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El referéndum de Aquiles Talón

Fernando Savater

Creo sinceramente que no hubiera sido tan complicado convencerme para votar sí en el referéndum sobre nuestra permanencia en la OTAN. Cuando ya se ha votado un par de veces en la vida, se le coge afición y es difÍcil contenerse; por otra parte, en casi todo me inclino siempre a dar el : soy el hombre más fácil que conozco... Dar gusto para recibirlo, tal suele ser mi divisa. Pero aun gozando de tan buena disposición, pongo mis requisitos y pido garantías: finalmente, la respuesta va a ser un decidido no, lo confieso transgrediendo por anticipado el secreto del voto. Permítanme que les razone mi caso, por si pudiera servir de advertencia a caminantes.De la OTAN misma, poco hay que decir: es una organización tan excelente, necesaria y llena de ventajas para sus miembros que si los españoles logramos salirnos de ella quizá otros dos o tres países se vengan corriendo detrás nuestro. Fundada, según cuentan, para defender las libertades, las garantiza todas menos una: la de decir no a lo que la propia OTAN representa, el mundo escindido por la lógica militar y el equilibrismo terrorista, despótico, de las dos grandes potencias. ¿Acaso este mismo referéndum y la tensión internacional que lo rodea, tal como las protestas generalizadas por la instalación de misiles en otros países, etcétera, no son indicio suficiente de que se trata de una forma de alianza caduca, un colonialismo militar yanqui, residuo de las abominaciones de la guerra mundial y las alarmas de la guerra fría, cada vez más incompatibles con una Europa económica y políticamente emancipada? ¿Alguien puede suponer en serio que dentro de, pongamos, 25 años -si queda por entonces Europa o mundo del que hablar- seguirá vigente un engendro burocrático-guerrero de tales características? ¿No es preciso ya ir pensando en cuál es la defensa que hoy necesitan los pueblos europeos y, sobre todo, contra qué deben defenderse, más allá de maniqueísmos trasnochados? Lo más irritante es que se afirme desvergonzadamente que pertenecer -comercial, política o culturalmente- a Europa exige adhesión a la Alianza Atlántica, es decir, a la hegemonía militar norteamericana. Insisto: ¿no es un claro resabio de la guerra mundial seguir pensando que sólo gracias a los nortemericanos podemos los europeos seguir siendo europeos? ¿No hay de verdad otro dilema para Europa que ser yanqui o tártara? Ni siquiera se trata de oponerse infantilmente a Estados Unidos, con el que, lógicamente, es interesante mantener los mejores lazos que sea posible, sino sólo a una determinada política exterior americana: una creciente neutralidad europea les ayudaría a revisarla y a busca otra menos simplista y belicosa.

Por lo demás, la OTAN es sólo uno de los datos de un problema más amplio y más importante, el ¿qué hacer? de la política que hoy no quiere atenerse a la miopía del momento hipostasiado y su falsa necesidad. Las dos tareas esenciales de ese nuevo ¿qué hacer? son el antimilitarismo y la puesta a punto de una nueva concepción del trabajo no meramente productivo, sino ocupacional y de plenitud personal. Las dos tareas se interrelacionan: mientras la solución militar predomine ideológica y eocómicamente, el trabajo seguirá falseado por un productivismo a ultranza en lugar de modificarse, no sólo en lo tocante a la propiedad de los medios de producción o respecto al reparto de los producido, sino sobre todo respecto al sentido mismo de para qué y por qué producir. Naturalmente, los políticos realistas no piensan en estas cosas: para ellos, realismo es siempre ir a la zaga de los acontecimientos, someterse a ellos, justificarlos. Como hoy no hay guerra mundial, pero, en cambio, hay paro, la guerra es imposible, y el paro, inevitable; cuando mañana estalle una nueva y quizá definitiva conflagración mundial, la guerra se presentará como irremediable, pero el paro, en cambio, ya habrá entrado en vías de drástica solución... La aceptación de la OTAN se inscribe dentro de este realismo, que no es en verdad sino pereza y dimisión frente a lo real. Pero, ¿puede acaso España, una potencia de tercer orden tirando por alto, singularizarse en actividades pioneras que países mucho más fuertes de Europa no se han atrevido a adoptar? Estoy de acuerdo con mi amigo Xavier Rubert cuando se alegra de que este país pierda su voluntad retórica de ser diferente y abandone el manipulable empeño de ser centinela de no sé qué esencias negadas al común de los mortales: bastante tenemos con los maniáticos del "no nos entienden" como para que intentemos fomentarlo a otra escala. Ahora bien, al menos para los intelectuales, integrarse realmente en Europa no puede significar sino decidirse a luchar contra un entreguismo estéril y aterrorizado, uniéndose a los ciertamente no demasiados que en los otros países intentan enfrentarse a él. Ya exponía esta tarea Albert Camus en un texto del año 1951, con motivo del aniversario de la República Española: "Quizá Europa, de la que España es solidaria, no es tan miserable sino porque se ha apartado por completo, y hasta en su pensamiento revolucionario, de una fuente de vida generosa, de un pensamiento en el que la justicia y la libertad se encontrasen en una unidad carnal, igualmente alejada de las filosofías burguesas y del socialismo cesáreo". No se trata de gloriarnos de ser diferentes a los restantes europeos, sino de intentar asemejarnos y colaborar en lo mejor con los mejores de ellos.

Puestas así las cosas, tampoco la campaña pro-OTAN del mila-

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El referéndum de Aquiles Talón

Viene de la página 11grosamente reconvertido Gobierno socialista parece capaz de cambiar la disposición de cualquier antimilitarista medianamente firme. La nómina de argumentos pintorescos y risibles es conmovedoramente larga, así como los subterfugios destinados a paliar el mal efecto del brusco giro del timón. Unas veces se insiste en que no vamos a integrarnos plenamente en la estructura militar, como si en una alianza militar, y a favor de la cual no se aducen más que razones militares -defensa, seguridad...-, pudiera estarse de otra manera que militarmente (es como lo del que decía que iba a los strip-tease por la música ... ); luego se confiesa con retorcida candidez que no se podía saber lo que era la OTAN hasta haber entrado en ella, como si se tratara de una misteriosa secta masónica que sólo revelara sus secretos tras complejos rituales iniciáticos. En -el mismo discurso -el del propio Felipe González en el Congreso- se habla de las ventajas de pertenecer a la Alianza y de las tenebrosas consecuencias -inconcretas, eso sí- que puede tener abandonarla; una de dos: o nos quedamos en la OTAN por el peligro que supondría salirse o queremos quedarnos por lo bonita que es y lo a gusto que en ella se está, pero las dos cosas a la vez hacen un poco sospechosa la argumentación desplegada. Y luego, esa intolerable arrogancia de cuño franquista: "No contemplamos la posibilidad de perder el referéndum..." ¿Y si no contemplan tal posibilidad, qué sentido tiene la consulta? ¿Es un desplante de maletilla o una chulería de navajeros? Decir cosas como ésa merecen el no por sí solas. Y nada de lo que trabajosamente se arguye puede borrar del ánimo de los votantes la simple verdad: que la OTAN no es nada distinto a lo que era cuando el PSOE se oponía a entrar en ella, pero que -una vez dentro- presiones irresistibles les han obligado a tragar para no asfixiarse. Lo malo no es que hayan hecho de necesidad virtud: es que han hecho de necesidad vicio, y se empeñan en llamarlo virtud. A quienes tanto hablaron de ética en su día conviene ahora recordarles aquella opinión de Kant, escrita precisamente en La paz perpetua: "Yo puedo concebir un político moral, es decir, un político que entiende los principios de la habilidad política de modo que puedan coexistir con la moral, pero no un moralista político que se forje una moral útil a las conveniencias del hombre de estado".

Y, sin embargo, yo hubiese podido votar sí en el referéndum. ¿Por qué? Sencillamente, para apoyar al Gobierno a salir del berenjenal en que se encuentra metido. Pues, pese a todo, es el único Gobierno no explícita y agresivamente derechista bajo el que he vivido y la única promesa de una reforma viable, aún no del todo frustrada, de las formas políticas y sociales contra las que nos debatimos. A su derecha, sea neoliberal, reaganiana o pura y duramente falsa, no hay nada nuevo salvo la reiteración de aquel dogma acuñado en el siglo XVIII por el reaccionario Edmud Burke contra las consecuencias emancipadoras de la Revolución Francesa: "No entra en la esfera de competencia del Gobierno, en cuanto tal, ni siquiera del rico como tal, abastecer al pobre de aquellos productos necesarios que la Divina Providencia se complace en negarle durante algún tiempo". En lo que esté en mi mano impedir que tal gente llegue a gobernar, procuraré impedirlo. A la izquierda del Gobierno, en cambio, hay mucho de abandono, de traicionado, hay mucha imaginación y voluntad a la que apenas se deja ejercer, pero la campaña anti-OTAN ha hecho salir por el sumidero demasiado ambiciosillo que ahora es antimilitarista porque por alguna mata de habas hay que trepar hacia la Moncloa; demasiado ideólogo pánfilo-subversi-vo escapado de algún mal comic de los años sesenta; demasiado prosoviético de los que están ahora contra los bloques, pero añaden que un bloque es agresivo y otro, el pobre, sólo defensivo; demasiado pacifista de los que excusan la bomba mata-niños o el tiro en la nuca al jubilado como gajes necesarios de la autodeterminación de pueblos que, casualmente, sólo ellos representan, etcétera. Francamente, a éstos tampoco tengo ninguna gana de hacerles el juego.

De modo que yo hubiera votado afirmativamente si el Gobierno me hubiera convencido de que tal concesión militarista era el precio necesario de eficaces logros en la desmilitarización de otros aspectos de la vida cotidiana. ¿Qué logros? Pues la erradicación definitiva de la tortura; el desvelamiento de los vínculos que unen a los GAL con fuerzas que debieran ser realmente de orden y, por tanto, de derecho; la civilización de la policía (es decir, su desmilitarización); la incorporación de nuevo al Ejército, con los debidos honores, de quienes fueron pioneros en introducir en él valores democráticos; la promulgación de una ley de objeción de conciencia realmente generosa y amplia; el rechazo de leyes de extranjería racistas o tardocoloniales; la disminución de gastos militares; la reconversión prioritaria de las industrias productoras de armamentos; la abolición de bases militares extranjeras, etcétera. Tantas cosas que los movimientos por la paz, el desarme y la no violencia han propugnado durante años: ¡ay, si Txiki Benegas hubiera desplegado a favor del que intentamos fundar algunos ingenuos en Euskadi tanto celo como el que ahora muestra en la promoción de la dichosa Alianza Atlántica! Si nuestra aceptación de la OTAN fuese la compensación que el Gobierno socialista tenía que pagar por haber realizado todas esas cosas, yo hubiera votado resignadamente que sí. Pero en las circunstancias presentes, el sacrificio que se pide es demasiado grande y, sobre todo, perfectamente estéril desde una óptica radicalmente desmilitarizadora.

Uno de los personajes más divertidos del comic francés es un pedagogo pomposo e ingenuamente fatuo llamado Aquiles Talón. Una de sus historietas comienza cuando llama a su puerta un vendedor de aspiradoras, un pobre hombre abatido y baqueteado por la vida que exhibe su mercancía sin ninguna convicción. Aquiles Talón se empeña en demostrarle cómo se vende bien un producto: le hace entrar casi a la fuerza en su casa, toma él mismo la aspiradora y llama a la puerta con gesto de ejecutivo triunfante. El otro hombre de inmediato, y antes de que Aquiles suelte su discurso comercial, le aúlla en enorme "¡nooooo!" a la jeta. Después, cierra de un portazo. Aquiles Talón queda ante el umbral infraqueable de su propio domicilio diciéndose: "Debía llevar mucho tiempo deseando poder hacer esto...". Pues bien, finalmente voy a comportarme con el Aquiles Talón gubernamental de la misma y educativa manera. Como ni soy ni tengo alternativa de poder, mi no, al fin y al cabo. Ahora queda por ver lo que pasará. Baudelaire señaló que había que añadir a los derechos del hombre otros dos, el de contradecirse y el de marcharse. Bueno, hay quien ya ha utilizado sobradamente el primero: ¿se nos permitirá ejercer como es debido el segundo y no menos sagrado?

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