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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un Calderón confundido y disperso

Éste es un espectáculo intrigrante y feo. Es de una fealdad de esas que a veces pueden ser atractivas. Por la irregularidad de rasgos, por la intriga misma de por qué es así pudiendo ser mejor de cualquier otra manera: por el morbo. Coincide así, quizá casualmente, con la obra misma de Calderón, tan repugnante y atractiva, con su horror frío y su infierno cínico. No hay más coincidencias.Está bien elegida, y valientemente, para iniciar el trabajo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Calderón, en el teatro español, es el clásico por antonomasia; dentro de él, sus exposiciones y desenlaces sobre el honor bestial de una larguísima época -no del todo extinguida, véanse las páginas de sucesos- son una característica, y El médico de su honra lo compendia todo. En los últimos años ha habido un cierto pudor, como un deseo de tapar esta cara fea de Calderón. No se representa tal obra, y se da lugar en los escenarios a la segunda voz del autor, y hasta se la retoca.

El médico de su honra

Calderón de la Barca. Revisión de Rafael Pérez Sierra. Música de Tomás Marco. Intérpretes: Ángel de Andrés, Antonio Canal, Vicente Cuesta, Fidel Almansa, Marisa de Leza, Yolanda Ríos, José Luis Pellicena, Francisco Portes, María Jesús Sirvent, Carmen Gran, José Caride, José E. Camacho, Modesto Fernández, Carlos Almansa, Daniel Sarasola, Ana Hurtado, Pilar Massa, Estela Alcaraz. Escenografía, vestuario e iluminación: Carlos Cytrynowski. Dirección escénica: Adolfo Marsillach. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Festival de Otoño. Teatro de la Comedia. Madrid, 23 de octubre.

No son inocentes de esta ocultación muchos eruditos. Calderón ha pasado por modas en España; desde su exaltación hasta el silencio y los intentos de prohibición por los ilustrados; volvió rebotado por un descubrimiento de los románticos extranjeros -Goethe, Hugo-, como si el tremendismo, los excesos de sus personajes, las situaciones límite o el énfasis barroco pudieran verse a la luz de la exaltación romántica. Nos llega disfrazado.

Últimamente se vierten sobre él aceites curiosos. Uno es el de la negación histórica de la España negra; otro, el de que la admiración que producen algunos de sus grandes rasgos -la belleza poética, los segundos pensamientos metidos en cada una de sus obras, el sentido del desengaño, la poderosa fuerza dramática- obligará a medio cerrar los ojos para no ver más que lo que se quiere. Concretamente sobre esta misma obra, una escuela de estudiosos, principalmente anglosajones, trata de ver una ironía, una segunda vuelta, una manera de crítica de las costumbres; incluso una forma depuradora de mostrar los extremos del terror sangriento de la sociedad para atajarlos. Son lecturas piadosas. No parece que se puedan sostener honestamente.

Calderón tomó para su obra una vieja leyenda sevillana sobre la que otros autores habían escrito, precipitó su final hacia un cinismo en el que el rey llamado permanentemente el Justiciero (y esforzado, en toda la acción, a hacer justicia limpia), aunque para el pueblo fuera el Cruel, deja impune el asesinato de una inocente, a sabiendas, porque el honor es una razón de tal peso que no permite ni siquiera ser rozado sin que se cure con sangre: la inocencia no existe en este punto. Sienta jurisprudencia.

Otras varias obras de Calderón inciden en el tema de la esposa asesinada, y ésta se estrenó en palacio ante el beneplácito de la Corte. No hay aquí lugar para llegar a más, sino para explicar que es una razón acertada la de reponerla en la integridad de su texto y para presentar a la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

Otra cosa es el resultado y la posible disgresión ante él de si ésta es la o es una compañía clásica, si tiene en sus manos la medida y el reloj de la restauración o una capacidad de interpretación con la misma libertad que pueda tenerla otra. En su ventaja podremos decir que es una más, y que, por tanto, tiene libérrima capacidad para interpretar como le parezca la obra del clásico y arrojar al público su producto. En él hay una clara diferencia entre el texto en sí, respetado literalmente, y el espectáculo que la viste. El respeto literal no entraña respeto formal, y, quiera o no, la forma atañe al texto. Lo hace incomprensible. Habrá ya que dejar a un lado la supuesta incapacidad de los actores para decir el verso o la rotura de una tradición.

La actuación

El problema de la musicalidad o de la belleza de concierto de voces se ha ido convirtiendo en secundario ante el de la simple interpretación de los personajes y su capacidad de contar lo que sucede, por qué y cómo. La interpretación acitoral de la Compañía Nacional de Teatro Clásico es deleznable, salvo excepciones que no hacen más que confirmar el desastre colectivo. Un personaje clave de la obra, el del rey don Pedro -cuya dureza, la amargura del presagio de su muerte, el tinte siniestro de su reinado, son decisivos para el trasfondo de misterio y morbo de Calderón-, está desgañitado, desorbitado, destrozado literalmente por Vicente Cuesta; el infante don Enrique se hace borroso y torpe en Ángel de Andrés; como don Arias se desvanece en Antonio Canal; la inocencia de doña Mencía se convierte en ñoñería, a veces cómica sin quererlo, con Marisa de Leza; como la bravura y la belleza dicha de doña Leonor se gastan vanamente en María Jesús Sirvent.Son nombres de actores suficientemente probados, elogiados muchas veces. La no correspondencia con esta actuación hace pensar que han sido dirigidos de manera adversa, o a despecho de las riquezas del texto, o sin ánimo de contar la novela.

La excepción principal es la de Pellicena, que explica su papel y le da la sonoridad que requiere, el sentido interiorizado, silencioso y siniestro de su personaje; y la de Francisco Portes en el fácil gracioso.

Una forma de entender por qué esto pasa así es sencilla, porque es la más frecuente: el vuelco del director y del escenógrafo hacia el espectáculo y la tentación pocas veces resistida de imponerlo por encima de todo. Si puede suponerse que por esa fatal atracción los actores quedan descuidados, puede verse con claridad que las segundas acciones, los inventos, el figurinismo, la iluminación, desvían frecuentemente la atención del espectador de lo que se está diciendo, de la clave y el matiz de la frase, hacia otros lugares del escenario. La luz y el color están de parte de quien no está hablando. Y este espectáculo es muy inferior en estética a la obra misma de Calderón. Es un espacio cerrado, en ocre, con rampas y puertas; podía ser una metáfora de la plaza de toros. Desde esas rampas se deslizan o a veces trepan los personajes.

Tópicos

El vestuario -del rey abajo- es rufianesco, lo cual podría ser a su vez una metáfora de la España destrozona y ruin que se retrataría; los anacronismos deliberados añaden intriga. Lejos está todo del alcázar de Sevilla o de la riqueza de la casa de don Gutierre, que los versos alaban. Y de la belleza, dando a esta palabra su sentido más amplio. El tópico del ruedo se añade a tópicos de circulación frecuente; el de las Parcas, mil veces usado, representado aquí por personajes del superrealismo fantástico de los pintores nórdicos de la primera mitad del siglo, tantas veces recurridos. No son sólo problemas de incomodidad estética, sino que hacen daño a la superficie de la obra, por una parte, y a su profundidad, por otra -el sentido de la tragedia cristiana, por ejemplo, que es de libre albedrío, aparece sustituido por unos elaboradores implacables de destino-.Un terceto de creadores como son Adolfo Marsillach, el director técnico -y escenógrafo y figurinista- Cytrynowski y el revisor -y asesor de la compañía- Pérez Sierra parece haberse dejado llevar más de su propia ilusión, de su propio entusiasmo por los hallazgos escénicos propios o recolectados de otros que por el servicio al clásico. Todo esto intriga; intriga al desentrañar símbolos y anacronismos, al margen del de desentrañar la obra, y produce, sobre todo, un movimiento de incomprensión global.

El éxito fue moderado. Tributado, sobre todo, a un esfuerzo que empieza, a unos nombres ilustres y a una esperanza que nos ofrecen.

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