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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La pregunta de la discordia

LA DECISIÓN de Felipe González de convocar el referéndum sobre la OTAN, contra la opinión, no sólo de la oposición conservadora y centrista, sino también de cualificados miembros de su propio Gabinete y de la dirección del PSOE, responde, sin duda, al deseo de probar su capacidad personal para mantener la palabra dada y al de resguardar su credibilidad pública cara a las próximas elecciones. Se puede estar de acuerdo o no con ese planteamiento, según, también, se considere o no que la convocatoria de un referéndum para permanecer en la Alianza Atlántica, en vez de para salir de esa organización (como las actitudes del PSOE durante 1981 y 1982 hicieron suponer), implica costes demasiado elevados a cambio de una alternativa casi inexistente. Pero una vez adoptada la decisión, es preciso saber si los comportamientos éticos que la avalan, avalan también su puesta en práctica. En pocas palabras: si la pregunta y las demás circunstancias del referéndum responden al sentido común y al desarrollo lógico de esa decisión o están sembradas de trampas.Desde el punto de vista jurídico -esencial siempre en el mantenimiento de las formas democráticas-, nada hay que reprochar al Gobierno en lo que se refiere a la redacción de la pregunta. La ley sobre Regulación de las Distintas Modalidades de Referéndum, de 1 de enero de 1980, establece que el decreto de convocatoria contendrá "el texto íntegro del proyecto de disposición o, en su caso, de la decisión política objeto de la consulta% señalará "claramente la pregunta o preguntas a que ha de responder el cuerpo electoral convocado" y "determinará la fecha en que ha de celebrarse la votación". Todos estos requisitos han sido cumplidos. Pero el nudo de la cuestión sigue siendo averiguar si el contenido de la "decisión política de especial trascendencia" descrita por el decreto de convocatoria del referéndum permitirá o no el cumplimiento de la promesa electoral del PSOE de que "sea el pueblo español el que decida acerca de nuestra pertenencia a la OTAN". Muchos habrían deseado que se hubiera ceñido al escueto enunciado de que el Gobierno socialista ha resuelto permanecer en la OTAN y las motivaciones para el hecho. Los tres matices que incluye el decreto -no integración en la estructura de mando, desnuclearización y reducción de tropas -ofrecen perfiles ambiguos y son de importancia diferente. La no integración en la estructura de mando es una cuestión técnica, pues el Gobiemo ha decidido seguir en el Comité Militar -que es el que da las órdenes al mando integrado- Y en muchos aspectos puede resultar perjudicial -una vez en la OTAN- mantener el mando español separado del aliado. Por lo demás, hay un evidente interés de confundir a la opinión pública en este punto: el sí a la decisión del Gobierno es un sí a la pertenencia a una alianza militar y no a otra cosa. La reducción de tropas americanas es una consecuencia lógica de un aumento de la colaboración de las Fuerzas Armadas españolas en la defensa de Occidente. Si desde el punto de vista de los sentimientos halaga el nacionalismo de los españoles, desde el punto de vista de los intereses hará sonreír a los bolsillos estadounidenses. Más significativa resulta la de nucleanización -aunque ésta ya había sido adoptada unánimemente por las Cortes y aunque hay motivos para sospechar que Gibraltar es una base nuclear- De todas maneras, no siendo jurídicamente vinculante el referéndum, el que los españoles apoyen con su voto la desnuclearización no supone que una nueva mayoría parlamentaria no pueda desoír ese mandato. Pero en cualquier caso, hay que tener en cuenta la singularidad que constituye permanecer como país desnuclearizado en una alianza militar cuya principal doctrina frente a la agresión sigue siendo la disuasión nuclear.

La ambigüedad de estos matices redunda en el hecho de que, aunque la pregunta sea clara, sugiere contestaciones no unívocas: en efecto, hay quien puede votar no porque no quiera seguir en la OTAN y quien puede votar no porque quiera permanecer, con todas sus consecuencias -perteneciendo al mando integrado y participando del aparato nuclear de disuasión-. Una definición más sencilla de la decisión del Gobierno hubiera aumentado los riesgos de éste de perder votos entre el electorado de izquierda, pero hubiera hecho más dificil también la abstención activa por parte de la oposición conservadora, partidaria de seguir en la Alianza. Lo peor del caso es que el fondo de la cuestión -la permanencia de España o no en la OTAN- no se ve alterado sustancialmente y muchos dudan de que, sea cual sea el resultado del referéndum, éste pueda modificar de manera significativa el compromiso político y militar de España con la Europa occidental.

Pero si los tres condicionamientos a la decisión gubernamental son discutibles y a muchos les parecen, con razón, más semánticos que otra cosa, no lo es, finalmente, que la pregunta sobre el apoyo o no a esa decisión es lo bastante clara para que el referéndum no se vea deslegitimado en función de ella. Mucho más criticable -y hasta vergonzante- parece, en cambio, la fijación de un día laborable como fecha de la consulta. Ésta es una lamentable -y seguramente innecesaria- manifestación de la honda preocupación del Gobierno por el resultado del referéndum y sus deseos de reducir al máximo los efectos de la abstención que la derecha preconiza. La apelación a unas horas de vacación pagada para cumplir el derecho al voto en un referéndum consultivo desdice de la vocación europeísta con que se quiere defender la propia permanencia en la Alianza. La traslación de la responsabilidad moral del Gobierno hacia los ciudadanos que el referéndum constituye, se ve enturbiada en su pureza de comportamiento por la fijación de una fecha laborable para la consulta. La argumentación de que los otros anteriores referendos fueron igualmente en días no festivos, sólo logra introducimos una vez más en el túnel del tiempo y retrotraernos a los tiempos de la transición política o de la dictadura, pero para nada ayuda a instalarnos en la normalidad democrática. Claro, que la oposición conservadora, que legítimamente acude a las hemerotecas para defender sus posiciones, encontrará en ellas que la suya es una voz sin autoridad moral para rasgarse las vestiduras ante ese hecho.

Por lo demás, conviene esperar al desarrollo del debate parlamentario para emítir una opinión sobre la actitud o actitudes a tomar en el referéndum. El Gobierno ha prometido hacer valer sus razones en ese debate y no sería prudente responderle antes de haberle oído, so pena de incidir en un diálogo de sordos, más parecido a una batalla ideológica que a un debate político. Pero en este punto merece la pena destacar lo absurdo de las manifestaciones finales del vicepresidente, ayer, en su rueda de prensa para explicar la convocatoria del referéndum. Decir que es lamentable que hayan existido especulaciones -dentro y fuera de España- sobre la voluntad del Gobierno de convocar el referéndum y que ésta ha sido siempre clara es simplemente un sinsentido. Existen multitud de testimonios que indican las dudas persistentes, hasta casi el último minuto, que el Gobierno y su presidente han albergado. Lo que la opinión pública necesita escuchar son explicaciones sobre la OTAN y la política de seguridad, no regañinas a los periódicos, a los medios de comunicación y a la opinión pública. Sobre todo cuando es a la opinión pública a la que se está apelando.

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