Mil kilómetros sin cantar gol
Habían llegado de todas partes hasta Sevilla para poder cantar gol. Habían engalanado el Sánchez Pizjuán como si fuera el Camp Nou la noche en que llegaron los suecos con el ansioso deseo de demostrar a medio mundo que el Barça es el mejor de Europa. Pero 120 minutos de juego y cuatro lanzamientos desde el punto de penalti no bastaron para poder cantar gol.
Habían invadido Sevilla con todos los medios de locomoción posible. Los más afortunados, en avión. Los más pacientes, en tren. Los más arriesgados, en sus coches particulares. Los más bullangueros, en autocar. Hasta en bicicleta llegaron a Sevilla. Pero no pudieron cantar gol.
Casi todos habían recorrido más de 1.000 kilómetros para ver en directo la consagración de sus colores. Allí estaban los de Tiana, los de la Gran Penya de Tarragona i Provincia, los de Tossa, los de Sant Vicenç die Castellet, los de Súria. Hasta de Perpiñán llegaron para darle color y euforia al Sánchez Pizjuán. Pero no pudieron cantar gol.
Tampoco cantaron gol los que llegaron de l'Ametlla de Mar, ni los de El Perelló, ni los de Arenys de Mar, ni los de Torredembarra, ni los de Sant Boi, ni los de Vic. Tampoco faltaron los barcelonistas de adopción, los exiliados: los de Madrid, los de Águilas, los de Pinos Puente, los de Casabermeja.
Tuvieron 90 minutos de partido para cumplir su sueño. Pero 90 minutos no bastaban para que el Sánchez Pizjuán reventara en ese momento ansiado por miles de aficionados. No bastaba tampoco con 30 minutos de prórroga para dar escape a tanta euforia contenida. Ni siquiera los penaltis permitirían a esos casi 40.000 aficionados compensar una noche en vela, 1.000 kilómetros de carretera, de tren, de cansancio. Cuatro veces estuvieron a punto de estallar, un estallido que no iba a ser ya aquél tan ansiado, sino el más inquieto y menos eufórico de los penaltis. Pero ni Alexanco, ni Pedraza, ni Pichi Alonso ni Marcos les permitieron vibrar con el mágico canto del gol.
Sólo Urruti les dio un poco de alegría: la alegre esperanza del que se sabe moribundo, pero no muerto. Pero no bastaba con eso. Hacía falta un gol, un gol que ya no llegará. Al final, sólo quedaban 1.000 kilómetros más de viaje triste. Otra noche en vela. Y sin cenar, porque no pudieron cantar gol.
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