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Tribuna:REFLEXIONES SOBRE LA POLITICA EXTERIOR FRANCESA / y 2
Tribuna
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La SDI, como factor de desestabilización

Se impone una primera reflexión: la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), proyecto lejano, provocará en lo inmediato una reacción soviética contraria al objetivo deseado. En efecto, la sola perspectiva de una defensa espacial antibalística americana hace más aleatoria la eventualidad de una reducción de las armas ofensivas soviéticas, ya que los rusos saben que no pueden anular la tapadera situada sobre sus cabezas más que saturándola, es decir, multiplicando los misiles estratégicos y las armas antisatélite. La limitación a 10 cabezas por misil, que fue objeto de las negociaciones SALT II, está de aquí en adelante condenada. Igual que la primera oleada de ABM provocó, en los años sesenta, la multiplicación de cabezas nucleares en cada misil, nadie parará la segunda.La experiencia demuestra que especular sobre la resignación soviética para aceptar una situación de debilidad no es la mejor forma de contribuir a la distensión.

Segunda reflexión: después de haber examinado el informe de lo que el gran público conoce como la guerra de las galaxias, de haber consultado a los mejores expertos y de haber tomado nota de las opiniones más contrastadas, debo poner en guardia a mis compatriotas contra esperanzas infundadas. Europa, donde vivimos, es lo más expuesto, lo más vulnerable en el mundo a los patinazos y a los vértigos de lo irremediable. Hay una cierta contradicción, por parte norteamericana, en pedir a varios países europeos que instalen en su suelo misiles nucleares, arrojando al mismo tiempo la duda sobre su utilidad, e incluso sobre la moralidad de ese tipo de armamento. En la hipótesis, en un plazo imprevisible, de una defensa antibalística eficaz, y suponiendo que pueda ser extendida a Europa, ¿cómo podría ésta neutralizar, sin medidas de represalia nuclear, la amenaza de los misiles de crucero y de alcance intermedio, la amenaza química o, también, la amenaza de una agresión convencional? Para escapar a la presión de una URSS superarmada, Europa dependerá más que nunca de una Norteamérica superdefendida. Ése no es el destino que yo le deseo.

Tercera reflexión: ninguna técnica librará al hombre de su responsabilidad, ofreciéndole la paz como regalo. En cada época, los diversos sistemas de armas se combinan entre sí, en un punto de equilibrio difícil de prever. Apenas aparece en el horizonte un nuevo sistema, profetas y profanos lo convierten en una panacea y anuncian el fin de los buques debido a la existencia de submarinos, de los carros de combate a causa de las armas anticarros, de los aviones, por los misiles, y así sucesivamente; ahora bien, la era nuclear funda la seguridad de todos en el riesgo que corre cada uno. Una falsa impresión de seguridad provocaría el sentimiento de que ese riesgo no existe. Abandonar los principios y los medios de disuasión equivaldría a cambiar la imposibilidad de una guerra mundial, prácticamente demostrada, por la posibilidad teórica de guerras limitadas, como las denominan quienes no tendrían que sufrirlas en su propio suelo. No se dará seguridad a la tierra extendiendo el campo de batalla al espacio, y nada nos dispensará de la obligación de vigilar nuestros caminos.

Todo indica que vamos hacia un mundo en el que no se habrán suprimido las armas nucleares, pero en el que armas nuevas completarán, en una combinación original, a las armas actuales y las futuras. Observo en este sentido que Estados Unidos continúa concediendo prioridad en sus programas militares y en sus presupuestos de investigación al reforzamiento de sus medios nucleares ofensivos (MX, Trident II, etcétera), y que los submarinos capaces de lanzar misiles estratégicos que se construyen hoy día en los astilleros están destinados a ser desplegados más allá del año 2000.

Mayor riesgo nuclear

Debemos esperar (pese a los deseos de Ronald Reagan, ciertamente sincero en su voluntad de alejar el espectro de la abominación, pero como lo anuncia ya la máquina militar- administrativa) que la SDI, lejos de eliminar el riesgo nuclear, más bien lo refuerze al producir un desequilibrio.

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Cuando comuniqué estas observaciones a uno de los mejores estrategas americanos, me respondió en estos términos: "Yo era hostil a la SDI, pero ahora me he adherido a ella. No se puede ofrecer eternamente a las masas las perspectivas de una masacre bajo el pretexto de salvarlas. Pero la defensa estratégica, que nos liberará de la obsesión de la bomba atómica, no tiene por objetivo enterrarla en el olvido. Tendrán que coexistir. No se comprará la paz del siglo próximo al precio de una guerra en éste. Las razones que hacen que usted sea contrario a la SDI son de índole militar, mientras que yo la apruebo por razones políticas. Ciertamente, el Pentágono no abriga la ilusión de poder rodear la Tierra, cerrando todas las salidas. Después de todo, le resulta suficiente con lanzar al espacio un número de satélites capaz de proteger los silos en los que se encuentran nuestros misiles. ¿Necesita mas garantías? Los rusos, sabiéndolo, no atacarán los primeros. Nosotros, tampoco. Y no habrá guerra. Sin duda, el primer movimiento de los rusos será rehusar vivir bajo la amenaza de un ataque repentino, y se lanzarán, como usted predice, a la fabricación acelerada de nuevos ABM. Pero yo creo que habrá un segundo movimiento. El efecto probable de la SDI será obligar a Moscú a negociar de verdad en Ginebra. Se acabaron las fanfarrias de propaganda: 'Yo quiero negociar. El otro, no'. Su intuición es correcta: los rusos no aceptarán la SDI. Su conclusión lo es menos. Cuando usted dice romperán yo pienso que negociarán. Estoy convencido de que, a fin de cuentas, preferirán entenderse con nosotros para una limitación del despliegue, a un cierto nivel, antes que soportar el coste de una nueva y gigantesca campaña de armamentos que les impediría consagrar sus finanzas y sus técnicas a la mejora de su economía. No creo que sea necesario añadir nada más para que usted comprenda hasta qué punto deploraría que el presidente Reagan excluyera de su propuesta el despliegue de satélites. Se privaría de su mejor as frente a los rusos. Espero que resistirá".

Yo escuchaba a mi interlocutor con el sentimiento de oír devanar mis propios argumentos sobre el proceso probable de la guerra de las galaxias a partir de un proyecto cuya lógica interna tiene todas las posibilidades de escapar a la intención de su autor. "¿Vamos a hacer de América una fortaleza?", se interrogaba Ronald Reagan en su carta de 1983. "Sí", replicaba otra voz de América, "protegeremos nuestros silos y continuaremos asi siendo dueños de nuestra capacidad de respuesta". "La SDI es investigación, no despliegue", repetía Caspar Weinberger en mi despacho del Elíseo. "La investigación sin despliegue es un sinsentido diplomático y estratégico", aseguraba otra voz.

¿Quién tendrá la última palabra? No dudo de la autoridad del presidente Reagan, que ha sabido afirmarla en momentos difíciles. Pero la SDI necesitará varios decenios para convertirse en realidad. ¿Qué pasará entonces? Mi decisión debe tener en cuenta esa incertidumbre. La SDI continuará siendo, por tiempo indefinido, un factor de desestabilización del sistema disuasivo fundado sobre la vulnerabilidad recíproca de territorios y de fuerzas, solemnemente garantizado por el tratado de limitación de ABM. ( ... ) Si me inquieto es porque pienso, con toda mi convicción, que la paz procede del equilibrio de fuerzas en el mundo, del equilibrio de fuerzas en Europa.

Copyright Editorial Fayard, París, 1986.

La reconciliación franco-española

Yo deseaba la adhesión de España y Portugal a la Comunidad Económica Europea. La historia, la geografía, la cultura, todo contribuía a que acogiéramos a dos países que han ayudado más que otros al nacimiento de Europa y que habían, antes que otros, velado por su grandeza.¿Dónde irían ellos sin Europa? Desde el punto de vista francés, se oponían a los inconvenientes, que analizaré más adelante, ventajas como el desplazamiento hasta Francia del centro de gravedad europeo, el aumento de peso de las regiones mediterráneas dentro de la Comunidad, la supresión de tarifas industriales discriminatorias entre España y sus nuevos socios, sin hablar de la reconciliación franco-española, que yo situaba en primer lugar entre mis objetivos inmediatos.

Portugal planteaba menos problemas. Mario Soares, poseído de una fuerte voluntad política, había marcado el terreno y sólo quedaba estampar la firma en el contrato. Pero el entusiasmo de los Estados miembros por la ampliación, que no tenía freno en la época del veto francés (mi predecesor, inicialmente favorable, se había retractado después), se había enfriado mucho al levantar yo el obstáculo. Ante la inminencia de las decisiones que había que adoptar, cada uno buscaba cómo proteger su aceite, su acero, sus textiles o sus tomates.

Francia tenía también intereses que defender. Sin duda, más que sus socios, debido a la similitud de clima, de suelo y de salidas marítimas entre nuestras regiones y las de España. Su entrada en el Mercado Común provocó, provoca aún, inquietud y frecuentemente cólera entre los agricultores del Midi, que temen que la libre circulación de mercancías a través de los Pirineos arruine sus esfuerzos por mejorar la calidad de sus producción y la economía de su región ( ... )

Como concedía gran importancia a esas objeciones, admití en 1981 que era imposible aceptar la adhesión de España en ese estado de cosas. Comenzó una dura negociación. Impusimos condiciones previas. España se molestó. Rechazada desde hacía años en su intención de unirse a Europa, su orgullo se exacerbó. Pese a la buena voluntad del Gobierno de Calvo Sotelo, su Prensa, naturalmente antifrancesa, encontró en esa disputa un nuevo alimento para la violencia verbal, que constituye su pan cotidiano. Rozamos la ruptura.La llegada al poder de Felipe González, a quien unían relaciones amistosas con dirigentes franceses, permitió una distensión. Las garantías pedidas por Francia fueron examinadas punto por punto. Se logró un primer acuerdo sobre las frutas y verduras. Nos entendimos sobre un período de transición de 10 años, dividido en dos fases: cuatro años para proteger el mercado de la Comunidad y seis años para liberar las corrientes de intercambio de España hacia Europa. La reglamentación sobre el vino, que se logra poco después, se inspira en los mismos principios, fija un techo a la producción española y hace obligatoria la destilación en caso de desequilibrio del mercado. Respecto a la pesca marítima, los diez, que acababan de crear la Europa azul, ofrecen un frente unido frente a las reivindicaciones españolas. Se acuerda un plazo de 15 años.

Algunos espíritus delicados se asombraron de tanto detalle, pero lo que puede parecer desdeñable o subalterno a ciertas personas significa para miles de hogares franceses la última oportunidad de sobrevivir en sus tierras. Me había comprometido en 1979, es decir, dos años antes de ser elegido presidente de la República, a plantear, llegado el caso, condiciones estrictas para que en la ampliación del Mercado Común se cumplieran esas condiciones. La Europa de los doce podía nacer.

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