Almuerzo con Laurent Fabius
Almuerzo con Fabius (durante el tiempo de su esplendor), confundido, por la ingenuidad de sus preguntas. ¿Qué quiere la gente? ¿Por qué no se entusiasman por nada? ¿Por qué todo lo que se hace por su bien se traduce en sondeos negativos mientras Reagan, con una política engañosa, con Líbano y con cáncer ve subir sus encuestas? Aquí se nota que la ingenuidad es auténtica. Este hombre de talento que, sin duda, no ha llegado a Matignon sin emplear alguna astucia o su inteligencia perversa debe saber tantear al que viene con mala intención, con mal humor, con mentiras, incluso con orgullo, desde cualquier trayectoria política exitosa.Este hombre puede afrontar, con cierto, candor, los complicados mecanismos de la indiferencia popular, deplorando la apatía y la resistencia, teniendo en cuenta la deslealtad de las masas que: no quieren someterse a la evidente buena, voluntad de los gobernantes, deplorando la falta de imaginación y de participación, la ausencia de mitos, etcétera (cuando es precisamente, a causa de esta indiferencia, por la que ellos están en el poder y seguramente permanecerán en él, ellos o la derecha de antes).
Hay que considerar que actualmente cualquier poder está fundado, ante todo, en la indiferencia, y de ahí su debilidad. Y es al precio de esta autodisuasión política por lo que se mantiene. Desde luego no se: trata en absoluto de entusiasmar a las masas, que en el fondo negocian con el poder su propia indiferencia. Deplorando el vacío de existencia social, sin aparentemente tomar consciencia del vacío del lugar del. poder mismo. Todo esto confunde y uno se pregunta cómo políticos así pueden sobrevivir más de dos días en sus puestos.
El pueblo se aburre. Sorprendedle. Si no, se distraerá por sí mismo a costa, vuestra. Buscará lo asombroso en el espectáculo, si no lo encuentra en la escena política (de ahí el éxito de quienes divierten al público como Coluche o Montand o los escándalos). Pues lo asombroso y lo extraño, según Descartes, continúa siendo la pasión de las gentes y de los pueblos. ¿Golpearles diciéndoles la verdad? Es el leitmotiv de una, serie de políticos de izquierda. Una chorrada. La verdad es siempre muy peligrosa, ya que quien la dice es siempre el primero que cree en ella, y basta que un político crea en lo que dice para no ser creído. Es la natural corrupción del campo político y del campo del discurso en general. Si un primer ministro desconoce esto es a causa de su vanidad y ésta es la impresión que produce Fabius: seguro de su ambición y completamente ignorante de la inmoralidad de las costumbres (no de las de la clase política, sino de las de la estructura social completa: la inmoralidad de las masas). Tenía ante mí a la izquierda divina en persona.
Dicho esto en términos de gobierno, no basta con ser auténtico, no basta con decir la verdad; es necesario, además, el resplandor de la verdad. No vale mentir.
El resplandor de la mentira
A los socialistas siempre les faltará esto: resplandor. Habrán mentido, o habrán dicho siempre la verdad, pero no habrán sabido sacar nunca como consecuencia, ni de lo uno, ni de lo otro, una acción con resplandor. Pues la idea de Fabius (y de otros) no estaba equivocada: se puede hacer una política afortunada con la verdad. Pero no hay que creer nunca en la verdad de la verdad, pues entonces sólo se dice lo que hace falta para que solamente parezca verdad y se pierde así todo el efecto provocador. Hay que jugar con la verdad y no suponerla. He aquí todo el calvario político del asunto Greenpeace. Siempre la izquierda divina: toda la verdad y sólo la verdad. De esta manera se acaba en la mentira, incluso involuntariamente, desautorizándose, desuniéndose y ridiculizándose a la vista de todos.
Greenpeace fue un formidable ejemplo de este error estratégico sobre la verdad y la mentira en política. El poder no ha sabido, ni ha querido, ceder ni una pequeña parte de sí mismo: de su respetabilidad, de su virginidad. Con su acción no ha ganado nada del lado de la verdad: nadie lo ha creído y simbólicamente lo ha perdido todo (de nuevo el desconocimiento de la parte maldita de la política, con la que hay que saber jugar y a la que hay que sacrificar por encima de las reglas del juego).
Lo que produce admiración es la posibilidad de que un poder así permanezca en su sitio, después de semejante delito de torpeza y de cobardía políticas: es la prueba de que en el fondo ha conseguido ser indiferente a sí mismo. Éste es el punto crucial de nuestros sistemas: si las masas son indiferentes es que el poder se ha vuelto indiferente a sí mismo. Hay que decir que los propios medios de comunicación han entrado en este asunto y en tantos otros, con excepción de algún tímido y pequeño sobresalto, en el mismo pacto de cobardía sonámbula. Se diría que toda la sociedad francesa ha sido anestesiada con la llegada de la izquierda al poder (también los intelectuales, bien conocidos por su silencio). Se diría que toda la energía se ha extinguido en el acting-out de mayo del 81: una vez realizado este esfuerzo, la sociedad se ha desinteresado de la continuación con la convicción secreta de que ésta era una experiencia a ver tan sólo, para poner fin al suspense al comprobar al cabo la hipótesis socialista tanto tiempo retrasada y verificar al fin su inutilidad. Realmente, nadie ha creído en un electroshock social ni en un golpe de efecto político. Por tanto, nadie ha quedado decepcionado profundamente: la experiencia se parecía mucho más a una liquidación histórica, liquidación de toda una historia que no se había producido y que en adelante sería demasiado tarde para que se produjera.
Además, el hecho más evidente (y más positivo) de este período habrá sido la liquidación del PC. Todos se alegran de la liquidación del PC, hasta el punto de que la cosa parece sospechosa. Desde la izquierda a la derecha, todos se alegran de hacerle llevar el peso del muerto. Pero hay que saber que es toda la clase política la que se pudre y decae. El PC no es más que un síntoma y su decadencia no hace más que esconder la decadencia de toda una sociedad a la que sirve de coartada y de víctima simbólica. Dios sabe que el PC merece desaparecer, pero la arrogancia neoliberal de los otros, entre los que están los periodistas que forman parte ampliamente de esta "nueva sociedad dinámica y emprendedora", es ella misma fúnebre y obscena. Sus buenos colores son los de la descomposición política.
La abyección con que todas las clases de la sociedad francesa han absorbido todo el asunto Greenpeace, para terminar cobardemente con una capitulación ante la Armada, no es, ciertamente, un signo de vitalidad política. En este caso concreto, no es tanto a los servicios secretos a los que hay que acusar, pues en el fondo no han hecho más que su labor, sino a los medios de comunicación que han pactado ampliamente con la confusión engañosa de las esferas del poder. Hay que decir que los, socialistas, en el transcurso de: esta legislatura, han rendido todas sus armas: habrán capitulado en el plano de la Armada, de: la colonización, en el terreno nuclear y, más recientemente, en el plano de la empresa y del audiovisual. Una vez más "la imaginación en el poder" habrá sido la ejecutora de las maniobras de la derecha.
Ésta podría ser la visión objetiva más cruel del balance de cinco años de socialismo. Con esta perspectiva, a la izquierda, después de haber hecho su seudohistórica vuelta al ruedo, no le queda más que desaparecer, con los últimos destellos de SOS-racismo, SOS-fascismo, "socorro".
"Socorro", "la derecha vuelve", "touche pas a mon pote" ("no tocar a mi amigo", consigna del movimiento francés contra el racismo). Las chanzas miserabilistas de Coluche. Ahí, la sublime política llega francamente a la caricatura de la desublimación. La gran idea del principio se pierde en la nueva cocina del corazón.
Sucede algo parecido en el plano de la cultura.
La izquierda puede valerse durante todos estos años de una seria promoción cultural de la sociedad francesa (aunque se trate precisamente de una promoción dirigida, edificante y publicitaria). Pero se hablará sobre todo de los grandes proyectos: la Vilette, la. ópera de la Bastilla, el nueve, Louvre, la Pirámide, el Museo de Orsay, etcétera. Todos estos proyectos que, con justicia, se nombran como del "Elíseo"' testimonian, aquí también, una sublime: voluntad de la izquierda divina: acabar, culturalmente, la historia de Francia; constituir los signos evidentes de un gran pensamiento social. Sin embargo, si se observa detenidamente, las decisiones fundamentales tornadas en las últimas horas, en momentos difíciles y finales del régimen, van exactamente en sentido contrario: tratan sobre la Quinta Cadena, el grupo Hersaut, Disneylandia en Marne-la-Valée. Y aquí cae de golpe la sublime cultura de los grandes proyectos; reniega de sus principios y se deja llevar por las más vulgares formas de la cultura y de la comunicación. Sin hacer un juicio moral sobre el contenido de estas decisiones, podría decirse que aquí se trata de una desublimación brutal en el orden de la cultura, que alcanza a la otra, a la desublimación política expresada en la vulgaridad sentimental del efecto-Coluche. De un lado, la máscara idealista y altiva de Mitterrand y el orgullo cultura de los grandes proyectos, y del otro, Berlusconi y Coluche. Nadie está obligado a elegir.
Todo esto estaría en una línea de degradación, de una autodisuasión, de una autodestrucción de la izquierda en el poder (de alguna manera se ha autodesestabilizado a sí misma económicamente, en las nacionalizaciones; internacionalmente, en el asunto Greenpeace, o el propio Fabius, en su memorable duelo televisivo, con Chirac). Pero esta versión sería, sin duda, unilateral: además, sólo es verdad hasta el pasado verano y de ninguna forma lo es después.
De todas formas, algo ha cambiado subrepticiamente en el tablero político. Para decirlo brevemente, la izquierda no puede ser ya tan divina y la derecha no puede ser tan legítima y segura de sí misma. El intercambio de papeles termina siendo un cambio de comportamientos. La izquierda empieza a saber gobernar eficazmente (las estadísticas son, en todas partes, favorables), empieza, sobre todo, a tomarle
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gusto, a perder su mala fama y el complejo de fracaso y de torpeza que tenía estando en la oposición, de tal forma que en el poder no cesa de derrochar su gran potencial y su crédito en los más difíciles empeños.
Por el contrario, la derecha empieza a estar invadida por el complejo de división y la falta de ánimo. Ha perdido su buena suerte y su insolencia y hace todo lo que puede por evitar llegar al poder, como hizo durante largo tiempo la izquierda. Actualmente, esta oscilación puede interpretarse como positiva. Dicho esto, si se puede uno, felicitar del actual estado de cosas que la derecha ha heredado de la pusilanimidad de la izquierda, no es seguro que a largo plazo nos podamos felicitar de que la izquierda haya heredado el fariseísmo de la derecha. Puede ser que en este mutuo infección por sus virus respectivos, en ese intercambio altamente democrático entre los dos bloques de la clase política, no exista más que intercambio de caracteres negativos y regresivos, como ocurre en las mezclas biológicas. En este caso, evolucionaríamos hacia una situación todavía peor. El otro síntoma de esta toma de poder relativa, pero real, de la izquierda, aparecida bastante tiempo después de la toma oficial del poder, sería la repentina energía política de Mitterrand.
En dos meses, electrizado por esta tregua y esta futura situación ingobernable, vemos cómo da prueba de una voluntad política y cómo toma decisiones importantes, de una forma casi arbitraria. Se diría que ha comprendido que la arbitrariedad y la voluntad en relación a sus propios partidarios forman parte del arte de gobernar y no solamente la máscara y la moral. De pronto, pierde esta afectación desagradable que arrastra desde hace cinco años y se le puede ver relajado y hasta bromista en la televisión, frente a Mourousi.
Él, que ha fallado en todas las iniciativas un poco arriesgadas (la Expo, el referéndum, la ley escolar, Greenpeace, de nuevo), y se contenta con pasear por todas partes su máscara de comendador, llega, al fin, a tener tan mala suerte que es capaz de parar el vuelo del Concorde y el despegue de los cohetes. El fracaso del Ariane, un viernes 13, en su presencia, fue, ciertamente, el punto culminante del régimen y de su fracaso. Un presidente así no hubiera tenido ninguna oportunidad en una sociedad primitiva. Con tan mala suerte, se le habría sacrificado desde hace tiempo.
¿Es posible que haya llegado, por fin, a ser un hombre político? Pues, de todas formas, toda esta evolución de las cosas (la televisión privada, Disneylandia, incluso Jaruzelski) era inevitable y en sí mismas no son ni buenas ni malas (todo debate político o moral, alrededor de esto, es una triste simpleza). Lo esencial de esta evolución es que sea consecuencia de una decisión política, un acto, algo que sorprenda, que anticipe un proceso y que lo imponga. Quizá la política no es más que esto. Y hasta ahora esto le ha faltado cruelmente al poder socialista. Habremos obtenido en los momentos finales algunos destellos de un hombre que libera, por fin, una chispa de poder. El partido socialista no da la impresión de hallarse prendido por la misma inspiración y es precisamente, separándose caballerosamente, cuando Mitterrand se encuentra libre de actuar.
El primer síntoma negativo de esta nueva seguridad, de esta conversión pragmática en los asuntos, fue, precisamente, el fracaso de Fabius en la televisión: muy seguro de sí mismo, arrogante, advenedizo, sin dominar todavía los mecanismos simbólicos del Gobierno.
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