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Los frutos de una iluminación

¿Ha muerto verdaderamente Eliade? Esta pregunta escéptica nos viene a los labios cuando desaparece un ser humano que ha sido decisivo no sólo en nuestra vida y en nuestra, formación, sino también clave en la, historia del pensamiento universal. ¿Sólo del pensamiento? Jue Eliade exclusivamente un pensador, un infatigable erudito, un historiador total de las religiones?Evidentemente, la personalidad del escritor rumano va mucho más allá del ámbito de los altos estudios especializados. Y no sólo porque también fue un literato, un raro y originalísimo creador (véanse, por ejemplo, las tres novelas suyas, que se han editado en nuestro país). Eliade fue, ante todo, un revelador de realidades premeditadamente sepultadas,, Y lo fue por una primerísima razón: porque tenía una concepción lúcida y global de nuestro mundo.

Para ello se sumergió de lleno -sintonizó- en los orígenes. Se zambulló allá donde las fechas, y los libros, y los nombres, y los dogmas de los humanos, no habían penetrado la verdad para deformarla. Pero ¿qué realidad era ésta? La arquetípica del espacio fundacional, que los primitivos sufrieron pacientemente y que los apresurados hombres del siglo XX necesitamos como el aire que respiramos.

Se han sucedido las religiones, las ideologías, los sistemas del pensamiento; la historia ha repetido sus zarpazos, se han sucedido las disputas y las sangres, pero en el fondo siempre está esa imagen que nos ayuda a seguir, que es faro y norte para toda confusión del ánimo: el simple espacio desnudo -cielo arriba, tierra abajo- en el que el hornbre se siente vivir y reflexionar, en el que el hombre respira relajado o tenso, en el que la realidad se toma sueño y, a veces -muy pocas veces-, los sueños, por razones aparentemente inexplicables, se vuelven realidades.

En la raíz de la ejemplar e irrepetible aventura intelectual de Eliade está su aprendizaje, nítidamente reflejado en sus Diarios y Memorias, y en algunos libros decisivos, como el de entrevistas titulado La prueba del laberinto, un libro, este último, que -más allá de los hallazgos eruditos- podemos considerar la síntesis; más a mano de su saber; la síntesis de una verdad transmitida desde la sencillez y la naturalidad de una conversación.

Pero el centro del mensaje de Eliade está en la asimilación de algo que no nos cansaremos de repetir: el de la necesarísima. aproximación del pensamiento oriental al occidental; aproximación no en lo que ambas concepciones del mundo tienen de dogmáticas, sino de identificación subterránea y fértil. Necesidad de una fusión flexible de saberes primordiales, de certezas relativas, de sentires armónicos, de un conocimiento que, estando libre de soberbia, fue absolutamente sistemático.

Todo es, en la sustancia del pensamiento de Mircea Eliade, como en la luz y en la brisa que nos golpea en los ojos: natural y plena. No es por ello nada casual, ni es una curiosidad, que ante la noticia de su muerte las agencias de todo el mundo hayan difundido una imagen singular de Eliade: la del joven yogui que a los 20 años fue a buscar la luz del conocimiento a las laderas del Himalaya, a la India. Aquella estancia, aquella prueba serían decisivas. Jamás podremos pagarle los frutos que nos ha dejado su vida laboriosa, los frutos que germinaron en aquella primera iluminación.

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