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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Una corrida japonesa

La primera que vi era una corrida japonesa. Y no entrecomillo lo de japonesa porque, lejos de ser una modalidad esporádica de la fiesta nacional española, es el pan suyo de cada día de innumerables grupos de turista! extranjeros que vienen por estos lares a saborear ese cocido de tópicos, refritos de folclor, tradición y arte que dejan entusiasmos o malos sabores de boca, según estén más o menos desarrollados el sentido crítico y la capacidad de dejarse engañar de cada cual.No sin expresar mi gran admiración (soy un fanático consumidor de tecnología) hacia casi todo lo que procedo, del país del Sol Naciente, llamo japonés a todo espectáculo, entretenimiento o movida para turistas donde prime el tópico, lo espectacular y lo secundario a costa de la ortodoxía, de la tradición y de la genuina calidad técnica. Desde los tablaos de los cosos, hay más de lo primero que de lo último. Lo que pasa es que el negocio funciona porque, a pesar de lo que se diga y escriba, el desconocimiento de lo español en el extranjero alcanza todavía cotas insospechadas. Entonces, indiferente o antitaurino, el turista cae por estas latitudes charterizado, lleno de folletos y con mucha prisa, le meten en una plaza con su cámara lista para disparar y se harta de pegar ráfagas de flashes a unas vaquillas cojas azuzadas por matatardes, que no matadores. Desde abril hasta mediados de octubre, a lo japonés y para japoneses o japonesizados.

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Ya vale de preámbulos. Decía que m¡ primera corrida, hace una docena de años, fue una japonesa. El día anterior estuve tomando una caña en el Kontiki de San Juan de la Cruz, frente al Ministerio de la Vivienda. Mientras los grises se liaban a pelotazos de goma con los vecinos de Orcasitas -cabreados no por mala uva, sino porque se les hundía la UVA, construida con cimientos de arena-, don Gumersindo, q. e. p. d., me dijo: "Oye, mañana hay toros en Las Ventas. ¿Por qué no te vas a verlos con Rosy?". Y la tarde del domingo, los dos amigos, instintivamente antitaurinos sin haber visto nunca una corrida, estábamos metidos en las gradas de la Monumental, rodeados de japoneses, suecos, británicos, americanos e italianos que disparaban sus cámaras sin enterarse de nada. Los únicos entendidos, un grupo de jubilados españoles metidos en el gallinero, lanzaban gritos de asesino a los matadores, pidiendo a los toros que hiciesen justicia.

Nos fuimos asqueados antes de que acabase el quinto de la tarde. Grabada en los ojos la imagen de un picador sediento de sangre, y la sensación de haber asistido a una horrible ceremonia pagana, lúdica, cómica y patética al mismo tiempo. Y con la íntima promesa de no volver a pisar un coso en la vida.

Sin embargo, hubo más corridas. Algunas televisadas y otras porque, cuando lo has llevado a El Escorial, a Toledo, a Ávila y Salamanca y a saborear un lechal en la segoviana Pedraza, el amigo extranjero de visita te pide que le lleves a los toros. Entonces, quedándote con tu antitaurinismo que es antiviolencia, y gracias a los muchos años de convivencia con los españoles, intentas explicarle las hondas raíces de la fiesta, ilustrarle los aspectos nureyevianos o bejartianos de la dinámica plástica del matador y otras peculiaridades que el pobre turista, por, haberse equivocado de temporada él o haber fallado San Isidro, no tiene ocasión de comprobar. Lo mismo que ocurre con muchísimos tablaos flamencos Japan style.

No me gustan los toros. Mejor, no me gustan las corridas. Sin embargo, he abandonado el antitaurinismo. militante porque entiendo que las hemorragias en el ruedo -sean de Manolete o de Islero, de Avispado o de Paquirri- no pueden ser cortadas s¡no por decisión endógena de los titulares de la tradición: los españoles. Aborrezco las barbaridades de Coria y de sus toros descojonados, los navajazos taurinos de Peñaranda de Bracamonte y los emborrachamientos de vaquillas de Illana. Me quedo con el lado artístico de raras y magistrales faenas -que el toro me perdone-, con el fatal y juvenil entusiasmo de El Yiyo y, sobre todo, con la báquica e impresionante movida de las madrugadas pamplonicas. Pero -se me consienta concluir con sinceridad- al final de la Estafeta, yo ni, siquiera abriría el portal del coso y me ina a desayunar devolviendo los toros a sus cortijos. Y así, todos, matadores y toros, tan vivos y coleantes.

Josto Maffeo es corresponsal en España del diario italiano Il Messaggero.

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