Engolamiento, barullo, mediocridad
Un periódico británico, al dar la noticia de que un cineasta inglés, Hugh Hudson, estaba al frente del rodaje de Revolución, filme que quiere y no puede contar la derrota de los colonizadores ingleses en su guerra contra los sublevados de las colonias germinales de Estados Unidos en el siglo XVIII, comentó: "Quizá esta vez ganemos". Volvieron a perder.La película, hipotético relato de la guerra de independencia de Estados Unidos, es decir, de una victoria revolucionaria, es toda ella una estruendosa derrota. Comencemos por el comienzo: la sublevación del pueblo de la vieja Nueva York. En la película no hay tal sublevación, ni hay tan pueblo, ni hay tal vieja Nueva York.
No hay sublevación porque sólo hay barullo de extras vestidos de sublevados que no saben qué hacer, qué decir; no hay pueblo revolucionario porque Hudson ignora cómo se representan los movimientos de una masa humana encolerizada, y no hay Nueva York porque sólo hay un decorado que canta su falsedad con la estridencia de un gallo asustado por un eclipse de sol.
Revolución
Director: Hugh Hudson. Guión: Robert Dillon. Fotografía: Bernard Lutic. Producción de Irving Winkler, para la Warner. Anglonorteamericana, 1985. Intérpretes: Al Pacino, Donald Sutherland, Nastassja Kinski. Estreno en Madrid: cine Avenida.
Hace falta mucho orden en la cabeza para saber narrar en celuloide el desorden. Eisenstein en Octubre o Fritz Lang en Furia representaron el aparente caos de las sublevaciones de masas humanas. Hudson podía haber tomado lecciones de ellos para descubrir que la representación de ese caos necesita el empleo de una férrea lógica e incluso que es necesaria una secreta racionalidad interior para expresar convincentemente la dinámica de los grupos humanos en rebeldía.
En cine, la representación de una sublevación debe seguir las huellas de una rígida formalización, los pasos visuales de un matemático proceso de crecimiento por contagio. Pero Hudson en Revolución es devorado por la pasividad de lo amorfo. El cineasta se cuela con su cámara perpleja en una multitud agitada, y una vez dentro de ella no sabe qué capturar, qué movimientos individuales perseguir para lograr representar las líneas del oscuro desplazamiento colectivo que los envuelve.
El filme de Hugh Hudson es un caso extremo de impotencia narrativa. Hudson pone ante la cámara muchos sucesos, pero no extrae de ellos ningún relato organizado interiormente, gobernado por las leyes de la graduación de los sucesos, es decir, por el sentido de la unidad de lo disperso que debe presidir un relato de estas características.
El filme carece de espina dorsal, y, como un esqueleto al que las junturas de los huesos le rechinan cuando se pone a andar, su oxidada maquinaria se mueve sin engarce orgánico entre pieza y pieza. Una cosa es el reflejo de un barullo y otra su representación: aquél es un espejo impávido, ésta su reconstrucción poemática activa.
Director y guionista padecen carencia de criterios selectivos. Pasadas las penosas secuencias de la sublevación del pueblo neoyorquino, se meten, con un cambio de orientación argumental, en el berenjenal lírico de la toma de conciencia del ciudadano Al Pacino, que como actor padece de la misma carencia de criterios.
Se trata ahora de expresar una mutación revolucionaria en este personaje, pero no hay tal mutación porque no se apresan los pasos intermedios de una transformación humana extrema: Pacino, al principio un ciudadano neutral, de repente, sin zona intermedia que prepare el espectador para la verosimilitud del cambio, se convierte en lo contrario. ¿Por qué el espectador no asume este brusco cambio?
Porque la escena clave de tal mutación, el eje emocional sobre que discurre -el rescate y la cura del hijo de Pacino- es un alarde de desorientación narrativa: casi 15 minutos de primeros planos entre padre e hijo, es decir, cine superintimista,en una insoportable secuencia que rompe la continuidad del relato. A partir de ahí, Revolución no da una a derechas y menos aún a izquierdas.
Sin salvación: al desastre inicial sucede un garrafal fallo de individualización, y el filme se extravía en estampitas bélicas, que ni un Sutherland estatuario ni una Kinski en la línea de sobreactuación de su padre amortiguan.
[Entrevista con Hugh Hudson, en el suplemento El País Semanal que se distribuye este fin de semana].
Babelia
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