Deslizamientos progresivos del placer
Bajo este título (que en su día fue el de una novela de Robbe-Grillet), y no por casualidad, podría sintetizarse el módulo de una literatura que en este invierno parisino impone erotismo hard (duro), con frecuencia firmado por mujeres. Mientras el poder socialista se encamina, según los sondeos, hacia su declive en las elecciones de mediados de marzo, una llamarada erótica hace arder a París. Bajo Jack Lang, Francia, en el campo cultural, no ha conocido nunca antes más alegre y loca libertad sexual. Los escritores que un día fueron minoritarios, ex maoístas sibilinos, se han transformado en escritores de éxito, con best-sellers "porno-intelectuales", tomando como coartada su descompromiso político y la aversión por el socialismo. Los personajes odiosos de sus novelas han sido, por lo general, mujeres comprometidas en política y feministas, o bien pensadores y teóricos. Sartre acaba de ser visitado de nuevo por una gentil muchacha que ha consultado los excepcionales archivos norteamericanos, con una voluminosa biografía, en la que el filósofo se nos aparece como un Rambo "erotómano", con su imperturbable secuela de aventuras femeninas, cronometradas por Simone de Beauvoir. La culta revista LInflini, en su último número, reproduce a toda página un sexo de mujer, pintado por Courbet para un sultán árabe. Un tremendo orificio negro como las melenas de la Gorgona que el propio Lacan (el propietario secreto) guardaba en su casa de campo, escondido debajo de una ingenua vista alpina. En los quioscos de periódicos aparece un cartel gigante en el que una mujer en guépière negra que lleva en su mano un látigo tipo gato de nueve colas, pero con cara tranquilizadora, invita a los masoquistas a que le telefoneen a tal número. Chantal Thomas, con su Viaje libertino, recorre otra vez la parábola de Casanova y conduce al lector en la góndola o en la carroza de éste hacia nuevos placeres.La lista sería interminable. Existe la impresión de que con la vuelta cantada de la oposición al poder, el fenómeno podría detenerse de golpe. La derecha es muy decente, al menos oficialmente. De Gaulle prohibió el filme de Rivette La religiosa (una especie de monja abierta iluminista) y la policía selló el teatro en el que Guyotat representaba Una tumba para cien mil soldados, homosexualidad, eros y muerte en la guerra de Argelia. Bajo Pompidou la hipocresía perdía pie, con la revelación de sus fiestas eróticas en el Elíseo y alrededores. Giscard introdujo cierta liberalización, concediendo licencias a los cines "X", y permitió que se imprimiese Histoire d'O, novela sobre el masoquismo femenino que había sido prohibida en 1964 (la novela había aparecido bajo nombre de mujer, Paoline Réage, nombre que en realidad ocultaba el de un refinado escritor de la cuadra de Gallimard, Paulhan).
Concluyendo, digamos que cuando el poder está en la derecha, el sexo representado está bajo control, mientras que el sexo privado, incluso totalmente desenfrenado, se reserva para una elite. Cuando el poder está en manos de la izquierda, el sexo se desencadena bajo la tolerancia de la gauche, temerosa de que la llamen beata, moralista y policial. También la España de González se ha enfrentado a una furiosa liberalización del sexo, aceptando la permisividad (que forma parte del juego democrático), por los más difíciles caminos del eros, entre Madrid y Barcelona.
Así pues, Lang ahora va distribuyendo las últimas condecoraciones a sus libertinos, que se creen todos Diderot. El ministro es paternal, comprensivo. Los brillantes porno intelectuales volverán pronto, quizá, a su papel
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de eruditos, que sin duda es más cansado y menos divertido.
La última novela, ojo del ciclón del escándalo, es la de Jeanne de Berg, Ceremonias de mujeres, que quizá se sitúa a caballo de una y otra época. En parte es una especie de broma vengativa contra el escritor sofisticado que ha vendido a peso de oro sus aventuras con las mujeres, bajo seudónimos transparentes, comprometiendo a respetables damas, a las que trata cruelmente. Y quizá se haya aprovechado de la propia Jeanne para utilizarla, sin que ella lo sepa, como protagonista. En parte, la gentil Jeanne escribe una novela sadomasoquista, de perversión absoluta. De ahí la duda que el editor Grasset ha fomentado sobre la identidad de la autora. Pero en los salones literarios la mujer ha sido identificada enseguida como la vieja y querida Catherine, mujer del famoso Alain Robbe-Grillet. El libro cuenta las voluptuosidades de la esclavitud de los hombres, con descripciones minuciosas de prácticas sadomasoquistas, de las que la escritora se erige en sacerdotisa. Ella oficia los ritos perversos entre Nueva York, donde inicia su aprendizaje en clubes de homosexuales, y París. El trozo predilecto es el martirio de san Sebastián, en el que un hombre se presta a las sevicias de una pandilla de cómplices, entre los que se hallan varias mujeres oficiantes, en un apartamento chic, que debe estar rigurosamente vacío. O bien, por la noche, el mártir es arrastrado al Quai de la Seine, atado a un anillo de hierro para amarres, y azotado ferozmente, bajo las pasadas de los reflectores de los bateaux-mouches, embarcaciones que llevan de excursión a turistas japoneses que no sospechan nada. Un santo negro es lo que mejor sirve para el oficio sagrado. Hay gran gasto de huevos -yemas eróticas, tras L'Oeil de Bataille- que hacen de flechas, pero que se secan demasiado deprisa. La sacerdotisa pasa entonces al zapato con tacón de aguja, metido en la boca, un látigo con clavos, alfileres y pasadores, un collar de mastín y, finalmente, un puñal- Una noche habrá que llevar al negro al hospital, herido en el muslo de una puñalada. Ya curado pero aún cojeante, irá a dar las gracias a la dama vestida siempre de negro. Se ha sabido que el hombre es un mulato antillano, que se hace llamar precisamente Sébastien, el único que ha hablado claramente: "A través de las cosas más sucias, Jeanne me lleva hasta la extrema pureza y a una confesión que me permitirá comunicarme". En la novela hay un sirviente que debe limpiar el apartamento después de la ceremonia, que toma apuntes, humildemente, y se los lleva a la sacerdotisa para que los supervise. Ella lo corrige, conminándole brutalmente: "¡Y, sobre todo, nada de literatura!". Es un escritor, está claro, quizá incluso un rival de Robbe-Grillet desenmascarado; ¿o bien es el marido? Un lugar importante de la actual excitación libertina sería también, parece ser, una iglesia del barrio latino, quizá la de San Sulpicio, donde Jeanne de Berg sitúa un violento emparejamiento en la oscuridad de la nave, tras sus éxtasis ante las Hagas del costado de Cristo, con un hombre que sale de una puertecita secreta.
Y he aquí que Pivot descubre el pastel... llamando a Jeanne para que asista a su famoso pro grama literario. Ella lleva el rostro cubierto por un velito, como una pantalla, guantes de encaje, traje de chaqueta ceñido; es una mujeruca corriente, muy cuidada, y de edad indefinida, insignificante a primera vista, effacée, como se define a sí misma en el libro, con narcisismo, para subrayar su doble vida. La fascina ción por el martirio, por lo que explica, se remonta a la educa ción en un convento de monjas, en el que de jovencita llegaba a extasiarse con las torturas de los mártires, comprendiendo, con el paso del tiempo, que son los hombres, sobre todo, los que exigen sevicias y humillaciones, para satisfacer sus deseos.
Los escritores allí presentes se burlan de ella. Sagan, que presenta los románticos amores entre George Sand y De Musset, está allí, incómoda. Risas. Y el ridículo, aunque pueda ser injusto, cae sobre la mujer-pantalla. Los amigos y los cómplices se largan, con desazón. Y cogen el teléfono por temor a verse involucrados por la cómplice amiga Catherine. "Elle est ridicule...", sentencian.
Como escribe Poirot-Delpech en Le Monde sobre Ceremonias de mujeres, la lata es que en el voyeurismo activo, y en las sutilezas sadomasoquistas, lo imaginario erótico se repite, carece de originalidad, y es la ley reivindicada de este género, en el que la desilusión repetitiva forma parte de la fiesta erótica. "Nunca es así", se lamenta al final del libro la organizadora de los martirios. En tanta monotonía -azotaos, acuchillaos, descomponeos y recomponeos- se cruza por medio de una atmósfera plúmbea, de una total ausencia de ironía, pues Jeanne teoriza que el humor es el más mortal veneno para el erotismo. No hay duda de que ella no corre ningún riesgo...
Traducción: C. A.Caranci.
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