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Los inéditos que rodean 'El Cristo de Velázquez'

Versos desconocidos de Unamuno arrojan luz sobre su obra poética

Los poemas inéditos escritos por Miguel de Unamuno en torno a la fecha en que elaboró una de las principales obras de su poesía, El Cristo de Velázquez, permiten seguir desde una mejor perspectiva la producción literaria del autor de Paz en la guerra. El hallazgo fue comunicado en una conferencia para filólogos por el catedrático de Literatura de la universidad de Salamanca Víctor García de la Concha (véase EL PAÍS del pasado martes). El resultado total de la investigación será publicado en diciembre por Espasa Calpe. En esta página, el autor del hallazgo reflexiona sobre estos inéditos y ofrece otros versos desconocidos de la primera redacción de El Cristo de Velázquez.

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En el desierto

De seguro que don Miguel de Unamuno está feliz, en su cielo particular, al ver la movida que ha originado la exhumación de unos pocos poemas de los muchos todavía desconocidos que sin duda yacen sepultados en manuscritos aún inclasificados, pero ahora perfectamente custodiados, y en otros, incalculables, dispersos. Él había protestado hasta la saciedad: "Me regatean lo que yo más tomo a pechos, lo de poeta"; lo atribuía a un recelo de la densidad de su poesía y a que la. gente andaba con el gusto estragado por el soniquete zorrillesco: "No saben leer".De seguro que la felicidad se acrecienta en este caso por el hecho de, que los poemas recuperados ronden como la luna en torno a su Cristo de Velázquez o pertenezcan al entramado de su génesis. Había comenzado a escribirlo en la pirmavera de 1913 y antes de un año llevaba compuestos más de 1.400 versos. Pensaba por entonces, comienzos de 1914, darlo en seguida a la estampa, pero todavía en 1916 andaba con su Cristo a cuestas. Así como suena. Gabriel Miró cuenta, en una página espléndida, cómo un dila de comienzos del verano de, ese año, de regreso de un viaje a Mallorca, visitó Unamuno el monasterio de Poblet. Allí, en su iglesia, cuando el último lego cerró la puerta de la clausura, don Miguel echó mano de unos papeles que llevaba bajo el brazo y desde el altar mayor predicó fragmentos del Cristo. Y así hasta 1920, en que lo publicó Calpe.

Cuando al tomar en la mano el volumen uno comprueba la densidad de pensamiento filosófico, teológico y bíblico condensado en los 2.539 versos, y mucho más si analiza la deslumbrante riqueza de la gran cascada de imágenes o el recamado de la trama formal, comprende la larga duración del proceso creador. Y, de inmediato, a un filólogo le espolea el deseo de conocer con detalle los documentos de la génesis. Los papeles de don Miguel han corrido -queda ya dicho- muy diversos avatares hasta llegar al momento actual, en que la abnegada y entusiasta labor de mi colega la profesora Gómez Molleda, directora de la Casa Museo de Unamuno, de la universidad de Salamanca, va ordenando, clasificando y, lo que es mucho más, promoviendo estudios de todo. Los estudiosos hablaban hasta ahora de dos redacciones autógrafas del Cristo de Velázquez allí conservadas. Una, la definitiva, prácticamente gemela de la que fue a imprenta, la aprovechó el benemérito don Manuel García Blanco para su edición en el volumen de Obras completas. La segunda, penúltima en realidad, presenta bastantes variantes y contiene incluso fragmentos que don Miguel no se decidió a incorporar a la edición.

A partir de ahí distintos investigadores han ido entresacando papeles sueltos que, a veces en exclusividad y como en continuidad de tarea creadora, y otras, mezclados con los más variados apuntes de prosa y verso, contienen remodelaciones de fragmentos del Cristo de Velázquez o apuntes de nuevas partes. Cada hallazgo -y pueden producirse todavía, muchos- constituye un nuevo gozo. Pero yo no olvidaré ya nunca el que me produjo el encuentro con un pequeño bloc de bolsillo que don Miguel llevaba consigo justo al afrontar la gran empresa del Cristo de Velázquez. "No son dos las redacciones autógrafas", le dije en seguida a la profesora Molleda", sino tres, y, lo que es más importante, en esta primera encontramos contextualizado el punto de partida de su escritura y mucho más clara su voluntad de entronque con el planteamiento de la peculiaridad de la fe española, avanzada en el gran ensayo Del sentimiento trágico de la vida".

Me apresuro, sin embargo, a precisar aquí que lo que más me conmovió fue la sensación de hallarme ante algo más que un borrador de escritura poética. No; aquella era mucho más: era, es, un verdadero diario, donde en cada recodo late "nada menos que todo un hombre". Aquí un apunte "promemoría": "Enviar Sentimiento a Santayana, Harvard, Chevalier, Lejendre, Italia, Alemania, Inglaterra, Suecia..."; allí, una nota filológica tomada al oído: "Comer a desgarrapellejo (párroco de Santa María del Mercado. León)".

Quiero insistir ahora sobre ese doble aspecto del valor de los poemas contextualizadores y del énfasis puesto en la impostación española del Cristo de Velázquez. Los poemas revelan una preocupación agudizada en tomo a dos grandes temas: el problema de España y la angustia existencial que -recuérdese el "ya para qué vivir"- llega a hacerse insufrible. Debo hacer en este punto una rectificación: el poema que comienza "No la cruz, no la cruz, Señor, la caña / que es el cetro de España..." no es un retrato de pastor castellano, como por error de transcripción allí figura, sino, precisamente, la pieza que de algún modo articula ambos temas y anticipa, en la referencia a la figura del Don Quijote, el contraste básico de España con Europa. En contrahechura del Ecce Homo -caña, manos atadas por cordeles, espino en la cabeza y el manto de mendigo a la espalda-: "He aquí un español, un Don,Quijote, / un pobre pasmarote...".

Es esa conciencia de la profunda postración de España la que lleva a Unamuno, apenas llegado a Palencia en marzo de 1913, a estrenar casi el bloc de notas ccin el terrible poema del Cristo de las Claras: "Yace cual la llanura, horizontal, tendido, / sin alma y sin espera...".

En verdad no cuadraba mucho esto con lo que acababa de pregonar en Del sentimiento trágico de la vida. Allí decía que mientras que la fe de Europa se proyecta sobre lo terrenal -"ellos inventan"-, la de España gravita sólo hacia el más-allá: "Que inventen ellos". Y, concretando la simbología, añadía: ellos se expresan en la másica de Bach; nosotros, en el Cristo de Velázquez. Ahí -y no sólo en el deseo de contrarrestar lo escrito, en el Cristo de las Claras- está el motivo y el punto de partida del Cristo de Velázquez. Ahí, y en el último capítulo de Del Sentimiento trágico de la vida, donde se proyecta la figura de Don Quijote sobre el plano de la confrontación con Europa.

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