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Toreo de paladar

Plaza de Las Ventas. 30 de marzo

Cuatro toros de Los Bayones; 3º y 6º, sobreros de Murteira y Martínez Elizondo, respectivamente. Todos con trapío, en general manejables. Curro Vázquez: estocada atravesadísima que asoma y tres descabellos (silencio); cuatro pinchazos y descabello (ovación y salida a los medios). Pepín Jiménez: pinchazo bajo y otro hondo caído (silencio). Media trasera (silencio). Curro Durán: pinchazo y estocada (aplausos y salida al tercio); dos pinchazos (silencio).

El toreo, si es bueno, se paladea igual que una golosina, y cuando ayer Curro Vázquez hacía ese toreo en el cuarto toro, el público lo gulusmeaba con delectación. Al salir de la plaza aún lo tenía en el paladar, y el caramelito no se le acababa, no se le acababa.. Normalmente, para que el público pueda disfrutar los aromas del toreo bueno, antes lo tiene que paladear su artífice, y así era ayer. Curro estaba, valiente frente al torazo pastueño. O ni eso. Valor y miedo son categorías inexistentes en cuanto el torero siente la llamada del arte y funde su creatividad con la nobleza del toro.Al primer muletazo, un ayudado cargando la suerte en los medios, ya se vio que la faena iba a tener el cariz de los grandes acontecimientos. Al segundo, desmayó a la arena el señuelo, y los fulgores de la inspiración ya estaban encendidos. Toreo en redondo, ni distanciado ni ceñido donde debía, para que la suerte se produjera en plenitud. Ligaba suavemente el de pecho al último tramo del redondo y lo ejecutaba de cabeza a rabo, cruzando la trayectoria en la medida que reclama para su emoción y belleza el clasicismo del muletazo. Pespunteó ayudados y pases de la firma con la misma fluidez y gusto que en el toreo fundamental.

Ya lo tenía todo hecho, dominado el toro, engolosinado el público, y hubo de echarlo a perder matando a la última. Estos genios del toreo incurren frecuentemente en unas contradicciones tan inexplicables e injustas, que merecen severos correctivos. El que sufrió ayer Curro Vázquez fue perder el triunfo de clamor que su arte había ganado sin reservas. Ni la vuelta al ruedo pudo dar. Pero es cierto que el público paladeaba su toreo bueno entonces, y después, y más de uno ni necesitó cenar.

Su otro toro, el que abrió plaza, había sido probón y áspero. Para conocer con precisión matemática si obedecía al recorrido de los muletazos típicos y su correspondiente ligazón, era necesario que Curro Vázquez le aguantara sin enmendarse ni un pelín las inciertas embestidas; ocurrencia que no tuvo el artista, cuya curiosidad científica no suele llegar a la autoinmolación, y se abstuvo de averiguarlo.

Hubo otros dos toros malos, en sentido amplio, y le correspondieron a Pepín Jiménez. En el primero de ellos lidió con excelente técnica, tomándole las distancias adecuadas para ejecutar con hondura los dos únicos pases seguidos que admitía, y no perdiéndole la cara, para librar el parón con que aceptaba el tercero. Al otro intentó administrale derechazos y naturales, sin éxito, y lo liquidó con decoro.

Pero hubo también otros dos toros buenos y esos difuminaron su boyantía en las desordenadas faenas de Curro Durán, que les cambiaba continuamente los terrenos y las distancias, y hasta el estilo, de manera que un pase lo citaba de largo, el siguiente en corto; por los adentros, o por las afueras, según le diera; en este se colocaba ofreciendo el medio-pecho, en aquel de costadillo.

Los toros estaban desconcertados. Mugían: "¿Qué pretende este hombre?". Querían embestir bien, y les salía mal. De principio, la gente jaleaba a Curro Durán y la clientela de sol le aclamaba oles encendidos. Pronto decayó el entusiasmo y, muleteo adelante, la plaza entera esperaba pacientemente a que acabara de una vez. Sin enfadarse, ni nada. En realidad, la plaza entera no estaba en lo que estaba, pues aún paladeaba la golosina del toreo bueno, el del cuarto toro, que le satisfacía. Y allí se habría quedado, tan ricamente, hasta que cayera la noche, mirando a las estrellas.

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