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El dilema del fumador

El fumador quiere dejar de fumar, daría cualquier cosa por no fumar. Sin embargo, no deja de fumar y, por tanto, en algún sentido, quiere seguir fumando. Ése es el dilema del fumador.El fumador no es masoquista. No quiere llenar sus pulmones de alquitrán ni su sangre de nicotina. No quiere incrementar su riesgo de contraer cáncer, enfisema o ataque al corazón. No elegiría voluntariamente abreviar su vida ni lastrarla con achaques y enfermedades. El fumador tampoco es sádico. No tiene deseo alguno de molestar ni perjudicar a la salud de sus parientes, amigos y colegas, ni siquiera a la de los desconocidos con los que accidentalmente coincide en algún local cerrado. Desde que se ha enterado de las consecuencias de su hábito, el fumador quiere dejar de fumar. El problema es que no puede.

El fumador no es libre de dejar de fumar, no porque los demás se lo impidan, sino porque el impedimento lo tiene dentro, en forma de adicción. En cuanto deja de fumar, siente un desasosiego característico, conocido como síndrome de abstinencia. Conforme este desasosiego crece, el fumador olvida su propósito anterior y siente más y más ganas de fumar. Quiere fumar. Y fuma, con lo cual se le calma el desasosiego producido por la abstinencia.

No se trata de que el fumador sea un hedonista y el fumar le produzca un gran placer. De lo que se trata es de que el fumador se siente mal si no fuma. Cuando finalmente vuelve a fumar, siente el mismo tipo de alivio que siente alguien a quien le están pisando cuando dejan de pisarlo. Todo lo que el fumador consigue fumando es sentirse en el mismo estado psíquico en que se siente el no fumador no fumando. El fumador está pagando con su salud un bienestar que el no fumador obtiene gratis. Su negocio placentero es pésimo, y él lo sabe. Por eso quiere dejar de fumar. Pero el malestar que siente, si pone en práctica su propósito, también es real. Por eso quiere seguir fumando.

El fumador es consciente de su adicción. Sabe que es difícil cumplir su propósito de dejar de fumar, porque ya es adicto a la nicotina. Y retrospectivamente lamenta que no se le hubiera informado suficientemente de los efectos de la adicción, antes de haberla adquirido. Si hubiera sabido lo que le esperaba, habría decidido no fumar, y no le habría costado nada poner en práctica su decisión. Pero cuando empezó a fumar, nadie le informó de un modo adecuado acerca de las futuras consecuencias de su acción. Es como el conductor que, por falta de señalización inicial, se adentra en una ruta peligrosa y, cuando decide dar media vuelta, lo angosto de la calzada se lo impide.

Durante muchos años, la industria tabaquera ha gastado ingentes sumas de dinero en desinformar al público sobre los efectos del tabaco. Yo creo que la publicidad en general contribuye positivamente a nuestro mejor conocimiento de los bienes y servicios que ofrece el mercado.

Pero hay excepciones, y ésta es una de las más llamativas. Un producto que deteriora gravemente la salud, contribuye a la decrepitud prematura y es preferentemente consumido por las capas más pobres e incultas de la población, es presentado como asociado a la salud, el deporte, la juventud y el éxito.

En los países más desarrollados esto ha cambiado. Por un lado, se ha ido limitando y prohibiendo la publicidad del tabaco. Por otro, se han tomado medidas eficaces para informar al público de las consecuencias de la adicción tabaquista. El efecto ha sido espectacular. Cualquiera que haya estado recientemente en California o en Suecia, por ejem plo, se habrá dado cuenta de que ya casi nadie fuma. Pocos empiezan a fumar y la mayoría de los que fumaban lo han dejado.

Mientras el tabaquismo se bate en retirada en los países Pasa a la página 12

El dilema del fumador

Viene de la página 11

más desarrollados, en los subdesarrollados está experimentando una expansión sin precedentes, fomentada tanto por las empresas multinacionales privadas (que buscan abrir nuevos mercados que compensen la pérdida de los antiguos) como por los monopolios públicos (azuzados por la codicia recaudatoria de los Gobiernos, que encuentran en el consumo de tabaco una fuente bien venida de ingresos fiscales). España (junto con Grecia) es la actual campeona de Europa en esta especialidad tan poco olímpica del consumo de nicotina per cápita. También en el consumo de cocaína y otras drogas estamos escalando las primeras posiciones. Y no será la ingenua hipocresía de nuestros políticos y educadores que, pitillo en mano, despotrican contra la heroína, la que nos impedirá alcanzarlas.

El dilema del fumador es similar al del alcohólico o al del heroinómano. La adicción a las diversas drogas tiene una base fisiológica común, una cierta reacción bioquímica en el cerebro, en la que participa la norepinefrina. La clonidina bloquea esa reacción, y por ello reduce considerablemente los síntomas de abstinencia de fumadores, alcohólicos y heroinómanos, pero sus efectos secundarios, podrían ser tan indeseables como los de la adicción misma.

En realidad, para acabar con la adicción lo que hace falta es disolver las estructuras moleculares que provocan el síndrome de abstinencia. Y a ello pueden contribuir tanto o más eficazmente que los fármacos los esfuerzos conscientes del propio individuo, suficientemente informado y motivado. Nuestros actos conscientes de voluntad no son sino el aspecto mental o interno de ciertos fenómenos físico-químicos en nuestro cerebro. Por eso pueden tener consecuencias fisico-químicas, aunque por desgracia aún estamos lejos de entender perfectamente el proceso.

El dilema del fumador -y, en general, del drogadicto- surge de la falta de libertad. Los actos iniciales que lo llevaron a la adicción no fueron del todo libres, pues se realizaron bajo condiciones de información insuficiente. Donde no hay información adecuada no hay libertad completa. Y el actual dilema se le plantea al fumador, no porque no sepa lo que quiere -lo tiene claro, quiere dejar de fumar-, sino porque no es capaz (no es libre) de llevar a término sus propios objetivos y decisiones. Es un caso típico de lo que Aristóteles llamaba akrasía (falta de fuerza de voluntad), debida a la presencia de las estructuras moleculares de la adicción en el cerebro. Pero esas cadenas moleculares no constituyen un destino inexorable. Pueden ser rotas (aunque no fácilmente) mediante actos de libertad, de decisión reflexiva y bien informada.

La preocupación central de la filosofia daoísta china era la de cómo alcanzar una longevidad serena y risueña. El yoga indio siempre ha dado tanta importancia a la respiración como a la metafísica. Y Aristóteles pone como ejemplo de responsabilidad culpable la del que es feo o zafio no por razones congénitas, sino por falta de gimnasia. La filosofía no es sólo palabrería acerca de la palabrería. Es también búsqueda de la mejor vida posible, y reflexión sobre nuestros problemas prácticos, como el dilema del fumador. Una filosofía que ni siquiera sirva para dejar de fumar, para bien poco sirve.

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