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La épica de nuestros días

Una mañana muy fría, hace cinco años, pasé al otro lado de Berlín, que no es rojo, sino completamente blanco: largos paseos de abedules cubiertos por la nieve, macizos palacios de mármol en cuyo interior es posible encontrar, pacientemente reconstruida, una calzada de mosaicos de Babilonia (Museo de Pérgamo). Fui cordialmente recibida por el director literario de la editorial que iba a publicar uno de mis libros (hablaba 12 lenguas y me pidió, con exquisita timidez, un ejemplar de los Comentarios reales del Inca Garcilaso, que faltaba en su biblioteca) y me sugirió que me diera lana vuelta por el hospital mayor de Berlín Oriental antes de regresar al otro lado, o sea al lado occidental. (Entonces me di cuenta de que para los berlineses; de la Kudamm, el otro lado es la avenida Unter den Linden, y para los berlineses orientales, el otro lado es la Kudamm: calles-símbolo del sueño de estar siempre en otra parte). Pensé que era una recomendación arquitectónica: con seguridad mi editor quería que viera algún edificio admirable.El hospital, sin embargo, no me pareció especialmente atractivo: un sólido edificio construido como para resistir un bombardeo, con algo de ese aire marcial que los discípulos de Bismarck impusieron a la estética para perdurar. En cambio, estaba rodeado de altos árboles, de pérgolas y de patios vegetales con fuentes heladas. Mi guía me dijo que fuera directamente a la planta octava, recuperación motriz, donde seguramente me agradaría encontrar a alguien, y se despidió.

No tenía ningún conocido en Berlín Oriental, pero seguí su consejo y me dirigí a la planta octava.

Era una sala amplia, con ventanas sobre el jardín. Estaba pintada de blanco, aunque en mi recuerdo es verde, seguramente por la luz: esa luz de Berlín a punto de llover o de nevar que inspiró a los paisajistas románticos. La mayoría de las camas estaba vacía, y los lienzos flotaban como si la nieve ya hubiera penetrado en la sala. Entonces vi a los pacientes: eran 12 hombres de piel morena, lunares en el blanco de Berlín; tenían los ojos negros muy brillantes, sonreían con picardía y hablaban un castellano muy dulce. Todos eran nicaraguenses: los primeros nicas de mi vida. El mayor tenía 52 años y era el zapatero de León; el menor, sólo 13 años, cumplidos en el hospital. A todos les faltaba algo: una pierna, un brazo, la lengua, un ojo o el costado entero de la cara; estaban conectados a sondas, a ortopedias complicadas, y se habían convertido en criaturas duales: mitad humanas, mitad mecánicas. Pensé, esa mañana fría de Berlín, en la peripecia extraordinaria: 12 campesinos de León, que nunca habían salido de su pueblo, bárbaramente destrozados por la metralla de Somoza, y que ahora, a miles de kilómetros, en otro continente, en una ciudad extraña, en medio de una lengua desconocida, pasaban los días narrándose los incidentes de la revolución mientras aprendían a leer. El zapatero era el único que sabía leer y escribir, de modo que cuando se sintió mejor empezó a alfabetizar a sus compañeros;. Estaban alegres con el triunfo de la revolución, soportaban la convalecencia con inmejorable humor Y se habían hecho entrañablemente amigos de las enfermeras y los médicos, que los cuidaban con devoción. Sólo tenían dos libros para aprender a leer y escribir: El capital y Don Quijote de la Mancha. El viejo zapatero los corregía cuidadosamente cada vez que cometían un error, y los aleccionaba: un combatiente que volverá a Nicaragua no puede sólo lucir sus heridas, tiene que ser culto. "Un revolucionario que no es culto no es un revolucionario", le dijo severamente al. chico de 13 años, más interesado en -la belleza de su enfermera rubia que en la prosa de Cervantes. ¿Cómo habían llegado a Berlín. Oriental? ¿Qué avión los condujo? ¿Cómo

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de un pequeño pueblo de un pequeño país habían conseguido instalarse en una sala de un hospital de Berlín para salvar algo que parecía imposible conservar en León: la vida? Yo sabía los azares que habían llevado a una escritora uruguaya sedentaria, nostálgica y poco aventurera, de su Montevideo natal a la ciudad de Berlín, periplo que me parecía fantástico, pero estos otros nicas, sonrientes en medio del dolor, me parecían una aventura mucho más rara.

Me lo contó el más joven. Durante el asalto al palacio de León, uno de los episodios más sangrientos de la larga y dura lucha sandinista, fueron ametrallados y bombardeados por el ejército de Somoza. La inmensa mayoría de los pobladores resultaron heridos. Sin recursos para atenderlos, los sandinistas condujeron a los moribundos a la sala del aeropuerto para evitar que fueran rematados, pero sin esperanza de salvarlos: se necesitaban recursos técnicos de los que carecían. No había ortopedias, no había forma de rehabilitar a aquellos heridos. Entonces aterrizó en el aeropuerto un avión de Alemania Oriental cargado de medicamentos y de utensilios de primeros auxilios. El envío estaba a cargo de un médico del hospital de Berlín Oriental. Al ver a todos esos hombres malheridos, que morirían sin asistencia, el médico tomó una decisión: trasladar a todos los que cupieran en su avión. Hombres y mujeres. Ancianos y niños. El primer cargamento de heridos estaba compuesto por 300 moribundos. Luego hubo un par de vuelos más.

Un año después, éstos eran los últimos 12 nicas que aún estaban en Berlín Oriental, aprendiendo tenazmente a ser cultos: lo otro ya lo habían demostrado. En un hospital próximo quedaban todavía ocho mujeres. "Se irán muy pronto", me dijo una enfermera alemana con cierta melancolía. Me lo dijo en perfecto castellano. Le pregunté cuándo lo había aprendido. "Lo aprendí para poder hablar con ellos", me dijo.

Los vi una sola vez, como una sola vez vi a las Madres de Mayo, mucho antes de que cayera la dictadura argentina. Las dos veces tuve una emoción intensa: éstas son las formas de la épica contemporánea. Sus protagonistas son humildes y débiles: madres, viudas, zapateros, chicos de 13 años. Y el arma no es un misil, es una voluntad absoluta de justicia. Han elaborado un deseo (diría Lacan), y ese deseo les da identidad. Y como es un deseo absoluto, se convierte en una forma de lo religioso.

Ahora que la CIA tiene carta blanca para intervenir en Nicaragua (como la tuvo en Chile, en Guatemala, en Uruguay, en la República Dominicana), me pregunto si el zapatero de León y el chico de 13 años (que ahora tiene 18) sobrevivirán otra vez a la muerte que destilan desde sus despachos los soberbios del Norte. Y me pregunto también qué haremos los demás. Los socialdemócratas. Los orgullosos blancos. Qué haremos los cristianos, los socialistas, los ex combatientes del 68, los cansados de fracasar, los periodistas, los frívolos, los narcisistas y las mujeres. A lo mejor decretamos, desde las páginas de un prestigioso periódico o el aula de una universidad, el fin de la utopía. Y tan contentos. Porque el fin de la utopía, decretado desde un diario o un aula de la Universidad (formas elaboradas del ombligo), parece que nos exonera también de la solidaridad: si no hay utopía, el egoísmo es posible. Cierro la puerta, y que inventen otros. Quizá sea ésta la contrautopía: poder ser egoístas sin escrúpulos, sin el ojo social que nos juzga. Pero es una ilusión: la CIA nos mira a todos.

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