicas?)
Reproche estético
Condenar a la piqueta el hospital General de Madrid porque es un ejemplo -como El Escorial- de .una concepción arquitectónica despótica" supone ignorar que, desde Karnak hasta Versalles, buena parte de la arquitectura que conservamos celosamente es hija del despotismo. Y aunque es tarea de cada generación reescribir la historia de acuerdo con sus propios intereses, muy pocos defenderían hoy la destrucción de documentos ominosos o la eliminación en las fotografías de rostros aborrecidos.
Más interesante resulta el argumento de que el edificio del Reina Soria no sirve como museo. En la medida en que los museos son las iglesias de nuestro tiempo, escenarios para el culto de esa religión emergente de masas que ha devenido el arte, la reflexión sobre sus espacios adquiere una relevancia singular.
La ortodoxia moderna reclamaba para el museo espacios neutros, cubos blancos luminosos, laberintos legibles, teatros transparentes en los que representar relatos compactos, cristalinos y amnésicos. Metáforas de lo nuevo, con frecuencia los propios edificios se convirtieron en expresión narcisista de la voluntad de ruptura con el pasado, transformándose en museos de sí mismos y del espacio repetible y uniforme de la modernidad.
Tradición de lo nuevo
Los museos producidos por la revisión contemporánea han mantenido su carácter narcisista, pero sustituyendo la amnesia por una copiosa estratificación de referencias históricas, inseparables de las historias que albergan. Por acaso no rara coincidencia, los edificios más debatidos en los últimos meses en nuestro país han sido espacios de exposición, y caracterizados todos ellos por un diálogo complejo con el pasado que privilegia a la memoria frente a la tabla rasa de la destrucción prematura y del olvido.
El Museo de Mérida de Rafael Moneo alude a la construcción y a los espacios romanos sobre cuyas ruinas se levanta y cuyos restos protege, insertándose entre ellos para formar un palimpsesto que se presta a lecturas divergentes. La reconstrucción clónica del pabellón de Mies van der Rohe en Barcelona se presenta como un facsímile de un edificio canónico en la "tradición de lo nuevo", una especie de Quijote de Pierre Menard que, al materializar con fidelidad escrupulosa las sombras del pasado, crea una realidad paradójica e inédita. La restauración del antiguo hospital General recupera para la ciudad, como un mamut sepultado en el hielo que volviese a la vida, espacios congelados de aislamiento, curación y consuelo.
Tan diferentes, los tres -Mérida, Barcelona, Madrid- pueden llegar a ser admirables museos, capaces de exhibir las reverberaciones del tiempo y capaces también de proteger de la furia y el ruido de la historia habitual la ficción necesaria de una historia sin grietas.
La discreta eutanasia que preconiza Bohigas no debería atentar contra la memoria, aun cuando sólo sea porque ella constituye el soporte de las ficciones que nos ayudan a crear un tejido emocional de solidaridades y sobreentendidos. El anunciado retorno de los ideales modernos de la mano de la bonanza económica no puede restablecer una inocencia perdida hace ya tiempo. Sin embargo, es probable que en los próximos años conozca mejor aceptación social el talante prometeico y olímpico que aquella ensimismada melancolía en la que nos habíamos instalado.
Aconsejar derribos requiere un género de aplomo y confianza en las propias fuerzas que es difícil de hallar en un Madrid cínico y perplejo, pero que tampoco se sospechaba abundante en la Barcelona-Titanic. Sólo queda desear que los años que vienen no sean considerados retrospectivamente como "buenos tiempos para los arquitectos, malos tiempos para la ciudad".
Babelia
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