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Reportaje:

El dilema boliviano

La vasta operación antinarcóticos que fuerzas especiales de la policía boliviana y, del Ejército de Estados Unidos llevan a cabo desde el miércoles pasado ha tenido la virtud de sacar a la superficie un complejo problema que lleva consigo factores políticos, económicos y sociales. Así, Bolivia descubre su gran dilema. Un dilema que tiene opciones categóricas. O acepta una humillante intervención militar en su territorio a cambio de un auxilio internacional para salir de la peor crisis económica de su historia o se doblega ante el denigrante poder económico, de la mafia criolla, que más temprano que tarde alcanzará el poder político a cambio de quedar aislada internacionalmente."Todos estamos contra el narcotráfico, pero no podemos permitir este atropello a la soberanía nacional". Este criterio, formulado por un dirigente minero, resume el sentir ciudadano.

Y es que hay un claro consenso en la apremiante necesidad de luchar contra el narcotráfico, que no sólo ha provocado ya una inversión de valores sino que también ha creado un peligroso mercado de consumo que afecta a unas 1100.000 personas, entre 6 y 25 años de edad, en un país con una mayoritaria población joven.

El solo hecho de ver a los polillas (niños entre 6 y 14 años) pululando por las calles de Cochabamba buscando qué robar, prostituyéndose o practicando la homosexualidad para obtener el chuto o pitillo (cigarrillo de cocaína de pésima calidad) del día "para hacer pasar el hambre o el frío" impulsa a cualquiera a enfrentar el narcotráfico.

Pero la realidad es que Bolivia no sólo no tiene medios materiales, sino que cualquier esfuerzo propio se ha visto disminuido por una cancerosa corrupción.

El dolor del hambre unas veces, el miedo a la miseria o la ambición personal las más, no siempre permiten rechazar los cuantiosos sobornos de los narcotraficantes. La corrupción ha minado todo el sistema, incluidos policías y jueces.

La presencia de efectivos de un ejército extranjero origina entonces una cuestión de amor propio.

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El boliviano no es partidario del narcotráfico. La hoja de coca es un don divino heredado de sus antepasados que reinaron en esta región unos 2.000 años antes de Cristo. Pero al boliviano -que durante más de un cuarto de siglo luchó denodadamente por alcanzar su independencia política y que en los últimos 30 años pelea por su independencia económica y su derecho de vivir en libertad y democracia- le molesta y le inquieta, le desasosiega el sólo saber que, llámense técnicos o policías, hay militares extranjeros actuando en territorio patrio.

El dilema gubernamental tiene similar dramatismo. O convive con el narcotráfico, con el riesgo de que el sistema económico sucumba ante la creciente economía paralela manejada por la cocaína, o continúa con una lucha a muerte con ayuda extranjera y que va a involucrar el enfrentamiento, también con campesinos y desocupados que tienen en la coca un medio para sobrevivir a la crisis.

Desde el retorno de la democracia la solidaridad (latinoamericana, europea o estadounidense) se concretó en una mínima escala. Este bloqueo financiero no tenía ya razones políticas (como sucedió con los regímenes militares de facto entre 1980-1982), sino un solo motivo: el creciente tráfico de cocaína desde Bolivia.

La falta de flujos externos de capital contribuyó a agravar la peor crisis económica de la historia boliviana. El Gobierno de Víctor Paz Estenssoro cumplió ampliamente con las exigencias del Fondo Monetario Internacional. Impuso una dura política neoliberal que ha causado el cierre de minas y fábricas y la desocupación de miles de obreros, negoció parte de su deuda externa, pese a la oposición interna, con sus más importantes acreedores.

El sacrificio de los bolivianos se está desvirtuando en una vana espera, mientras -hay que decirlo- la economía derivada de la cocaína está abarcando entre un 70% a un 80% de la actividad nacional. Bolivia está además bajo la abierta presión del bloqueo internacional y la amenaza, pendiente hasta agosto de este año, de Estados Unidos de suspender hasta la ayuda humanitaria (alimentos y medicamentos), después de haber restringido en un 50% la asistencia militar y financiera.

Es cierto que Roberto Suárez, llamado el rey de la cocaína ofreció al Gobierno pagar la deuda externa cuando ésta alcanzaba los 3.500 millones de dólares, y es probable que ahora los traficantes aceptaran gustosos honrar las deudas del Estado boliviano a cambio de protección o simplemente de un cerrar de ojos a sus actividades ilícitas. Ello implicaría, empero, una nueva forma de dependencia, más denigrante que otras por sus connotaciones de delincuencia.

Pero hay más; el precio del estaño, del petróleo y el gas -principales productos de exportación- cayeron por los suelos en el mercado internacional, mientras que los pocos productos que Bolivia puede vender fuera están sometidos a las políticas proteccionisitas de los países industrializados.

La coca, en cambio, tiene mercado asegurado porque así lo quieren los poderes económicos de los grandes países, donde se ha creado toda una industria para recrear el consumo de la cocaína en los círculos sociales más privilegiados.

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