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Tribuna:EL CONFLICTO DEL GOBIERNO CON LOS JUECES
Tribuna
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No Salomón, sino Pilatos

La polvareda levantada por la actuación de la titular del Juzgado número 3 de Bilbao ha tenido la virtud inapreciable de hacer luz -aunque duela- sobre el grado de vigencia efectiva de que gozan entre nosotros algunos principios que se estiman como fundamentales en la democracia.El conflicto suscitado, más allá de la anécdota, a poco que se reflexione, aparece como un momento de sinceridad, bien expresivo del índice de asimilación y de vivencia de ciertos valores por quienes habitan algunos de los apartamentos de los pisos superiores del edificio del Estado.

Lo ocurrido, a pesar de su aparente irrupción como una tromba en el normal desarrollo de las dinámicas institucionales, no llega, sin embargo, de extrañas latitudes. Tiene sus raíces en lugares muy próximos; de nuestra memoria (a veces amnesia) histórica y hace tiempo que sus frutos afloran manifiestamente en nuestra cotidianidad. Pero lo que sería una distancia no diré que tolerable, aunque si en cierto modo asumida entre la realidad y el modelo que se supone, quizá por acumulación de contradicciones, ha desembocado en una situación que de darse en lo alto de un escenario denunciaría a lonesco como autor del texto.

La más cruda afirmación del aparato policial como poder en sí mismo se da en un momento en que llueven goles sobre la portería del ministro del Interior, y contando con el apoyo de sectores y órganos de opinión que, si el hecho no fuera por sí lo bastante claro, tendría que haberlo situado cuando menos bajo sospecha.

Lejos de suscitar una firme respuesta desde la lógica de la ley y el derecho, sucede como si aquellos a quienes incumbe esa responsabilidad inabdicable hubieran entrado en el túnel de un cierto sueño de la razón jurídica. Y así, se escucha que tina resolución judicial válidamente adoptada puede ser lícitamente incumplida por quienquiera que la juzgue ilegal. Y que el principio de legalidad es de inferior condición que la ética o la sensibilidad democráticas de un ministro.

Y que una determinada jurisprudencia del Tribunal Supremo en materia criminal puede ahora, paradójicamente, legitimar la omisión del recurso a la instancia judicial, y el retroceso desenfadado hacia el encuentro de ancestrales y cómodos expedientes de autosatisfacción o administración de la justicia por propia mano. Omitiendo que detrás de cualquier sentencia de aquella alta magistratura, cuando menos, tuvo que haber una acusación pública, una primera sentencia, su impugnación y un ulterior pronunciamiento. Es decir, algún trámite más que la simple valoración subjetiva de parte.

El ministerio fiscal, no obstante su cometido de velar por la observancia de la ley y el respeto a la independencia de los jueces, no se da por aludido. El Consejo General del Poder Judicial sí se da. Y lo hace para protagonizar una curiosa y no sé si hamletiana experiencia: la de buscar, al parecer sin resultado, un espacio en que encontrarse a sí mismo. El Consejo, como si quisiera aportar un destello de luz a esa ceremonia de la confusión, dice que "respeta", "lamenta" y "rechaza". Lo uno y lo otro, esto y aquello. ¿Y bien... ?

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No puede invadir lo jurisdiccional. Hacerlo sería transformar su papel constitucional de garante en el de violador de la independencia judicial. Pero, ¿cuál habrá de ser su cometido cuando son otros los que la comprometen? Lamenta la equivocidad de ciertos planteamientos. Y de verdad que son bien lamentables. ¿Pero es eso contribuir a desvelarla? Rechaza enérgicamente toda actitud que dificulte el trabajo de los jueces y de los miembros de la seguridad del Estado. Pero, ¿tendría algo que decir en el supuesto hipotético de que las dificultades para el trabajo de los primeros tuvieran su origen en el comportamiento de los segundos?

El Consejo actúa como si el asunto -que es claro que quema- no fuera con él. ¿Que el juez tiene problemas? Es cosa del juez. ¿Que el Gobierno dice en las Cortes? Será cosa del Gobierno y de las Cortes.

La entraña de la justicia

Pero lo que se ha dicho, lo que se ha hecho y no se ha hecho, es algo que interesa y afecta, desde luego, a la entraña misma de la justicia. Y en una dimensión que excede de los límites del supuesto concreto y de las posibilidades de actuación en él de la titular de la jurisdicción en este caso. Por, otra parte, la confusión y la desinformación que se han creado demandan una labor urgente de clarificación. Los poderes del Estado, hay que dar la razón al Consejo, es claro que se encuentran obligados a mantener una relación de colaboración. Pero ¿puede ser ésta indiferente al hecho de que se respeten o no las reglas del juego? Y cuando no se respetan, ¿es que la denuncia y el análisis racional de un incumplimiento no son una forma constructiva de colaboración?

Cuando se difunde la lógica nefasta de que el desprecio de valores humanos fundamentales por parte de los terroristas debe llevar a quienes creemos en esos valores a ser menos exigentes en su defensa, según las situaciones y los protagonistas; cuando se intoxica a la opinión sugiriendo que el cumplimiento de ciertos deberes legales de los jueces milita no a favor, sino en contra, de la democracia; cuando se promueve el equívoco acerca del papel de las garantías, ¿no sería razonable esperar del Consejo del Poder Judicial algo más que una fuga en la semántica vacía de las declaraciones institucionales?

La actitud que denota la declaración del Consejo que motiva estas líneas ha sugerido a algún comentarista la evocación de Salomón. No parece lo más correcto, porque el rey bíblico, en su famoso juicio, buscó la verdad real con medios atípicos de prueba, pero sin eludir en ningún caso la responsabilidad de juzgar. Sí hubiera que buscar en la Biblia un punto de referencia para este caso, podría encontrársele en el Nuevo Testamento. En aquella escena de la Pasión en que Pilatos se lava las manos expresando simbólicamente así su voluntad de salir de una situación comprometida por el camino más fácil.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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