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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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La lógica de la destruccion

En marzo de 1979, un accidente nuclear burocráticamente clasificado como "Class 12" y estadísticamente definido corno imposible expuso a una población de miles de habitantes, en Three Mile Island (EEUU), al peligro de una muerte por cáncer. El fallo técnico de aquella central nuclear mantuvo angustiada a la opinión internacional y refutó trágicamente la tesis, ampliamente difundida desde los años sesenta por los defensores del poder nuclear, sobre su carácter fundamental inocuo.El actual accidente de Chernobil ha puesto de manifestó, a su vez, que aquella advertencia no era ni mucho menos banal, a través del horror que está asolando a amplísimas zonas de Europa septentrional y central, con consecuencias hasta ahora ignoradas, y probablemente incontrolables.

Ambos accidentes son políticamente complementarios, porque afectan respectivamente a las dos potencias mundialmente contrincantes, en el desarrollo suicida de programas nucleares con fines directa o indirectamente militares. Es cierto que solamente coronan una década de desastres tecnológicos que afectan a zonas más pacíficas de la industria moderna. La relativización de sus dimensiones políticas y tecnológicas en nombre de las muertes que otros accidentes anteriores ya han causado es, sin embargo, un argumento que descubre con demasiada evidencia un cinismo irresponsable.

La primera consecuencia que se desprende de este colapso atañe directamente a un desarrollo histórico cuya aberración es hoy dominio público internacional: la tentativa de salir de una crisis económica mundial a través del desarrollo de programas tecnomilitares de un potencial destructivo prácticamente incontrolable. Se trata de la forma más demoniaca que ha conocido el progreso de la civilización industrial como barbarie. Pero el accidente de Chernobil ilustra de la manera más explícita que, hoy, los peligros de la destrucción física y de la angustia interior que amenazan al mundo entero no sólo se inscriben en el orden de los fines que la competencia militar entre la Unión Soviética y Estados Unidos entraña, sino que afecta a sus mismos medios. Este accidente pone radicalmente en cuestión un sistema político-militar y tecnológico que comprende desde los laboratorios científicos, y los centros de investigación universitarios hasta los desiertos y océanos empleados como sujetos experimentales, y los escenarios secretamente: definidos como posibles objetivos de destrucción estratégica mente controlada.

El dilema de progreso tecnológico y destrucción que encierra este accidente es universal, porque, directa o indirectamente, el conjunto del desarrollo tecnoindustrial moderno está implicado en la misma lógica histórica de la dominación que el poder nuclear tan sólo define en cuanto a sus últimas o más extremas consecuencias. Pero, con independencia de la implicación más o menos inmediata de¡ avance tecnoindustrial en la maquinaria militar, los centros neurálgicos del desarrollo económico están ocupados hoy por empresas que actúan de una forma masivamente devastadora sobre amplias y muy a menudo frágiles zonas de la naturaleza y de sistemas ecosociales. La desertización de los bosques de Centroeuropa, la devastación progresiva de la selva amazónica o los desastres químicos de Italia, la India, así como la progresiva contaminación de regiones oceánicas, son otras tantas citas de un progreso identificado con el horror y de una mortal hipoteca de cara a nuestro futuro.

INTERESES POLÍTICOS

El accidente de Chernobil exhibe otro aspecto de envergadura en absoluto menor. En la concatenación de informes, desmentidos y acusaciones que le han seguido como secuela, los intereses políticos han prevalecido dramáticamente sobre los intereses humanos; en definitiva, sobre el derecho a la preservación de la vida. Significativamente, la primera noticia del accidente no partió de las autoridades soviéticas implicadas, sino de un control rutinario de los grados de radiación atmosférica que se efectúa en Suecia. La ambigüedad de las informaciones que partieron de los responsables inmediatos de la catástrofe es un signo más que elocuente. Pero, además, y casi automáticamente, lo que constituye un problema de alcance mundial, tanto en sus consecuencias cuanto en sus premisas, que afectan al conjunto del sistema nuclear internacional, se ha convertido en un medio de propaganda política. Radio Liberty, que emite en ruso sus programas destinados a la población soviética, no desaprovechó la oportunidad para atacar los defectos de un sistema reconocidamente totalitario. Una parte de la Prensa internacional se ha dedicado a contemplar el accidente como triunfal testimonio del fracaso de las recientes y tímidas tentativas de liberalización del sistema soviético, que muchas fuerzas políticas occidentales tratan de bombardear simplemente porque significaba una vía de salida, por más que pequeña, a la atmósfera de confrontación y endurecimiento hoy dominante en las relaciones intercontinentales. Al golpe bajo de Radio Liberty, los programas en inglés de Radio Moscú han respondido denunciando a su vez el silencio administrativo en EE UU sobre la radiactividad ambiental que las recientes pruebas nucleares de Nevada también han tenido que producir. Cada lado se lava las manos en la suciedad del contrincante bajo el común denominador del cinismo político. Y, en conclusión, la desinformación sobre las consecuencias de la progresiva degradación ambiental producida por las más variadas formas de la producción industrial, desde el Amazonas hasta Ucrania, ponen hoy al descubierto la indiferencia, inherente al sistema político-tecnológico de dominación mundial, a las consecuencias humanas de su lógica de la destrucción.

La última consecuencia de este accidente es un sentimiento colectivo de ansiedad que tampoco tiene precedentes en la historia de la civilización. El suceso de Chernobil ha seguido con pocos días de distancia al bombardeo de Libia. Ambos acontecimientos se complementan en su significado histórico. La acción militar sobre Libia quería dar al mundo una prueba de eficacia tecnológica en que los signos de la primitiva moral heroica de los viejos westerns de Hollywood se entrecruzaban con el rutilante artificio que anticipaba las prometidas guerras en las estrellas. El accidente de hoy muestra precisamente los límites interiores a este sistema tecnomilitar: la amenaza inherente a la naturaleza de sus medios tecnológicos, sin entrar en la discusión sobre sus límites externos, que comprenden desde el hambre que padecen millones de personas hasta la regresión totalitaria que experimenta el mundo entero al amparo de crisis económicas, y del predominio de la tecnocracia militar en las grandes decisiones políticas. Por supuesto, ambos acontecimientos conciernen respectivamente a los dos lados contrincantes que hoy dirigen las guerras del mundo, y una mentalidad maniquea achacaría de buen grado la victoria militar a uno de ellos y el fracaso tecnológico al contrario. Pero dos enemigos que se enfrentan a muerte siempre se definen esencialmente por las armas que emplean, y en este caso las armas son idénticas, por mucho que se nos haga creer que sus respectivas legitimaciones políticas son diferentes. Y, sobre todo, son idénticas estas armas en cuanto a sus últimos resultados: un sentimiento universal de angustia e impotencia que alcanza desde el ciudadano medio hasta las cúpulas políticas internacionales.

LA RAZÓN ECOLOGISTA

Los comentaristas políticos de hoy sólo delatan un peligro, consecuente a esta coronación de accidentes industriales: el desastre de Chernobil ha dado definitivamente toda la razón a los grupos ecologistas y pacifistas que desde hace más de una década han advertido, a pesar de una inusitada violencia policial y política, los peligros del nuevo desarrollo nuclear y tecnomilitar. Y, en efecto, la importancia que tanto teórica como socialmente están ganando estos grupos de defensa civil, en particular en los países de Europa Central, constituye una amenaza para la estabilidad de un sistema político conservador internacional que define implícitamente la guerra como la última consecuencia de su lógica de la dominación.

Sin embargo, los conflictos y la irracionalidad de la civilización tecnoindustrial, desde su creciente potencial destructivo, militar o ecológico, hasta el imperio de la fealdad que universalmente impone, trascienden la dialéctica de derechas e izquierdas, al menos en sus formas tradicionales, como trascienden también las formas de confrontación ideológica, política y militar entre las superpotencias mundiales. Rebasan sus estrechos marcos de diálogo porque el fondo del problema está, por así decirlo, en otra parte: en la misma lógica de la dominación científico-técnica tal como ha sido configurada a partir de las ciencias modernas. Desde comienzos de siglo, la crítica filosófica ha advertido sobre la regresión cultural que entrañaba el dominio de una racionalidad de carácter exclusivamente instrumental. Desde comienzos de siglo, el pensamiento europeo ha llamado insistentemente la atención sobre la dialéctica de progreso y destrucción inherente a las maquinarias de dominación tecnológica de la naturaleza y la vida humana. Estas críticas de la civilización industrial no atacaban el sistema de la razón, ni el espíritu del progreso que

alentó los momentos más intensos de la historia cultural de Occidente; atacaban estrictamente la magnitud de un sistema tecnoindustrial y tecnomilitar cuya destructiva lógica pone en tela de juicio la misma capacidad humana de gobernar racionalmente, su propia existencia. Era y es la crítica a una forma de progreso que ha arrebatado al hombre moderno cualquier esperanza histórica. Hoy, en fin, estamos viviendo un momento histórico en el que el mismo pesimismo o el escepticismo, lejos de reflejar una distancia crítica con respecto a la lógica de la destrucción, se han convertido en el último argumento que un sistema internacional de poder, en el fondo totalitario, esgrime como medio de paralización de la sociedad civil bajo los signos universales de una creciente angustia colectiva.

La solución política inmediata a la peligrosidad inherente de sus aventuras tecnomilitares son más estrictas formas de control tecnoburocrático. En líneas generales, la creciente fragilidad d el equilibrio social y ecológico consecuente al desarrollo de dispositivos tecnológicos cada día más poderosos es compensada con una creciente severidad de los controles tecnocráticos de la sociedad. En sus formas extremas, las medidas tecnológicas de control terapéutico de la población civil ya someten hoy al individuo a un sistema organizativo que en sus últimos efectos no es menos totalitario que el tradicional concepto de militarización de la sociedad por el hecho de que sus legitimacíones sean tecnológicas, y no doctrinarias a la vieja usanza. El precio de los conceptos tecnoburocráticos de seguridad frente a un desarrollo tecnológico y militar de creciente peligrosidad es una progresiva pérdida de autonomía del individuo.

La debilidad del sistema tecnoindustrial no reside hoy solamente en su ostensiva destrucción de la naturaleza y de las culturas históricas, sino, sobre todo, en la progresiva pérdida de libertad social que su desarrollo preside. Su debilidad consiste en que a sus formas de poder y de progreso le es inherente la ausencia de futuro. Pero quizá haga falta todavía más violencia tecnológicamente concertada, y más accidentes, que el creciente saldo negativo de malestar cultural y desesperación genere más subversión, y que la reproducción de este sistema alcance el colapso, para que las naciones y los pueblos comprendan que la única garantía para la sobrevivencia. no son más ni mejores armas, sino nuevas, y más radicales formas de solidaridad internacional y democracia real.

La visión más fría de la gradual degradación física, psicológica y estética del mundo no legitima hoy, sin embargo, el pesimismo histórico. En el actual momento histórico, la lógica de la dominación es explícitamente una lógica de la muerte. Pero la misma situación límite en la que progresivarnente nos adentramos está generando ya las fuerzas intelectuales, sociales y tecnológicas encaminadas a la reconstrucción. Todavía no hace muchos años que las alternativas ecologistas desarrolladas por grupos minoritarios, en Centroeuropa y en Norteamérica, se contemplabain despectivamente como una tierna utopla retrógrada. En 1984, la desertización de los bosques de Europa Central colocó a aquellos mismos experimentos en el centro de un programa ambiental que agrupaba indistintamente fuerzas políticas de derecha y de izquierda, y que logró traspasar las en otros conceptos infranqueables fronteras militares que dividen el continente europeo. El actual accidente de Chernobil está llamado a fomentar nuevas estrategias de cooperación ambiental, porque su premonitoria destrucción ecológica, aparece visiblemente como un decisivo factor de regresión económica y política. La recuperación ambiental, que comprendle desde la estética de zonas urbanas degradadas por el crecimiento industrial descontrolado hasta la regeneración ecológica del destruido equilibrio entre civilización y naturaleza, constituye un factor económico de primera importancia de cara al futuro.

Los diferentes conceptos de recuperación y reconstrucción ambientales, el desarrollo de tecnologías blandas, las experiencias alternativas que abarcan las más amplias funciones sociales, desde el urbanismo hasta la clínica, anticipan hoy el nuevo ideal de progreso que necesariamente tiene que contemplar el próximo milenio. Se trata de una figura del progreso radicalmente diferente, desde sus presupuestos epistemológicos hasta sus implicaciones sociales y políticas, a las categorías de crecimiento y de racionalidad tecnoeconómicos que han sido dominantes en la era industrial. Un concepto de progreso que sólo puede llegar a configurarse a través de la cooperación entre una teoría crítica de la cultura y la experirnentación de aquellas tecnologías y proyectos económicos sensibles a los nexos sociales y ambientales del desarrollo moderno. Un progreso cuya premisa metodológica se define en términos de autonomía moral y de sobrevivencia. Sin duda alguna, el egoísmo de grupos de poder económico, la ceguera tecnocrática y, no en último lugar, la corrupción administrativa seguirán poniendo obstáculos a la constitución de sus objetivos. Pero precisamente aqueilas naciones o aquellas culturas que opten por preservar la somnolencia intelectual que, hoy permite olvidar la pesadilla real que vivimos se condenarán nuevamente a una nueva forma de subdesarrollo y decadencia.

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