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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El diablo de la guarda

Dos redomados jugadores de ventaja del humor negro, ambos ingleses y ambos con la carrera y la vida afincadas en California, Raymond Chandler como guionista y Alfred Hitchcock como director, aliaron en 1951 sus recursos en este tremendo y a veces tremendista filme, para contarnos, siguiendo el relato de Patricia Highsmith, una de las historias más originales y penetrantes de la historia del cine de tensión e intriga.Bajo esa tensión y esa intriga, Alfred Hitchcock adosó sin forzamiento, por deducción natural del relato, una parábola moral -o con mayor precision habría que decir amoral, ya que encubre una burla de toda ética apariencial, un deslumbrante rizo del perturbador axioma del cínico: "Todos somos asesinos"- que se cuenta entre los más fértiles instantes de la imaginación subversiva -recuérdese Los pájaros- de este cineasta.

Extraños en un tren

Director: Alfred Hítchcock. Guión: Raymond Chandler y Czenzi Ormonte, según la novela de Patricia Higlismith. Fotografía: Robert Burks. Música: Dimitri Tiomkin. Producción norteamericana, Warner Bross, 1951. Intérpretes: Robert Walker, Farley Granger, Ruth Roman, Leo G. Carroli, Patricia Hitchcock, Laura Elliot. Reposición en Madrid: cine Infantas.

Algo innombrable es nombrado en este filme: la naturaleza contagiosa del crimen. El eje de Extraños en un tren es la fría indagación, con armas de gran pureza cinematográfica, en los abismos de un carácter humano como el del, pegadizo como una sombra, psicópata Bruno Anthony, que da pie a una formidable interpretación de Robert Walker, un actor que murió poco después de alcanzar su cima en esta película, cuando su talento estallaba y se adelantaba a la llegada de la generación de James Dean, Montgomery Clift, Marlon Brando y Paul Newrrian, que puso en solfa algunas tradiciones interpretativas vigentes en Hollywood hasta entonces.

La elaboración de este personaje es uno de los rasgos geniales de una obra, como la de Hitchcock, llena de ellos. Se trata de un dibujo perfecto de oscuras zonas del comportamiento humano que tozudamente se resisten a ser dibujadas, aquellas en que se funden, confunden y, en última instancia, identifican las pulsiones homicidas controladas del hombre normal con las pulsiones homicidas que el hombre anormal lleva a la práctica con naturalidad, a través de los mismos mecanismos de lógica desinhibida con que se relaciona, come, pasea, ama o duerme.

En el dúo protagonista Farley Granger-Robert Walker, el punto de identificación del espectador, es decir del hombre normal, es -y ahí debe buscarse la rtegrura específica de la visión del hombre de Hitchcock- el personaje anormal, el segundo. Se trata de un individuo reconocible y extremadamente molesto para quien le reconoce. Todos hemos tenido delante alguna vez a un sujeto de esta singular especie intrusa. Se trata de un moscón del que es imposible des prenderse, un diabólico entrometido en la vida ajena, un loco sonriente al que es imposible espantar, que nos acosa en cualquier esquina de cualquier instante, como un doble insoportable de la propia imagen ante la que cerramos horrorizados los ojos.

Este individuo no es un delirio del ingenio fabulador de Highsmith, Chandler y Hitchcock. Es un tipo que existe, que ejerce sin que nos demos cuenta a nuestro alrededor sus funciones de parásito moral verídico. Es un transgresor de las leyes de la intimidad ajena que, sin malicia, con desarmante sinceridad e incluso con rasgos de simpatía, no sabe ni le es posible diferenciar las barreras que separan al individuo del individuo y que, en consecuencia, hace ajenas sus propias decisiones o hace propias las decisiones ajenas: es el heredero directo, en clave irónica, del oscuro Smerdiakov, terrible sombra actuante del contemplativo Iván en Los hermanos Karamazov, de Dostoíevski.

Un partido de tenis

Si un hombre desea matar, este sujeto mata por él, por lo que se considera autorizado a pedir a otro que mate en su nombre. Como desvela José María Carreño en su excelente libro Affired Hitchcock, se trata de una especie de diablo de la guarda, contratipo de la asexuada hada cristiana del ángel de la guarda. Una forma angelical apta para desenvolverse con holgura en las opciones diabólicas que nos ofrece la vida cotidiana.En el interior de la insoluble parábola sobre las interrelaciones de lo normal y lo anormal, Hitchcock alcanza uno de sus instantes de plenitud. Extraños en un tren rebosa en cada secuencia una combinacion explosiva de precisión y de imaginación cinematográficas. Nada sobra, nada falta. Las resoluciones visuales de secuencias muy complicadas son a veces tan brillantes que dejan boquiabierto al espectador aficionado a jugar con las posibilidades de inclinacion hacia un lado o hacia el contrario de una tension de intriga. Es el laberinto de las combinaciones entre lo esperado y lo inesperado, que en las sutiles vueltas y revueltas de Extraños en un tren asoma continuamente, agazapada detrás de las evidencias.

En ocasiones, Hitchcock llega a cargar en un solo plano, en unos cuantos insólitos segundos, todo el conflictivo contenido de su filme o, cuando menos, del personaje central de éste. Recuérdese un archifamoso plano de esta película: el del público de la partida de tenis. Una masa de cabezas oscila de un lado a otro, como obedientes marionetas, al compás de los golpes de raqueta de los dos jugadores, invisibles, de tenis. La cámara se acerca a esa masa dócil de cabezas y, de pronto, en el interior de esa imagen se produce, como un respingo, su ruptura: hay un rostro que permanece quieto como una estatua, con los ojos fijados en un punto inmóvil detrás de la cámara. Y, tras el salto de sorpresa, una sonrisa o el soplo de una inquietud, afloran en el espectador, que entiende, de un golpe, todo lo que ocurre en el fondo de ese enrevesado enigma humano.

De esta manera, algo muy complejo es definido con la introduccion por Hitchcock de una simple ruptura interior en un icono documental conocido por todos. La endiablada imagen le sirve a Hitchcock para definir, con una sola pincelada de genio, a un hombre y su situación en el entorno. Unos segundos de cine genial, contenidos en un filme que hay que contar entre los más duros y apasionantes de este incomparable cineasta.

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