_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La mano blanca

Andrés Trapiello

Aunque muchos los desprecian, tratar de matices es una cosa difícil. Y, sin embargo, son lo único que importa, matices, detalles exactos. Stendhal llamaba hipocresía a escribir corcel por caballo. Seguramente exageraba, pero en la exageración no sólo está el espíritu de una época, sino el alma de un hombre. Paradójicamente, todo lo que no está formado por aristas ni tiene un gran carácter y temperamento se lo lleva el tiempo. Por eso, conforme a la lección de Stendhal, yo me cuidaría muy mucho de escribir alguna vez la palabra corcel. Tal vez fueron prejuicios, manías de un solitario. Aunque lo más razonable es recordar que sí algo no soportaba aquel hombre errabundo fue la afectación.Algunos, la afectación la van a buscar lejos, pero la que tienen al lado no la detectan. Siempre sorprende, por ejemplo, esa tenacidad cómica que se ve en quienes apean a los santos del tratamiento. Es algo a lo que le tienen afición los curas que se avergüenzan secretamente de serlo y los que no lo son por un milagro. Seguramente piensan que leer el Cántico espiritual o Las moradas tiene una bula especial. De esa manera cada vez que se refieren a sus autores hablan de Juan y de Teresa, como si fueran primos. Me recuerdan ese tipo de personajes crispantes que siempre que pueden, y sin venir a cuento, meten en la conversación, sustituyéndole los apellidos, el nombre de pila de alguna celebridad del momento. Lo hacen para darse pisto y tono, pero en realidad lo más probable es que a esa celebridad la conozcan accidentalmente, o de los lejanos tiempos de un colegio común.

Éstos son detalles mínimos, pero llevan el tiro largo. Porque el que empieza quitando títulos, luego quiere la guillotina. Empieza democratizando el escalafón celestial y termina convencido de que los éxtasis y experiencias místicas de estos mismos santos no son más que versiones de lo sexual y capítulos de la líbido.

Al principio, yo en estos razonamientos, si se pueden llamar, veía candorosas inclinaciones particulares o limitaciones de retorcido, pero luego no. En todo ello se respira el tufo graso de la pedantería y el engallamiento del petulante. Se conoce que algunos confían que a escribir la Noche oscura del alma se puede llegar también por el atajo de una señorita estupenda, en París, y con una suculenta asignación del Gobierno. Sin afectación no hay prejuicios, sin prejuicios no hay leyenda y sin leyenda es impensable bandearse. El que tiene una leyenda llega lejos. Por eso, cuando se dice que el arte de hoy es tan mitómano no se está apuntando sino que es un arte afectado y prejuicioso.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En este siglo alguien con una vida nocturna intensa está bien, pero para el que lleva una existencia rutinaria y metódica y a las once de la noche se recoge en su casa las cosas se le presentan feas. Del alcohol salen muchas leyendas, pero del consomé poca cosa, siempre gris y sin interés para rutilar en el salón y en la historia.

A un canalla que venda armas en Abisinia se le ve con simpatía, pero al que tiene un jardín con flores y parterres que él mismo cuida se le cree un hombre acabado. Para muchos, la perfección y la virtud significan aburrimiento y tedio. Por eso creen religiosamente que los éxtasis de santa Teresa sólo pueden interesar a la modernidad si se les explica desde un punto de vista lúbrico y oscuro. Resulta difícil

Pasa a la página 10

La mano blanca

Viene de la página 9 imaginar que mediante el rezo del santo rosario alguien puede alcanzar la perfección y la verdad, pero sería de fanáticos negar esa posibilidad. Y el único fanatismo equiparable al religioso es el fanatismo del ateo, del positivista, del científico.

Hace unos años menudearon en la poesía española ese tipo de poemas cuyo título podría ser, más o menos, de esta manera: "Scott Fitzgerald bebe, solitario, un whisky en el bar de un hotel de Manhattan". La verdad, yo encuentro que si sólo es eso, lo mismo se podría hacer otro poema que empezara así: "San Martín de Porres se aplica una tanda de disciplinas en su celda sombría de Lima". Exóticos son los dos. Yo veo que la biografia es lo único que le importa al arte de este tiempo. Las biografias, las situaciones, los países. Los grupos, las fechas, los estilos.

Es mucho el envoltorio. Un cuadro churretoso en un arrabal del Rastro no vale nada, pero colgado en una galería de pintura transvanguardista son unos miles de duros, entrevistas a su autor en la televisión y movimiento de órdago.

La palabra de moda hoy es divertido. Todo lo que no sea divertido está condenado al fracaso. La arquitectura, la música, la pintura aspiran, como al mayor de los elogios, a que se las juzgue divertidas. Supongo que ésa es la razón de pensar que la francachela y la juerga son los medios idóneos para un artista de ahora, que se pasa más tiempo de cenas y bailongos que en su estudio.

Yo creo que esa manera de ver las cosas entró con la bohemia, las golfas y el ajenjo en el París de Luis Felipe. Imaginar que el arte sólo era arte si le pegaba a uno la sífilis estaba bien para una sociedad llena de señoronas repugnantes que olían a misal berzas cocidas y gatos cebones. Ahora, creerlo 100 años despues, es tronchante.

Hoy nadie piensa, sin embargo, en el siglo XIX. Nuestro siglo XIX ,son los años veinte. Por no sé sabe qué teoría del aquilatamiento, el que sigue la moda de las vanguardias es más moderno que nadie. Pero si uno se retrae en el tiempo unos 30 afflos antes es un hombre sin porvenir, un pobre iluso.

Porque la cuestión primordial es ser moderno. Conforme al comportamiento del péndulo, después de un dilatado período romántico en el que los artistas querían expresarse en la lengua de los ángeles, aunque fueran luciferinos como en Baudelaire, hemos visto que los artistas de este siglo se conforman con un lenguaje de perros. Algunos consideran de buena fe que los cocodrilos de la pintura de ahora o los ruidos en la música están mal, pero que vanguardistas como Picasso y Weber están bien, pero lo cierto es que de aquellos polvos, estos Iodos.

Los arquitectos que han estado defendiendo toda la vida el racionalismo y la Bauhaus cada vez se dan más prisa en comprarse un piso decimonónico en los enclaves viejos de las ciudades. Todos hablan de Velázquez, pero hacen las cosas como ese Duchamp, que se creía Leonardo por pintarle bigotes a la Gioconda, lo cual no es ni una provocación ni una gamberrada, sino cosa de tonto de pueblo. A los músicos se les llena la boca de Mozart, pero sus conciertos se escuchan porque tienen la picardía de programarlos entre Beethoven y Brahms. A esta manera de ser modernos se le podría llamar muy bien hipocresía. Ya no estamos siquiera hablando de corcel. Hemos pasado al alazán.

Fueron los últimos románticos los que lanzaron a los aires de Europa el grito de ¡Viva la bagatela! contra los corsés académicos. Hoy todo el mundo se considera a sí mismo liberal y tolerante en materia artística, pero esto es falso. El que no termina bajando la testuz, como el manso buey, ante la academia de las vanguardias es borrado de toda la combinación social. Todo es muy divertido, pero a la hora del arte nadie hay que vuelva a repetir el viejo alarido de combate: ¡Viva la bagatelal

Es hermoso ser viejo

Sin embargo, qué poco apetece dar al viento ningún grito. Los gritos son cosa de juventud. El arte de hoy, y sus dictados, asuntos juveniles. Todo está en manos de los jóvenes. Cuando uno lo ve, le entran ganas a uno de ser viejo y vivir la vida sin entusiasmo, sin tener que ver ni que mezclarse. Algo moderno dura hoy, en el mejor de los casos, 10 años. Luego pasa y se olvida. Por eso, la única manera de estar al día hoy es ser de hace 100 años. Lo que pasa ahora se olvida. Lo que pasó, ya se olvidó. Una eternidad 100 años más vieja. Ésa es la ventaja.

Pero hay muchos que esto no lo ven así y, más cucos, les parece que la historia siempre tiene razón, como una coctelera. Por eso defienden que pintar delictivamente hace 50 años, como lo hacía Picabia, estaba muy bien, pero que hacer lo mismo ahora sería de estúpidos. Lo que se nota aquí es que las obras importan poco. Son más los nombres, las fechas y los datos.

Sin embargo, en el ambiente hay un gran entusiasmo por todo lo que ocurre, lo cual es misterioso. Puede que sea cierto que España está de moda porque una película suya de una mediocridad paralizante ganó un oscar. Puede que haya algún negro muniqués que crea que Madrid es Hollywood. Tal vez es posible que los pintores vean el panorama local con gran optimsimo porque sus exposiciones arrancaron tres líneas a The New York Times. Entra dentro de lo probable. Pero todos esos malentendidos, como las burbujas del champaña, producen una loca euforia. ¿Y quién le dice a un borracho que su aliento huele a rayos?

Los artistas contemporáneos, como los planes quinquenales, no tienen ningún empaque en cambiar de estilo cada cinco años. Están convencidos de que hacen en cada momento lo que tienen que hacer. Los historiadores también creen que la historia nunca se equivoca. Pero eso es absurdo. La historia no es más que una sucesión de despropósitos. Si a mí me hubieran dado a elegir no hubiera nacido probablemente en este país ni en esta época ni con todas mis limitaciones. Sería estúpico creer que los defectos de uno son virtudes, o no son del todo defectos, porque son de uno. En cambio hay muchos que por el hecho de haber nacido en este tiempo se creen en la obligación de ir apañando todo el gigantesco galimatías del arte y de la literatura. Resulta una mortificación que no comprendo.

La confusión nace en querer ser actual y superar a lo anterior. Los modernos confunden lo actual con lo contemporáneo. Uno, desgraciadamente, no elige a sus contemporáneos, pero sí puede decidir qué es lo actual o no. Sabemos que Miguel Ángel corría al puerto de Ostia cada vez que oía que una nave iba a desembarcar un cargamento de estatuas antiguas y restos del pasado. A menudo los compraba, se los llevaba a Roma y los copiaba. Él, que únicamente quería ser un hombre de su tiempo, sólo pensaba que ser actual era parecerse a un griego.

Los artistas de hoy, casi todos autodidactas, sólo quieren parecerse a sí mismos. Sólo les preocupa estar a la última, decir la última palabra. Algunos creen que los vanguardistas estaban en lo cierto, pero que sus seguidores les han hecho daño. No veo el porqué a ese razonamiento. Del Mazo, el yerno de Velázquez, de su mismo taller, tiene cuadros de una gran belleza. El parecerse, como en todo, depende del qué y del quién. Lo más excelente que se llega a oír de una obra actual es que no se le parece a nada, y de un artista, que no se parece a nadie. Yo creo que tiene que ver con la teoría cubista de Freud de matar al padre. En ese aspecto, este siglo se parece a una gran inclusa.

Según algunos dicen, parece que hay síntomas de que las cosas cambiarán, que olvidaremos la pesadilla de este siglo y que volverán las cosas al curso interrumpido en el siglo XIX. Algunos ven los síntomas, pero las cosas seguirán como estaban. A gran parte de la población, los cuadros de Picasso le podrán parecer lo que sea, pero no se va a descolgar ni uno solo de los museos. Nadie leerá el Ulises, de Joyce, pero cada año se publicarán sobre él otros 100 volúmenes. Al escuchar la música estridente, apagaremos la radio, pero seguirán estrenando. Los teatros se quedarán vacíos, pero seguirá habiendo 100.000 actores con la andorga llena.

Hay un fenómeno en la bolsa que se conoce con el nombre de la mano blanca. Cuando las acciones bajan de manera ostensible, para que no cunda el pánico y el caos, una mano blanca, el Estado, interviene y compra el papel a la venta, restableciendo así de nuevo el equilibrio. En el arte y la cultura han empezado a venderse las acciones. Pero no es alarmante. Entre nosotros está la mano blanca. Con el dinero blanco se financian proyectos, hay más premios de ministerios, de comunidades autónomas, de diputaciones, de ayuntamientos que obras. Lo que no compraría ni un mecenas excéntrico lo compra la mano blanca. Hay más premios nacionales, de la crítica, del gusto, de la nueva crítica, de la crítica vieja, Cervantes, Quevedos, Príncipes, Manriques que premiados. Se premia la obra novel y la del viejo. Póstumas y nonatas. Se premia toda una obra, toda una vida, toda una muerte.

Por su parte, entre los autores no hay un poeta malo al que no se le cite en tres antologías; ni pintor que no pueda enarbolar una docena de críticas definitivas, elogiosas; ni músico al que no haya interpretado una orquesta nacional, regional, provincial o una banda de Valencia; ni arquitecto que no haya restaurado una iglesia o un palacete. Los autores siembran, la mano blanca recolecta. Pero el que siembra vientos recoge tempestades.

Algunos seguramente querrían que el que pensara así fuera un desplazado, alguien con amargura. Pero como no lo es, no saben a qué atenerse. Ya nadie considera que los juicios sobre arte y literatura se dividen en reaccionarios y revolucionarios. Eso estaba bien para Breton, que era un estajanovista. Uno, en cambio, sólo tiene la esperanza de que la vida no es esa mala película en la que los artistas de ahora sueñan poner la palabra fin. ¡Qué egotismo tan chusco! La vida nunca tiene desenlace, es una sucesión y, además, casi nunca importa nada.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_