Otra Salomé histórica
Si algún parlamentario asistió el viernes a la Salomé del teatro de la Zarzuela, muy bien pudo exclamar lo que un conocido político de la época cuando el estreno en el teatro Real de la obra de Strauss: "La danza de los siete velos y el arte de la Bellinconi me han hecho olvidar la sesión del Congreso".Pudo decirlo porque la soprano Hildegard Behrens (Friburgo, 1937) ha ingresado desde hace algún tiempo, especialmente desde 1977, cuando actuó con Karajan en Salzburgo, en el elenco de las Salomés históricas. Lo posee todo: belleza, arte escénico, una excelente voz con magníficos agudos, un talento interpretativo fuera de lo común y un poder de atracción que le otorga singularidad. Duro papel el de esta princesa cruel, desvivida entre un amor que es casi hipnosis y, en definitiva, instrumento ciego del impulso de Herodías.
Salomé
De H. Lachmann, sobre Wilde, música de Richard Strauss. Teatro Lírico Nacional La Zarzuela. Intérpretes: Horst Hiestermann (Herodes), Barbro Ericson (Herodías), Hildegard Behrens (Salomé), Donald McIntyre (Iokanaán), Franz Waechter (Narraboth), entre otros. Escenografía y luces: Monlop y Schneiman. Director escénico: S. Schneiman. Dirección musical: A. Ros Marbá. Teatro de la Zarzuela. Madrid, 28 de febrero.
Con la Behrens y antes de citar ningún otro nombre, hay que referirse a la espléndida labor del director Antonio Ros Marbá, un talento especialmente dotado para el teatro porque frente al foso no dimite de su largo repertorio de exigencias puramente musicales. La orquesta titular de la Zarzuela sonó espléndidamente; conducida por el maestro catalán, hizo primores musicales y logró añadir a una escena fuertemente realista el misterio poético -la presencia de esa luna enrojecida- que desde la idea simbolista de Wilde pasó directamente a los pentagramas de Ricardo Strauss.
Todo el mundo conoce el viejo tópico: "Salomé es sólo una obra sinfónica con voces humanas incorporadas a la orquesta". Lo hacen suyo Brockway y Weinstock en su historia de la ópera, tan divulgada en España. Afirmación, por cierto, bastante poco inteligente y, además, falsa. Parte de un modelo operístico que se acepta casi como único. De ahí que lo dicho sobre Salomé haya podido repetirse sobre creaciones operísticas de otros disidentes con la más encastillada tradición.
En el caso de Salomé, me parece que todo viene de la gran importancia que el compositor otorgó a la orquesta, pensada en un primer plano y al mismo nivel de los cantantes. Pero es que gran parte de la teatralidad de la pieza straussiana reside en su espléndido aparato sinfónico, de tan rica y lujuriosa plasticidad que, ante su fuerza, palidece cualquier solución escénica. En esta ocasión ocurrió que, al haberse cubierto casi por completo el foso, el sonido orquestal llegó a la sala con menos presencia de la deseable.
Salomé necesita, instrumentalmente, lo que se conoce en el argot por sonido-Karajan, quien eleva el brillo de la orquesta muchos grados, incluso cuando dirige Lucia de Lamennoor.
La orquesta sumisa, a la manera de un decorado que no moleste demasiado el canto de los personajes, hace tiempo que fue superada.
Así lo entiende Ros Marbá en su magnífica labor contra la cual se alzó un tanto el tejado, abierto en semicírculo por la parte central, que se colocó sobre el foso.
Bellísima voz la de Donald McIntyre en Iokanaán, el profeta, y perfectamente entonados y con buen temple dramático los intérpretes de Herodes y Herodías. Todo el reparto contribuyó a los excelentes resultados, sin olvidar la regie de Seth Schneidman, autor, con Hubert Monlop, de los escenarios y el plan de luces. Asistimos a una representación de categoría -larguísimamente aplaudida- y gozamos del arte alto de Ros Marbá y de la fascinante encarnación de la heroína por parte de Hildegard Behrens: poética, osada, tan actriz y mejor cantante que las Lindholm, Jones o Silja, por citar algunas otras Salomés contemporáneas incorporadas a la historia.
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