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La sociedad de consumo

Muchos de aquellos que, pomposamente, osan ahora llamarse intelectuales, eran marxistas en su juventud y admiraban la revolución cubana, están ahora entristecidos y, llenos de dudas y vacilaciones. Pero coinciden en algo que les ha quedado como una resaca tras la borrachera eufórica: coinciden en el ataque a Estados Unidos. Los norteamericanos representan el mal universal, son los culpables de todas las desdichas, incluida. la denostada sociedad de consumo. Una versión simple y maniqueísta.No hay día sin ataque a la sociedad de consumo. Ropa, televisión, alimentos, automóviles, ocio, bebidas, humo, placer, todo es consumo y capitalismo. Tiene que extirparse de raíz.

Todavía existen entre nosotros los nostálgicos que repiten los melancólicos versos de Jorge Manrique: "Todo tiempo pasado fue mejor". ¡Como si fueran una doctrina infalible y no el dolor de un hombre sin esperanza! Pero, ¿cómo creer hoy en la amargura de ese lamento? ¿Qué pasado no está hecho de presentes que no se acaban nunca? ¿Existe, en realidad, el pasado? Yo creo que sí, pero dejo hoy a los historiadores y a los arqueólogos que se ocupen de él. Porque la historia no es más que el olvido de la sangre vertida, a menudo inútilmente (por eso es tan bueno convertir los recuerdos en historia).

Parece que fue ayer, solemos decir los seres humanos para construir una metáfora sobre la dictadura del tiempo o la voracidad de nuestras propias vidas. Y, en verdad, fue ayer; entonces se iniciaba la octava década del siglo, la más inaudita, la más valiosa, la más contradictoria, y también la más alarmante.

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¿Es posible admitir que las dos décadas anteriores superan a ésta que ya se esfuma? De los miles de millones de habitantes que pueblan el mundo, ¿cuántos son capaces de destruir la civilización de consumo sin pensar en quienes ni siquiera la conocen de nombre? Mao Zedong debió encender el corazón de los jóvenes y pagarles visitas a Pekín y Shangai para quitar de China ese espantajo; Gorbachov -como antes Andropov, y antes que Andropov, Jruschov- no cesan de repetir su impotencia para aventajar al capitalismo en la producción de bienes y, de paso, terminar con las colas donde venden artículos de contrabando introducidos por la frontera con Finlandia.

Civilización de consumo. En sus bastiones -Estados Unidos, Canadá, Japón, Mercado Común- se alzan contra ella algunos de los que la heredaron de sus padres, y donde sólo es dominio de la privilegiada nomenklatura, inmensas multitudes le han demostrado su cariño huyendo hacia ella para trabajar en lo que sea, mientras haya progreso, libertad y consumo.

Ese vaivén caracteriza la década que consolidó y repudió la civilización de consumo. Los trasplantes cardiacos están borrando la frontera entre la vida y la muerte; las píldoras anticonceptivas sofocan la explosión demográfica; la cibernética extiende su ayuda al hombre casi hasta reemplazarlo -el computador de la tercera generación no es una broma-; la doctora Ana Aslan y el KH-3 renuevan los tejidos y templan la vejez. Se decreta la agonía de Dios; los cigarrillos son lights; las faldas se alargan, y se acortan y se alargan; los terráqueos llegan a la Luna y practican el week-end en el espacio; los sexos ya no son dos, sino tres o cuatro.

Nunca, antes, la ciencia y la técnica han conocido un empujón semejante; jamás los medios de comunicación alcanzaron un desarrollo similar ni las fuerzas económicas se adueñaron, en tal magnitud, del trabajo, el talento, los recursos naturales; en ninguna época anterior la prosperidad bañó a tantos países privilegia-

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dos. Pero quizá el hombre pone plataformas en las galaxias porque sigue conviviendo a disgusto en su planeta. Antes, comer, vestirse, no tener frío, eran necesidades imperiosas. La vida tenía así un sentido: la satisfacción de estas necesidades. Apenas quedaba tiempo para otras cuestiones. Hoy es más complicado, menos simple. Ésta es, pues, una de cada de urgencias; no es, en consecuencia, exagerado ver en las reacciones de la juventud el desengaño de quienes están cansados de esperar ese mundo feliz que parecía despuntar en los albores del sesenta. Y, sin embargo, esta mezcla dispar, esta experimentación, este sube y baja, señalan la pauta de esta sociedad de consumo. Los años locos son cuerdos si se les compara con estos que hoy concluyen; acaso en el 2000 se mire con displicencia a esta década de los ochenta, si el hombre es capaz de embarcarse en rutas aún más vanguardistas, si no se asusta y responde, ante los avances innovadores, con un conservatismo cobarde. Mientras tanto, no es una perogrullada felicitarnos por vivir en esta civilización de consumo. Somos unos privilegiados por no estar en el Sur, que es, a grandes rasgos, la pobreza; ni en el Este, que es la falta de libertad.

Octavio Paz dice que Estados Unidos es, en la historial el único país moderno, el primer país creado de manera deliberada y no un producto de fuerzas históricas oscuras. Un país consumido por una inmigración activa que ha intentado construir una utopía en una tierra virgen, y la utopía, por definición, está fuera de la historia. Y esa misma modernidad de Norteamérica ha liberado los espíritus, ha destruido las supersticiones y ha provocado un progreso económico enorme. Pero, en revancha, ha dejado un enorme vacío en las conciencias.

Sí. Es muy difícil ser libre. Ahí reside, quizá, el gran problema del hombre moderno: la gran dificultad de ser libre y estar solo. Soledad triple, pues es afectiva, existencial y social. Es decir, ese individuo vulnerable, impotente, que aspira a que otros se ocupen de él, se encuentra solo y desamparado. Sin Dios, sin padre, sin Estado. Sin el amor que dura siempre. Y vivir no es existir. Vivir es fácil. Es respirar, comer, dormir. Existir, en cambio, es encontrar un sentido a la vida.

¡Pobre hombre, niño perpetuo que en algún momento de su vida pretende, estúpidamente, jugar a ser adulto! Como dice claramente un adhesivo norteamericano para coches, "aquel que tiene más juguetes cuando muere es el que ha ganado".

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