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Una cuestión política

Juan Luis Cebrián

Aunque nos hallamos a menos de dos meses del día en que los españoles han de ser llamados a las urnas -según promete el Gobierno- para emitir su voto sobre la permanencia o no de España en la Alianza Atlántica (OTAN), la realidad es que las fuerzas políticas no han generado hasta ahora ningún debate iluminador sobre las razones en pro o en contra de ello. La discusión gira así, movida por esquemas ideológicos y emocionales, en una carrera de simplificaciones verbales cuya meta final puede producir toda clase de frustraciones en la opinión pública.Un resumen somero de la situación podría ser éste: el Gobierno socialista llegó al poder, entre otros motivos, gracias al apoyo que recibió de millones de votos galvanizados con una vaga idea de pacifismo que incluía la posibilidad, anunciada por Felipe González, de que España abandonara la OTAN. Durante la campaña electoral, el propio González prometió una consulta popular al respecto, pero antes, en el debate parlamentario con motivo de la integración de España en la Alianza, abundaron él y sus compañeros de partido en razones dialécticas contra esa integración.

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Una cuestión política

JUAN LUIS CEBRIÁNViene de la primera página

Tres años y medio después del triunfo socialista, el Gobierno ha comprobado la dificultad, el riesgo y probablemente la imposibilidad, de salirse de la Alianza, pero al mismo tiempo se pregunta cuál es el futuro político de un partido y un líder que han prometido consultar al pueblo y no lo hacen. Se embarca entonces en la procelosa aventura de querer proponer al electorado, en un mismo paquete, la pregunta y la respuesta del referéndum. Finalmente, lo hace agotados ya todos los plazos legales y físicos para la convocatoria, y pretende enmarcarlo en un debate parlamentario sobre política de seguridad y defensa que ha de tener lugar en la primera semana de febrero.

Precisamente con vistas a ese debate, merece la pena insistir en algunos tópicos que, no por reiterados, pueden darse por sabidos. El primero es que nos hallamos ante una cuestión política, y no militar. O, por decirlo con otras palabras, que la defensa y seguridad de la integridad territorial española no dependen directamente de nuestra inclusión o no en la Alianza Atlántica. Militarmente, el destino español en una eventual conflagración entre bloques se halla unido al de los países de la Alianza desde la firma de los pactos con Estados Unidos en 1953. La alternativa de permanencia o no en la OTAN es irrelevante desde ese punto de vista. Por lo mismo, también lo es la eventual retirada de tropas norteamericanas o el abandono por éstas de determinadas bases de nuestro país en el marco de nuestra contribución a la Alianza. Hace más de 30 años que España forma parte del bloque militar occidental, y esta realidad ha sido apoyada incluso por el partido comunista mientras éste tuvo representación parlamentaria digna de tal consideración. Por lo demás, los problemas más inmediatos de nuestra seguridad se centran en Ceuta y Melilla, que atraen prioritariamente la atención de los planes estratégicos del Ejército. Y en este punto tampoco nuestra posición se ve alterada en lo militar por estar dentro o fuera de la OTAN.

Desde el punto de vista de los aliados, la integración de nuestro país en la Alianza tuvo y tiene también fundamentalmente un valor político. Las bases de Rota y Gibraltar garantizan las necesidades estratégicas en el Mediterráneo, y aun si el territorio español es contemplado con interés como una eventual retaguardia -la Península otorga a la OTAN una considerable profundidad geográfica frente a la que tiene el Pacto de Varsovia-, existen pocas dudas de que los pactos bilaterales con los norteamericanos garantizaban ya suficientemente ese destino. En dicho contexto, las discusiones sobre si España está más o menos amenazada, en uno u otro caso, por los misiles soviéticos carecen de sentido: Gibraltar, Rota, Torrejón y Morón son, desde hace décadas, bases de la Alianza.

También parece ridículo por ello el interés que pone el Gobierno en convencer a los españoles de que nuestra permanencia en la OTAN implica en su fórmula una reserva sustantiva en lo que se refiere a la integración militar. El documento de la adhesión española no dice nada al respecto, por lo que España pertenece al único órgano estrictamente militar con autoridad sobre el Comando Supremo (el Comité Militar), y el Gobierno ya ha dicho que no tiene intención de retirarse de él. El problema existente es la ubicación del mando militar español en el mando conjunto, cuando los portugueses son reacios a soltar parte de sus responsabilidades en este terreno y los españoles lo son a obedecer órdenes del almirantazgo británico en Gibraltar. La no integración en el mando militar conjunto evita el eventual envío de soldados españoles a otros países de la Alianza, pero ésta no se ha mostrado nunca interesada en la capacidad ofensiva de nuestro Ejército, sino en las oportunidades de nuestro territorio como lugar para retirada y reagrupamiento de tropas en un conflicto que asole Centroeuropa.

La cuestión es, pues, política, y no militar. Y es política en sus dos aspectos: interno e internacional. La marcha de cualquier país de la Alianza podría suscitar efectos de contagio en otros miembros del club y ser interpretada por el adversario como un signo de debilidad. Claro que esta definición del adversario, que resulta obvia para la conciencia europea occidental, no pertenece en cambio a la sensibilidad española. Las dificultades del Gobierno para demandar un sí a la OTAN provienen del hecho de que la tensión entre los bloques y la amenaza de agresión entre ellos se viven en la Península de manera diferente a como se hace en el continente. Una explicación honesta de la imposibilidad de romper la política de bloques contra los designios de quienes los dirigen implica la aceptación de una limitación de la soberanía de los Estados. Desde la aparición del arma atómica hay, efectivamente, cuestiones de la convivencia mundial reservadas a la voluntad de aquellos que detentan el poder nuclear. Y sería absurdo suponer que el deseo neutralista anida sólo en las poblaciones de los países cuyos Gobiernos se mantienen efectivamente neutrales.

Los aspectos políticos internos son aún más evidentes. Felipe González y su partido están preocupados por la credibilidad futura que podrían tener si no llegan a convocar el referéndum. No es el fondo de la cuestión lo que les abruma (se han dado garantías de que España permanecerá en la OTAN), sino lo que consideran un compromiso ético con sus votantes y el castigo electoral que pudieran merecer caso de no cumplirlo. Para salir airosos de la prueba solicitan de la población un acto de confianza espectacular: una adhesión masiva y voluntaria a una organización que entre otras cosas mantiene como doctrina unánime la disuasión nuclear. Ello equivale a trasladar la responsabilidad moral de los gobernantes a los gobernados: a no querer asumir el precio que el ejercicio del poder comporta.

Los aspectos de política interior del referéndum amenazan con convertir a éste en un callejón sin salida para el Gobierno y para los 10 millones de españoles que le dieron su voto. Por un lado, está la tentación gubernamental de cambiar el propio objeto de la consulta, con la exclusiva y obsesiva meta de ganarlo: se trataría así de hacer una pregunta no sobre la permanencia de España en la OTAN, sino sobre la política exterior en su conjunto. Es lo que la derecha denuncia como un intento plebiscitario de la gestión de Felipe González. En cualquier caso, un referéndum así no colmaría las necesidades éticas de quienes exhiben éstas como motivo fundamental para la convocatoria. Por otra parte, existe el convencimiento de muchos demócratas -sabedores de las dificultades para abandonar la Alianza, pero no deseosos de dar su aval personal a la política de bloquesde que una derrota gubernamental abriría un vacío político imprevisible: desde la consecuente dimisión de Felipe González hasta la dramática constatación de la imposibilidad de hacer efectiva la voluntad popular de abandonar la Alianza hay sitio en los mentideros para toda clase de especulaciones. Conviene señalar que no siendo el referéndum jurídicamente vinculante, el Gobierno necesitaría, si lo pierde -y quiere ser coherente con sus promesas-, convocar las Cortes para denunciar el tratado con la OTAN y, sólo después, disolverlas y llamar a elecciones generales. Pero, dados los plazos previstos por el propio tratado, un nuevo Parlamento favorable a la permanencia en la Alianza, fruto de esas elecciones, volvería a integrar a España en aquélla antes de que el abandono fuera efectivo. El espectáculo de ver votar a los socialistas por tres veces, en las Cortes, y en el plazo de medio año, sí, no y otra vez sí sobre una misma cuestión sería insoportable para el sentido común. Por último, merece la pena interrogarse si no puede provocar mayores tribulaciones morales a las conciencias de los socialistas el hecho de arrastrar a sus votantes, mediante un complejo y espeluznante sistema de propaganda, presiones y manipulaciones, a hacer un ejercicio circense con su voto. Surrealista país éste, en el que, como aseguran que comentaba lord Carrington, los partidarios de la OTAN no están dispuestos a votar a favor de ella y los contrarios se ven impelidos a depositar una papeleta con el sí.

Hay quien todavía especula con que un conflicto político en Galicia o Baleares puede hacer inviable legalmente la celebración del referéndum, salvando al mismo tiempo la imagen del Gobierno en su voluntad de realizarlo. Vana esperanza. Felipe González ha elegido, entre muchos males, el que le parecía el menos malo para él. Y a estas alturas del calendario sólo tiene una salida: o ganar el referéndum o evitarlo con unas elecciones anticipadas. Se ha decidido, aventuradamente, por la primera de las vías (eso sí, con tal timidez que ni siquiera ha convocado la consulta aún). Una vez más, los gobernantes prefieren tratar de hacer que se equivoque el pueblo con tal de que parezca que no se equivoca el príncipe.

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