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Tribuna
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Bigotes

Gracias al interesantísimo y abundante ciclo de Méndez Leite La noche del cine español hemos podido asistir a la revisión de buena parte del largo collar de perlas de la cinematografía urdida bajo el franquismo. Perlas de ostra y perlas de vidrio, como ojos artificiales baratos para tuertos sin posibles. Escribo aún conmovido por la contemplación de Muerte de un ciclista, película que en su tiempo vi 11 veces, 11, tantas como Calle Mayor, y que 30 años después sigue siendo una espléndida película y además un tratado completo de semiótica del franquismo.Allá los críticos con sus valoraciones, pero ni evito ni resisto decir la mía. A la película sólo le sobran algunos subrayados musicales y algún diálogo de meló entre el protagonista y su alumna.Todo lo demás aguanta como el palo aguanta su vela, y viene a cuento la frase hecha porque Muerte de un ciclista es una muestra de que el cine con mensaje puede ser buen cine. Bardem encontró la clave de un lenguaje de denuncia basado en la utilización de los rasgos más obsoletos, abusivos y significantes del franquismo. En 1956, que el franquismo pudiera ser retratado así era un acto de vanguardia ideológica y estética que nos ponía la piel de gallina en la oscuridad de los cines y nos recargaba las pilas para afrontar lo que nos esperaba a la salida. Muerte de un ciclista podía haber sido sólo eso. Una mágica comunicación de transición entre antifranquistas solitarios. Pero 30 años después se comprueba que el impacto de la obra era consecuencia de algo más que de la emotiva comunión de los santos: era consecuencia de una emoción estética sin la cual se hubiera empobrecido y aun inutilizado la emoción política.

Muerte de un ciclista fue como la trastienda del NODO. La propuesta de atravesar el espejo trucado de la imaginería oficial y ver qué había detrás de aquella prepotencia pantanera, santurrona, bigotuda, bajo palio. Llamo la atención, y no a título frívolo, sobre la excelente colección de bigotillos franquistas que aparecen en la película. Si Roland Barthes hubiera dedicado su ojo semiótico al bigote franquista, de otra manera habrían ido las cosas y la semiología habría encontrado, por fin, su sentido histórico.

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