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FERIA DE SAN ISIDRO

'Yo soy más torero que tú'

JOAQUÍN VIDAL, Hacía falta la competencia en los ruedos, esa que genera pasión en los tendidos y obliga a los toreros a superarse. Hasta ahora, las competencias taurinas se habían dirimido en los despachos de las empresas: "Usted me quita a ese espada del cartel, o el mío no torea". Era, claro está, una competencia al revés, la negación absoluta de la competencia. La fiesta necesitaba que un diestro de los buenos le dijera a otro "yo soy más torero que, tú", y éste le respondiera lo mismo.

Dos toreros así estuvieron ayer frente a frente en Las Ventas, y se dijeron una cuantas veces "yo soy más torero que tú" con el lenguaje del orgullo, del valor y del arte, que son componentes esenciales de la torería. Corrida adelante enconaron la disputa, y protagonizaron un tercio de quites memorable. Fue en el cuarto toro, que correspondía a Ortega Cano.

Bernardos / Robles, Ortega Cano

Tres toros de Matías Bernardos; 2º y 6º de José Samuel Lupi; 3º, sobrero de Los Guateles. Todos dieron juego. Julio Robles: pinchazo y bajonazo descarado volviendo la cara (silencio); estocada (oreja); cuatro pinchazos, estocada corta y aviso con retraso (ovación y salida al tercio). Ortega Cano: pinchazo, estocada tendida y cinco descabellos (silencio); cuatro pinchazos y descabello (clamorosa vuelta al ruedo); pinchazo y estocada delantera (vuelta con algunas protestas). Los dos espada fueron despedidos con una gran ovación. El Rey presenció la corrida desde una barrera, acompañado por su hermana, la duquesa de Badajoz. Plaza de Las Ventas, 27 de mayo. 18ª corrida de feria.

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Todo empezó porque a Julio Robles se le ocurrió recrear la chicuelina con caracteres épicos. Véase cómo lo hizo: adelantaba el capote como para la verónica, se traía toreado al toro, lo vaciaba a la espalda, envolviéndose suavemente en los vuelos del percal. "Yo soy más torero que tú", era la proclamación literal de esa recreación épica. Pero salió Ortega Cano a negarlo, adelantó también el capote, se traía toreado al toro y lo vaciaba lento y circular en los vuelos de la verónica.

Con estos aconteceres la plaza era un delirio, todo el mundo de pie, rompiéndose las manos de aplaudir, el Rey el primero. Julio Robles no se conformaba con el empate y salió a ganar, instrumentando lances del delantal. La presidencia cambió el tercio, pero no podía cambiar la torería -que encendía la competencia-, y Ortega Cano enseñoreó la suya desde el mismísimo platillo para emular el quite anterior, con otró por gaoneras, echando la pata Lante, embebiendo al toro con la misma largura que en el toreo al natural.

En medio de un clamor, Ortega Cano, llegado el último tercio, transformó aquel apunte del natural, en el natural entero y verdadero, un primor, una obra de arte. El torazo, una mole de 660 kilos, tomaba el engaño con una codicia deliciosa al paladar de un torero que quiere gustarse toreando. Toda la faena fue por la izquierda, en los medios, y un último tramo junto a chiqueros, pues la bravura de¡ toro no daba para soportar tanto dominio. Si llega a matar bien Ortega Cano allí es ella, la afición se tira al ruedo, el Rey se saca un abono. Todos los trofeos le habrían ido al esportón. Sin embargo mató mal y cundió la consternación. Hay momentos en la vida en que un torero no puede ser un pinchaúvas. A ratos lo fueron ayer los diestros. A Julio Robles le llegaron a dar un aviso en el quinto y emborronó la exquisita caligrafía de su faena, en la que había dibujado derechazos extraordinarios.

Julio Robles llevaba el arte de torear en el corazón, bien hondo. Al tercer toro tardó en acoplarlo pero cuando le encontró la distancia y la embestida había tomado su ritmo, cuajó naturales bellísimos, construidos sobre el entramado de la más pura técnica e interpretados con sentires de poeta.

Mas el estro no le era exclusivo también había poseído a Ortega Cano, que en el sexto toro puso lo mismos sentires en unas verónicas impresionantes, juntitas las zapatillas, para general alboroto y particular pasmo de don Mariano que entró en éxtasis, y los aficionados de alrededor tuvieron que darle aire con el programa. Ese sexto toro era torito, flojucho y deslucido, y finalmente no pudo haber faena. ¿Y qué importaba ya? ¡Esa plaza no era plaza...! Los tendidos habían sido un manicomio rugiente, invadido por la felicidad, donde lo mismo se coreaban ¡oles! que se daban vivas, y el que tenía con qué, invitaba al vecino de localidad; el nuestro a gambas, con trapío y pastueñas, por cierto.

Todo empezó mal, como los gitanos de ley quieren que empiecen los asuntos importantes. En sus primeros toros, Robles y Ortega Cano "estaban que no estaban"; se acordaban de Manzanares, que viajaba a Alicante y le podía coger la tormenta por el camino. A Manzanares no le gustó que le cambiaran los toros y por eso "se cayó" del cartel. Fue una bendición para los toreros, para el público, y hasta para los reventas, que subieron los precios de los boletos al conocer su ausencia.

"Yo soy más torero que tú", suele decir también Manzanares, pero en los despachos, apoderados de por medio, líos. Y como ayer la torería se dirimía en el ruedo, estuvo donde debía estar: en la carretera.

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