DOS presidentes
LAS DIFICULTADES experimentadas -ayer, de nuevo, para el inicio del Pleno del Congreso y las reclamaciones de numerosos grupos políticos para que se reforme el reglamento de la Cámara han servido para poner de relieve la escasez de recursos de que hace gala, hasta ahora, el nuevo presidente de la misma, Félix Pons. Cabe suponer, y así lo deseamos, que ello se debe única y exclusivamente a su falta de tradición política y parlamentaria, y que con el rodaje de estas primeras sesiones se corrijan los defectos, no sea que después del martirio de la última legislatura comprobemos ahora que todo es empeorable, también lo que se refiere a la presidencia del Congreso.Numerosas veces nos hemos pronunciado sobre la necesidad de reformar el reglamento de las Cortes, de modo que la vida parlamentaria no se convierta una vez más en un espectáculo del déjá vu, y, los diputados y senadores, en unos obedientes y sumisos servidores de las consignas impartidas por la cúpula de sus respectivas organizaciones. Hemos repetido hasta la saciedad que esta dinamización de la vida política no puede hacerse, por otra parte, sin una reforma adyacente de la ley Electoral. Y todo ello no servirá de nada si, junto a la vigorización del Parlamento y del debate político, la sociedad civil permanece inerme y no se organiza para resolver sus propios problemas sin tener que estar acudiendo a cada paso. a la tutela del Estado. Pero no todo es una cuestión de normas -que deben ser respetadas mientras no se modifiquen-; hay también un problema de talante. La rigidez demostrada en sus actuaciones de ayer y anteayer por el presidente Pons habla muy poco de su autoridad y bastante de su autoritarismo. No es cortando la corriente de los micrófonos como se establecen las bases del respeto a la propia actuación.
Dicho esto, merece la pena poner de relieve que, como es habitual en él, Felipe González estuvo ayer más brillante en sus réplicada las intervenciones de los líderes que en su discurso de investidura. González parece más dotado para la dialéctica que para la pura oratoria, y eso le da animación e interés a las sesiones polémicas. Lo que pasó es que el candidato habló con una convicción en sus palabras que le faltaba el martes pasado. De todas maneras, la definición de su programa de gobierno no ha resultado mucho más clarificada después de la investidura. La mayoría de progreso esgrimida por Felipe González como base de su proyecto político no acaba de cuajar en unos perfiles concretos. Aun a expensas de analizar más detenidamente en un futuro la política anunciada, conviene insistir en que ésta no es sino fruto del continuismo, y que, por tanto, tampoco cabe esperar grandes novedades en la composición del Gobierno.
Llama la atención la dureza en los términos con que el candidato a presidente se dirigió a Gerardo Iglesias en su respuesta parlamentaria. Se cebó Felipe González con él, quizá olvidando la impresentable actuación de su vicepresidente, Alfonso Guerra, durante la campaña electoral. La prudencia que hasta ahora había observado González en la administración de su abultada victoria electoral desapareció cuando se refirió a Izquierda
Unida ayer en el Parlamento. Y la astucia que demostró evadiéndose del compromiso -como presidente del Gobierno- de reformar el reglamento de las Cortes no obviará este debate en el futuro, de cuya resolución es responsable directamente Felipe González, como líder del partido socialista.
Volviendo a este punto, conviene señalar que estamos ante un problema político y no jurídico: se trata de la plasffiación del principio constitucional de proporcionalidad en la representación política. Es preciso, por lo demás, vigorizar por todos los medios la vida de esta democracia. Y los socialistas no deben olvidar que en todo régimen parlamentario, si bien debe imperar la regla de la mayoría, es consustancial el respeto a las minorías. Este respeto se ha tambaleado en la apertura de este período legislativo.
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