La ovación
Desde hace bastantes años, Cádiz anda sin plaza de toros, aunque otras, muy próximas -sobre todo la de El Puterto de Santa María, tan guapa- cubren bien una falta de la que algunos protestan sin razones de bulto.Como el de Pontevedra, agazapado junto a la ría, el coso gaditano, alto sobre el Atlántico abierto, era -a ver si sé decirlo- demasiado marítimo. Uno tenía allí la impresión de hallarse navegando en una feúcha aunque simpática nave circular, y los eventuales alborotos de gaviotas, el horizonte verdiazul y el humo distante de los barcos decoraban extrañamente unas corridas que parecían imaginadas por Federico Fellini.
Durante el XVIII, todo el siglo pasado y, a cornienzos del nuestro Cádiz contó no poco en los censos de la torería andante. Y también ejercieron el oficio taurino alguirios de sus cantaores, como aquel ilustre Enrique el Mellizo (1848-1906), que, según David Grey, fue "una especie de Mozart" en versión flamenca. A su vez, y pese a su voz ronca, el banderillero gaditano ya retirado del que voy a referir una menuda anécdota tampoco se cantiñea malamente.
Nacido en el nueve, y desde los años treinta casi hasta los setenta, Francisco Jiménez, Pacorro, ha sido el mejor subalterno de la ciudad y, como único profesional activo y residente en ella, contaba en Cádiz con una simpatía y un miramiento populares que ahí siguen.
He rehecho de pitón a rabo, para su reedición, un libro de relatos taurinos, La gran temporada, que apareció en 1960; en él contaré al paso este lance menudo que a los 17 años viví entre barreras junto a sus protagonistas, el monstruo Manolete y el mínimo Pacorro.
El día de una de las dos únicas corridas que el espada cordobés despacharía en Cádiz (con Domingo Ortega, Carlos Arruza y un embarque de Domecq), su peón Cantimplas se despertó en el hotel con una fiebre alta, y Pacorro fue avisado para sustituirlo. El hombre sacó del armario aquel invariable medio fúnebre traje torero, negro y azul oscuro, y batalló a la tarde una vez más para recogerse el vientre, nada liso, con la faja que se lo mal disimulaba.
En la plaza, los conciudadanos encontrábamos esa gordura tan divertida como peligrosa; aquella vez, y según costumbre, un clamoreo cachondón acogió las afónicas voces de Pacorro citando al toro, y al quedar en todo lo alto su primer par de garapullos, la unánime fidelidad pacorrista se encendió como el rayo y se dilató como el trueno en una larga ovación de gala.
Pensativo y ajeno a cuanto estaba a sus espaldas, Manolete se enjuagaba la boca junto a la barrera y se extrañó un tanto; ningún entusiasmo del público parecía posible en aquel momento, casi de mero trámite, y el de Córdoba preguntó con un gesto a Pacorro, recién vuelto a las tablas, qué era lo que pasaba.
Sonriéndoles a los conocidos más cercanos, el peón le explicó, lacónico: "Ná, que es que soy de. aquí". Y Manolete le puso una mano en el hombro, con su cara de muerto al borde también de la sonrisa.