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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Congreso, frente a Reagan

TANTO EN el Senado como en la Cámara de Representantes norteamericanos, mayorías ampliamente superiores a los dos tercios han revocado el veto del presidente Reagan a las sanciones contra Suráfrica aprobadas por ambas cámaras. El veto presidencial queda así sin efecto y las sanciones tienen ya fuerza de ley; la Administración está obligada a aplicarlas. Su contenido es importante: cese de las importaciones de Suráfrica de acero, hierro, carbón, uranio y productos agrícolas; prohibición de nuevas inversiones y préstamos; interrupción de las relaciones aéreas entre los dos países... Son medidas más amplias que las decididas por la Comunidad Europea y por la Commonmealth. Este nuevo paso de EE UU acentúa el aislamiento de Margaret Thatcher y crea condiciones para que la Comunidad Europea pueda reforzar las sanciones que ha adoptado hasta ahora, demasiado tímidas a causa, sobre todo, de la posición británica.Pero tan llamativo como el hecho de las sanciones es el de que, por primera vez, ambas cámaras hayan revocado un veto de Reagan, que acaba de sufrir su primera derrota seria en temas internacionales. El voto del Senado tiene un significado político particular, porque los republicanos disponen en él de una holgada mayoría. Entre los votos contrarios a. Reagan (78 contra 21) están los de muchos senadores de su propio partido. El presidente fracasó en reiterados esfuerzos personales para impedir ese resultado; se ofreció incluso a adoptar, mediante decretos ejecutivos, varias de las medidas que el Senado iba a votar, con la esperanza de frenar la corriente favorable a las sanciones. Pero los senadores votaron convencidos de que aceptar la posición de Reagan era dar una victoria al Gobierno de Pretoria.

En la actitud de muchos parlamentarios ha influido la proximidad de las elecciones de noviembre, en las que va a ser reelegida la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Ello indica una evolución de lo que ha sido la relación tradicional en EE UU entre el Ejecutivo y las cámaras legislativas: cuando éstas, más sujetas a la sensibilidad del electorado, han impuesto decisiones contra el criterio del presidente ha sido casi siempre en problemas interiores. Ahora, algunos problemas internacionales están entrando en ese ámbito en el que la capacidad de decisión del Congreso, establecida en la Constitución, tiende a aplicarse de modo efectivo. Es difícil no ver en este fracaso de Reagan el inicio de esa erosión de su autoridad que sufren los presidentes en los dos últimos años de su mandato; sobre todo cuando ya no pueden ser reelegidos.

En tinas declaraciones previas a la votación sobre las sanciones, el secretario de Estado, Shultz, afirmó que una derrota de Reagan en el Senado sobre Suráfrica mermaría su capacidad de negociación en la reunión de Islandia. Pero ni siquiera ese argumento ha tenido efecto, y ello por causas políticas bastante claras. Reagan ha logrado el consenso del Congreso para su política exterior, con dos excepciones: Suráfrica y control de armamentos. En este segundo punto, las discrepancias no han llegado al extremo de lo ocurrido en lo referente a las sanciones contra Pretoria; pero el Congreso, en diversas votaciones, ha manifestado actitudes más bien favorables al cese de las pruebas nucleares y a la búsqueda de soluciones de desarme concertadas con la URSS. La conveniencia de que esos criterios sean tenidos en cuenta de una u otra forma, con vistas a las negociaciones de Islandia, parece indiscutible. Considerarlo como un tanto para Gorbachov sería absurdo.

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