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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después de Chernobil

EL ACCIDENTE ocurrido en la central nuclear de Chernobil, en la República Socialista Soviética de Ucrania, continúa suscitando, casi dos semanas después, más interrogantes que respuestas. Algunos de ellos afectan ya a nuestro país, donde se han detectado incrementos de iodo radiactivo en muestras de orina humana, y han suscitado la petición de medidas cautelares por parte de alguna personalidad médica, obligando a suspender todo tipo de importaciones de alimentos de los países del Este.Las autoridades soviéticas se han distinguido, una vez más, por su amor a la censura y su rechazo a la informacióri, y probablemente habrá de pasar mucho tiempo antes de que se conozcan con fiabilidad tanto las causas inmediatas o remotas del siniestro como sus efectos reales.

Con todo, los soviéticos han reconocido que el de Chernobil es el "más grave accidente de la historia de la energía nuclear civil" y que sus efectos supondrán "un duro golpe para esta forma de energía no sólo en la URSS, sino en todo el inundo". Medios occidentales favorables a la energía nuclear, como el semanario británico The Economist, señalan, por su parte, que no puede afirmarse ya que esa técnica haya "superado la prueba de la práctica" en lo referente a la seguridad y que a partir de ahora "el debate no se planteará ya nunca en los mismos términos".

Lo peor que puede hacerse en esta ocasión es contribuir, una vez más, a la ideologización de un debate que afecta a las formas de vida de media humanidad, independientemente del régimen político en el que vivan sus habitantes. Atribuir al modelo de sociedad occidental, por sí mismo, efectos redentores sobre los riesgos inherentes a unas determinadas opciones tecnológicas es cosa tan ingenua como la fe de los doctrinarios de izquierda en que la existencia de una sociedad "no regida por la lógica del beneficio privado" constituiría una garantía solvente contra dichos riesgos.

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Está casi fuera de duda que las centrales soviéticas son menos seguras que las de otros países, aunque especialistas franceses han negado recientemente que pueda hablarse de una diferencia cualitativa al respecto. Esto es, sobre todo, porque la ausencia de libertades e información en la Unión Soviética contribuyen a que las demandas de la población por la seguridad sean menores, y la presión de la opinión pública sobre el poder, inexistente. Por último, parte del movimiento ecologista español se encuentra hoy enmarcado en una plataforma electoral dirigida por un partido comunista al que han regresado las facciones de obediencia soviética, después de que sus líderes viajaran a Moscú; ello coloca a esas débiles expresiones de los verdes en situación desairada a la hora de protestar contra las violaciones nucleares, y de todo género, que la Unión Soviética comete. Pero, con ser interesantes todas esas cuestiones, ninguna afecta al fondo del problema. Y éste es que todos los informes técnicos elaborados en los últimos 30 años en Estados Unidos y Europa occidental coinciden en afirmar que, en el estado actual de conocimientos, no es descartable la hipótesis de accidentes graves en cualquier central nuclear del mundo, incluyendo las consideradas más seguras.

La Comunidad Europea estudia en estos momentos declarar en cuarentena los alimentos importados de los países del Este afectados por la nube radiactiva -la Comisión Europea, por el momento, ha prohibido la importación de todo tipo de carne y de ejemplares de bovino y porcino vivos-, y los Gobiernos de numerosas naciones, varios de ellos situados a miles de kilómetros de Ucrania, han combinado la difusión de mensajes tranquilizadores a la población con la adopción de severas medidas sobre el consumo de determinados productos (leche y verduras, en particular). Ello parece indicar que las tradicionales advertencias sobre los efectos indirectos de un eventual accidente nuclear distaban de ser descabelladas o gratuitamente alarmistas. Los Gobiernos de los países que se han visto afectados por el aumento anormal de las radiaciones insisten en que éstas se mantienen en "límites admisibles". Pero el informe Kemeny, elaborado a petición del entonces presidente Carter tras el accidente de Harrisburg, en 1979, puso de relieve que se desconocían los efectos a largo plazo de dosis bajas de radiactividad. y, en particular, su posible incidencia sobre la aparición de distintos tipos de cáncer.

La organización Greenpeace estima en 30.000 el número de personas afectadas de manera directa, en un radio de 30 kilómetros en torno a Chernobil, por el accidente de la central ucraniana. Un tercio de esas personas correría, según dicha organización, serio peligro de contraer un cáncer. La zona de Chernobil, donde ya se han registrado tres muertos y es presumible un número elevado de enfermos muy graves, tiene una baja densidad de población. Cabe preguntarse qué hubiera ocurrido de producirse el accidente en cualquiera de las decenas de plantas nucleares ubicadas en las inmediaciones de zonas urbanas a lo largo de todo el mundo. Valga un ejemplo: en un radio de 30 kilómetros en torno a la central de Lemóniz, hoy paralizada, vive cerca de un millón de personas. La posibilidad de evacuar en unas pocas horas a una población tan numerosa parece dudosa.

Chernobil ha puesto de manifiesto la existencia de un riesgo transnacional incontrolado. Un problema que hasta el momento sólo había sido planteado en el terreno teórico -conflictos diplomáticos entre Canadá y Estados Unidos, Suiza y Austria, la República Democrática Alemana y los países escandinavos, por la construcción de centrales nucleares en zonas próximas a las fronteras respectivas- adquiere ahora una dimensión práctica. No existe todavía una normativa de ámbito internacional que regule estos peligros y se impone siempre el criterio de la soberanía de cada país. Tras Chernobil queda bien claro que las decisiones adoptadas por cada Estado en materia energética afectan no sólo a los países vecinos, sino incluso a los situados a miles de kilómetros de distancia, sin que los efectos de eventuales accidentes se detengan ante fronteras físicas, administrativas o ideológicas.

Las valoraciones sobre las ventajas de la energía nuclear, apoyadas en su menor coste respecto a otras fuentes alternativas, tendrán que ser también revisadas a la luz del coste adicional que supondrá la aplicación de las medidas de seguridad necesarias después de lo sucedido en la central ucraniana. De momento, y a la vista de los daños elevadísimos ocasionados a la agricultura de decenas de países, así como al comercio relacionado con productos alimenticios, y de los gastos realizados en medidas sanitarias no proyectadas, es previsible que las pólizas de seguro que las empresas propietarias de centrales nucleares están obligadas a suscribir experimentarán un fuerte incremento, que habrá de repercutir en el costo total de la energía. En definitiva, después del accidente de Chernobil, el debate sobre las opciones energéticas deberá plantearse en términos nuevos.

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