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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Moros y cristianos

LAS GESTIONES realizadas por el Defensor del Pueblo ante los ministerios de Justicia y de Interior en favor de los melillenses de religión musulmana y de origen marroquí, que se sienten amenazados por la entrada en vigor de la ley de extranjería, pertenecen al ámbito de los sentimientos humanitarios y de las exhortaciones en favor de una aplicación suavizada y tolerante de la legislación vigente. Joaquín Ruiz-Giménez, que había presentado ya un recurso de inconstitucionalidad contra diversos artículos de esa norma (la ley orgánica sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España, promulgada el pasado 1 de julio), se ha interesado por la agilización administrativa de los expedientes presentados por más de un millar de melillenses de origen marroquí que solicitan la nacionalidad española. También ha sugerido que la antigua tarjeta estadística expedida en favor de los musulmanes de Melilla sea sustituida por una identificación administrativa especial, a fin de evitar que una documentación de simple extranjería consagre su condición de tales y les impida acceder en corto plazo a la nacionalidad española. La respuesta del Gobierno al Defensor del Pueblo permitirá apreciar su grado de sensibilidad ante esas peticiones humanitarias.Ahora bien, los problemas que crea a la España democrática la residencia en Melilla (cuya población asciende a 72.000 habitantes) de 27.000 musulmanes, de los cuales sólo unos 7.000 poseen la nacionalidad española, deben ser planteados y resueltos en términos políticos. No se trata sólo de las negativas consecuencias que esa insólita situación de inseguridad jurídica pudiera acarrear para la estabilidad de esa plaza de soberanía enclavada en el norte de África y para nuestras relaciones con el reino de Marruecos. Casi mayor importancia revestirían los negativos efectos que pudiera producir sobre la cultura cívica de los españoles, la salud de las instituciones democráticas y la vigencia de la Constitución de 1978 una política discriminatoria coloreada de racismo, entroncada con las peores tradiciones del integrismo religioso y negadora de los principios más elementales del respeto a la dignidad de la persona humana. A este respecto, la manifestación convocada a finales de la semana pasada en Melilla por todos los partidos -con destacado protagonismo de las autoridades socialistas- para contrarrestar la protesta de los melillenses de origen marroquí contra la ley de extranjería trae a la memoria la miopía histórica y la insensibilidad política de la que han solido hacer gala muchos pueblos europeos obligados a convivir en el mismo territorio con hombres y mujeres de otras culturas. Que el Gobierno de Felipe González haya promovido o auspiciado una movilización sedicentemente patriótica, cuyo último sentido no era otro sino romper cualquier vínculo integrador entre dos comunidades separadas por el origen geográfico y por las creencias religiosas, evoca los funestos recuerdos del socialismo pied-noir de Guy Molet, que empujó a la socialdemocracia francesa hacia un callejón sin salida. Y caminando todavía mas atrás en busca de pesadillas históricas, la expulsión de los judíos españoles bajo el reinado de los Reyes Católicos y la expulsión de los moriscos bajo el imperio de los Austrias podrían convertirse en la humillante referencia comparativa de esa todavía incoada política de limpieza de sangre y de cristianismo viejo que el Gobierno español parece tentado de aplicar en Melilla. Las plazas españolas del norte de África pueden dar lugar a un debate de geoestrategia o a una discusión sobre el futuro a largo plazo de la noción actual de soberanía. En más de una ocasión hemos defendido que los derechos y los intereses de las poblaciones deben prevalecer sobre los principios territoriales, de forma tal que la suerte de los ceutíes y de los melillenses es algo que concierne directamente a los demás españoles. Pero la promulgación de la ley de extranjería no ha hecho sino actualizar un problema de un orden cualitativamente distinto. Es cierto que, según el Código Civil, el nacimiento en nuestro territorio no concede automáticamente la nacionalidad española a los hijos de padres extranjeros, aunque sí cuando al menos uno de éstos hubiera nacido también en España. También es verdad que la rebaja del tiempo de residencia -desde los 10 de régimen general a los dos años de régimen especial- para adquirir la nacionalidad ampara sólo "a los nacionales de origen de los países iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial o Portugal o de sefardíes" y no abarca a los marroquíes residentes en Ceuta y Melilla. Pero las leyes están no sólo para ser cumplidas, sino también para ser cambiadas cuando la justicia lo requiere. Sea cual sea el punto de vista -histórico, político o moral- que se utilice, resulta muy dificil negar a los melillenses y ceutíes de origen marroquí residentes en ambas ciudades sus derechos a recibir, si así lo desean, la nacionalidad española en los términos y en los plazos más favorables. Nuestra Constitución -objeto hace escasos días de solemnes ceremonias en las que los socialistas no ahorraron el botafumeiro- consagra la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad y el respeto de la ley y a los derechos de los demás como fundamento del orden político y de la paz social, con independencia de la nacionalidad de los seres humanos. También establece que los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Resulta un sarcasmo que ese pronunciamiento programático en contra de cualquier discriminación de los españoles por motivos étnicos, religiosos o de procedencia sea obviado en la práctica mediante el procedimiento de negar o dificultar la condición de tales a quienes no presenten credenciales de cristianos viejos, una ascendencia mesetaria o una tez sonrosada. El racismo no tiene su único hogar en Suráfrica, y el Gobierno socialista, si no enmienda su actitud en este caso, no puede tirar la primera piedra contra nadie.

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