Ritmo de cuchillos
¿Es la violencia algo consustancial a las manifestaciones de rock en directo? Ese aroma de peligro ha acompañado a la música desde sus albores: millones de adolescentes descubrieron el rock and roll en la banda sonora de Semilla de maldad (1955), donde, Bill Haley cantaba Rock around the clock; alarmados ante la reacción del público juvenil, en algunas ciudades se prohibió la exhibición de la película de Richard Brooks, alegando que esos sonidos incitaban al desorden y el vandalismo. Haley ya había. disparado el pistoletazo de salida para el establecimiento de: una forma de expresión obligada a reflejar el paraíso y el purgatorio de la pubertad. Una etapa en la que, como demostraba James Dean en Rebelde sin causa, no se podía ser gallina.Frágiles e inseguros, los teenagers crecieron a ritmo de canciones que hablaban. de su vulnerabilidad e himnos, de rebelión y desafío. En los cincuenta trataba de ganarse el respeto de sus iguales: era el Elvis Presley bravucón de Trouble ("Si buscas problemas,/ has venido al lugar adecuado"); 10 años después, los Rolling Stones proponían como modelo al "luchador callejero".
Los aprendices de brujos no advertían que estaban invocando fuerzas incontrolables. A finales de 1969, los propios Stones veían cómo su concierto gratuito de Altamont, concebido como la respuesta californiana a Woodstock, se convertía en una pesadilla. Las cámaras de los hermanos Maysles captaron el aterrador momento en que los Ángeles del Infierno acuchillaban a un negro que cometió el error de amenazarlos con un revolver. Las fantasías de crear mágicamente un mundo nuevo a partir de la comunidad del rock se quebraban estrepitosamente en ese instante.
Además, los oficiantes de la ceremonia descubrieron que no estaban libres de peligro. Antes de que John Lennon cayera asesinado por un admirador, se publicaba una inquietante novela titulada El hombre que mató a Mick Jagger; Elvis Presley actuaba en Las Vegas, atenazado por la sensación de que, detrás de los focos, alguien le apuntaba con intenciones homicidas. David Bowie presentaba en Ziggy Stardust a la estrella que terminaba sacrificada por sus seguidores; para él, la audiencia creaba al mito, un monstruo que debía satisfacer oscuras quimeras de los que pagaban por adorarle. Lou Reed era más específico: "Acuden con la esperanza de verme morir de sobredosis en el escenario".
Convertido en poderoso negocio, el circo del rock sigue celebrando mecánicamente sus representaciones. Hoy, los catalizadores de la fiesta prefieren no plantearse lo que subyace en ese estandarizado ritual. Pete Townshend, en una entrevista concedida tras el trágico concierto de Los Who en Cincinnati (11 muertos en una avalancha de puertas), tenía el valor de reconocer que "en una gira pierdes tu humanidad; lo ocurrido es simplemente un incidente enojoso con incómodas repercusiones legales".
Ahora, una víctima más. Otra oportunidad para lamentos hipócritas, inspiración para columnistas secos, nebuloso motivo de alarma social. El rock, sea heavy o de otro color, proporciona a sus adeptos más tiernos un uniforme, un esbozo de identidad, la impagable sensación de pertenecer a una tribu definida. Un concierto masivo tiene algo de cónclave, de demostración de solidaridad, de recarga de baterías ante la evidencia de estar integrados en esa multitud que responde unánimemente ante unos estímulos codificados. Sin embargo, los malos rollos no se quedan en la entrada, y los decibelios se han demostrado incapaces de purificar la agresividad, que algunos consideran como talante esencial para la supervivencia.
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