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Razón y anarquía

Fue Godard quien bautizó a los estudiantes de los años sesenta como los hijos de Marx y la coca cola: una simpática y atolondrada mezcla de ideología marxista y consumo capitalista. Aquellos estudiantes escuchaban hechizados, de labios de ancianos pensadores, como Sartre, Marcuse o Russell, y de jóvenes figuras entonces emergentes, como Foucault, Habernas o Chomsky, una predicación revolución aria que les hablaba de la miseria de la injusticia y de la miseria del poder.Hoy el escenario es distinto. La crisis del petróleo, los nuevos conflictos bélicos, la continuación de la carrera de armamentos y el resurgimiento de los fundamentalismos han cambiado el agresivo discurso revolucionario por el lastimero parlamento posmoderno, que llora la muerte de la utopía de la izquierda. No es de extrañar que, mientras tanto, muchos de los que fueron estudiantes en los años sesenta hayan aligerado su explosiva carga adolescente por el sencillo procedimiento de dar de lado a Marx y quedarse con la coca cola.

El nuevo giro político-cultural moderó el radicalismo de Habermas y determinó en el último Foucault un cierto alejamiento de la política. El resultado es que el único de aquellos tres jóvenes gurús de los años sesenta que se mantiene, hoy como ayer, en la brecha del pensamiento revolucionario es Noam Chomsky. A sus campañas y libros contra la guerra de Vietnam han seguido otras campañas y otros libros, como su reciente obra sobre el problema de Israel o la aun más reciente Cambio de marea (1985) sobre la política yanqui en Centroamérica.

Sin embargo, lo que más decisivamente acredita a Chomsky como revolucionario no son, por paradójico que esto pueda parecer, sus acciones políticas, sino sus teorías científicas. Hace 30 años, cuando el joven becario Chomsky redactaba un voluminoso escrito fundacional cuyo resumen vería la luz en el libro-manifiesto Estructuras sintácticas (1957)-, el paradigma intelectual reinante en el mundo anglosajón era un empirismo sobrecargado de dogmas positivistas y conductistas y anquilosado por una inveterada falta de confrontación con puntos de vista alternativos.

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A este paradigma le opuso Chomsky el modelo de la gramática generativa. Para el célebre conductista Skinner, el dominio del lenguaje es algo que se adquiere como una disciplina impuesta desde fuera. Algo comparable, por usar la metáfora de Quine, a la pulida superficie que labran las tijeras del jardinero en un macizo de arbustos. La hipótesis de trabajo de Chomsky consistió en mantener que el lenguaje es, como pensaba Descartes, lo que diferencia radicalmente al hombre de los animales y lo que garantiza su creatividad. No puede ser, por tanto, algo que nos venga impuesto exteriormente. No es un fenómeno social, sino natural, y tiene que ver más con Darwin que con Pestalozzi. Forma, en una palabra, parte de nuestro programa genético, y sólo así puede tener alguna explicación el asombroso hecho cotidiano de que un niño de corta edad, sin haber tenido más maestro que el iletrado ejemplo de su padre o de su madre, sepa hablar ya antes de ingresar en la escuela.

El aire a la vez racionalista y romántico de este modelo tiene antecedentes en Descartes y Humboldt. Pero el genio de Chomsky ha sabido desarrollar y precisar sistemáticamente el borroso contenido de intuiciones clásicas con el moderno aparato formal de la teoría de funciones recursivas y los métodos de árboles lógicos.

La revolución teórica de Chomsky ha significado para las ciencias del lenguaje, como ha escrito Carlos Otero, un cambio de horizonte parecido al que imprimió Galileo a la ciencia de la mecánica. También es claro que el desarrollo de la gramática generativa guarda cierta relación con la revolución de los computadores. Pero esa relación es sólo externa. Chonisky niega que el lenguaje pueda ser producto de un computador ni de una máquina de estados finitos, porque piensa con Descartes que es vehículo de la creatividad de la mente. El lenguaje es para él, sencillamente, el signo externo más evidente de que el hombre tiene una naturaleza humana.

Pero la tesis de que ell hombre tiene una naturaleía que le es propia sirve para tender un puente entre la teoría del ideal racionalista y la praxis del ideal anarquista. El apetito niatural de los gobernantes, tanto si pertenecen a Gobiernos ficticios -como los descritos, por ejemplo, en las obras de Orwell o Skineercomo si pertenecen a Gobiernos reales -baste pensar, por ejem

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plo, en los Gobiernos de las actuales democracias del Este o del Oeste- es un apetito que propende a dar por supuesto que el hombre es una materia totalmente plástica, tan moldeable como la arcilla o la cera. Es el más cómodo de los supuestos para quien aspire a manipular a placer la opinión, la hacienda y la vida de los ciudadanos. El hecho de que el hombre tenga una naturaleza propia, que no se deja modificar por la voluntad de los príncipes, es la mejor garantía contra la miseria del poder político y la más inagotable fuente de resistencia contra los abusos de ese poder. Ésta es una de las razones por las cuales prefiere anteponer Chomsky al conformismo del ideal liberal la rebeldía del ideal libertario.

Marx no ocultó nunca su simpatía por la rebelde figura de Prometeo, que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. Si el lenguaje es, según los clásicos, espejo de la mente, debe ser, como ella, fuente de conocimiento y fuente de libertad, que es tanto como decir de rebeldía.

Pero si, según el modelo de Chomsky, el lenguaje es un hecho evolutivo, debió haber un día en que -con o sin el beneplácito de los dioses- el juego de dados de la selección natural nos deparó esa suerte. Quizá pueda decirse que fue ese día -tal vez incluso antes de que descubriésemos el control del fuego físico sobre la tierra- cuando le fue otorgado al hombre el fuego de Prometeo.

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