La pareja
El fin de siglo se caracterizará probablemente por un retorno a las formas tradicionales de convivencia, o de malvivencia, como corresponde al reflujo de la historia, que en lugar de progresar hacia alguna parte, como suponían los positivistas, como debiera y sería útil que ocurriera, por lo demás, se conforma con el movimiento más tonto y simple: el pendular. Va y viene, como el reloj y como la gripe. A un movimiento romántico e idealista, como fue el de los años sesenta, le sucede otro, en dirección opuesta, pragmático y conservador; al exaltado inconformismo le siguen la indiferencia y el pasotismo. Después de los interesantes experimentos en el terreno de la vida social y comunitaria desarrollados en los años sesenta (terminados casi siempre en colosales peleas, emigraciones a California o a Berlín, en campos de concentración en Suramérica, clínicas psiquiátricas en Nueva York, curas de reposo en Mallorca o celdas para drogadictos), la gente ha tenido a bien volver a la forma más tradicional de coexistencia y de guerra fría, que es la pareja. La pareja es la forma organizativa de relación privada equivalente a la OTAN: ofrece una estructura defensiva contra temores y peligros, acechanzas y riesgos reales o imaginarios, que están aparentemente afuera, en el horrible exterior, o sea, en los lugares de la diferencia. La pareja, como la OTAN, es una estructura fija que nos protege del terror a la soledad, a la independencia, del miedo a la libertad, que diría Fromm. Y como la OTAN, la pareja es una estructura aparentemente defensiva que en cualquier momento puede ,volverse ofensiva. Organizada para protegemos del peligro exterior, produce brotes paranoicos de carácter agresivo: no hay mejor defensa que un buen ataque, como dicen la estrategia tradicional y el director técnico del Español. Y como la OTAN, de la pareja es fácil entrar y muy difícil salir: en cuanto se nos ocurre el impulso de abandonarla, peligro: sísimos fantasmas nos atemorizan: qué haremos solitos, cuál será nuestra identidad, a quién mandaremos o por quién nos haremos mandar. Es cierto que a veces nos hacemos la ilusión de que nuestra pareja es diferente: formas de integración no tan int,egradas, como en la OTAN. Viviremos en pareja, pero a lo mejor tenemos libre la noche del miércoles; viviremos en pareja, pero no estaremos obligados a las visitas de familia; hasta es posible que disfrutemos de un despacho propio, dentro de la casa, con ilusión de autonomía. Entre los beneficios aparentes de la pareja y de la OTAN no hay que olvidar los económicos: se comparten los gastos de luz y de agua (o de misiles, lo mismo da), la cuota del teléfono y el alquiler. Y se compra auto, se pueden compartir los gastos de gasolina (o de desplazamientos militares). Porque con la pareja (y con la OTAN) vienen otras cosas: el pisito, la televisión en colores, el vídeo y los anticonceptivo s.Dos peligros acechan siempre a las parejas: convertirse en un monstruo de dos cabezas, como la efigie de Jano (una mira hacia Occidente y otra hacia Oriente, igual que los misiles de múltiple alcance), o el contrario: transformarse, por un fenómeno bien conocido de ósmosis, en una sola célula fagocitaria, con dos núcleos que se convierten en uno y dos citoplasmas unidos en un solo líquido pantanoso, donde naufragan las diferencias. Pero esto no ocurre de golpe ni de manera violenta. Como la OTAN, la integración de dos en una estructura rígida y defensiva se consigue lentamente, por seducción. Por ejemplo: una mañana, nues,tra cara pareja se ofrece amablemente a leernos el diario. Es una .oferta inofensiva y, por lo demás, generosa. A uno le parece de mal gusto insistir acerca del placer solitario de leer el diario: cuando uno vive en pareja corre el riesgo de sentir que cualquier acto íntimo, independiente, es masturbatorio, o sea, culpable. Nuestra cara pareja se convertirá, desde ese momento, no en la dulce voz que entona melodiosamente las matanzas de Beirut o la explosión accidental de una bomba en Euskadi, sino en el rígido censor de nuestros gustos e intereses: hojeará el diario de manera alevosa, impertinente y enjuiciadora, seleccionando para nosotros aquello que debemos leer o no leer (es decir: escuchar de su voz o no escuchar); eliminará titulares, suprimirá secciones enteras, cortará, como el censor más cruel, artículos completos. Adiós a la columna de novedades filatélicas, por ejemplo; a los crucigramas; adiós a las noticias de la Bolsa o al suplemento científico. No hay diario que resista la lectura amorosa de nuestra pareja: siempre es más corto, tiene menos páginas, informa peor y aburre más. Un diario leído en solitario puede durarnos hasta tres horas; el diario, leído por nuestra cara pareja, se acaba en seguida: es un triste papel borroso despojado de encanto.
La pareja, como la OTAN, no permite lecturas solitarias: la lectura ya viene dada, con el pretexto de compartir intereses.
Lo opuesto a la pareja y a la OTAN, nos dicen, es la aventura, y en este fin de siglo, nueva edad de la razón y de la cautela, la aventura es un impulso destructivo. Pero yo quiero seguir leyendo el diario a solas.
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