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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Gracia y desgracia

Fernando Trueba, con las espaldas al descubierto por la inexperiencia, saltó de golpe al éxito con una comedia, Opera prima, en la que la inspiración, traducida en un suave encanto compensaba la falta de oficio. Tras el paso de unos años y la realización de dos filmes más, Trueba ha llegado a Sé infiel y no mires con quién, otra comedia, donde le ocurre lo contrario: el aumento de experiencia se le disuelve en una mengua de inspiración, que hace disminuir aquel encanto.La película fue extraída de un vodevil que, bien represantado teatralmente, lleva su ritual de cables cruzados -o, en jerga escénica, de enredo- hasta los alrededores del paroxismo. En un escenario, y con público cómplice, Sé infiel... genera carcajadas compulsivas, tanto más estentóreas -tal es la ley del enredo como rito escénico- cuanto más se acentúe la concentración espacial y temporal de los equívocos conjugados por los actores. ¿Como traer al redil cinematográfico -cuya lógica pide dispersión de escenarios, troceamiento de diálogos y desmembración por saltos o elipsis de la continuidad del tiempo- un desarrollo escénico cuya eficacia pide lo contrario: concentración espacial, tracas coloquiales y continuidad temporal?

Sé infiel y no mires con quién

Director y guionista: Fernando Trueba. Comedia de Cooney y Chapman. Fotografía: J. Amorós. Música: Á. M. Alonso. Producción: A. Vicente Gómez. Española, 1985. Intérpretes: Ana Belén, Carmen Maura, Verónica Forqué, Antonio Resines, Santiago Ramos, Bibi Andersen, G. Montesinos, Chus Lampreave, Pirri. Estreno: cine Coliseum. Madrid.

Trueba ha invertido la estrategia de la ecuación teatral y ha dispersado espacios, troceado diálogos, entrecortado tiempos. En lugar del filmar teatro, ha buscado, con riesgo, rehacerlo como cine y, para ello, ha roto en pedazos el dispositivo teatral originario. Pero una vez troceado éste, no ha sabido recomponer -o lo ha hecho sólo a medias- esos trozos en otra unidad urdida con armas cinematográficas.

¿Por qué? Su fractura de la unidad del vodevil pedía a continuación un fértil esfuerzo de invención de gags fílmicos con los que engarzar trozo y trozo. Pero tal esfuerzo ha sido, por. un lado, destilado con cuentagotas; por otro, la mayoría de los gags goteados provienen más de una cinemateca más que de eurekas de propia cosecha, y, finalmente, el desarrollo de cada gag es tímido y no se ahonda en sus posibilidades cómicas. Los gags de engarce, destinados a dar unidad, continuidad y densidad cómica al enredo teatral trasladado a cine, son pocos, en su mayoría de libro y siempre cautelosos, sin sentido del desbordamiento.

Un torbellino manso

Por ejemplo, los gags del papelito volador, de la chica llorona, del taxista asombrado, del policía que siempre es el mismo, del conserje de hotel que intuye regocijado un lío, de la bronca al otro lado de una puerta que se cierra, de la rebelde cama plegable, del encuentro en la cornisa, se han olfateado -pero allí fueron desarrollados, no sólo enunciados como aquí- en ecos similares de las tradiciones de la comedia de Hollywood, desde su frenética época muda hasta los refinados rizos de Lubitsch, Sturges, Wilder, Tashlin, Bogdanovich y otras campanas que resuenan en Sé infiel...La realización padece un desajuste: los sucesos narrados proponen un trepidante desorden hilarante, pero el moroso cauce fílmico por donde ocurren parece hecho a la medida de un suave orden sólo risueño. De otra manera, un suceso que contiene comicidad en cascada discurre sobre formas típicas de gracias de agua mansa. No es casual que la escena más bella del filme sea la última: la reconciliación en clave sentimental lograda de una pareja que poco antes estaba en un torbellino de idas y venidas en clave de farsa no lograda.

Este desajuste proviene de la falta de malicia con que Trueba plantea el juego de actores, que funciona sólo cuando hay dos o, como mucho, tres en pantalla. De ahí la gracia de los dúos y la desgracia de las escenas donde los actores se acumulan, como la de la comisaría, en la que al gag del policía que no se entera de nada -recordemos el partido que de él sacaba Bogdanovich en ¿Qué me pasa, doctor?- hay que añadir la desgracia adicional de que el espectador tampoco.

La película sabe a poco, a cortedad, a desaprovechamiento, y se sostiene sobre aciertos parciales. El primero es la soltura con que Trueba resuelve las situaciones de diálogos en dúo: por ejemplo, la del decorador que se cree asediado sexualmente por el marido de su amiga, que, con otras de estructura similar, crea risa. El segundo es la visualidad con que los objetos adoman la cáscara de la acción. El tercero es la sustitución de la relación entre actores -que es sólo dicha, carece de fisicidad o la tiene en grado muy elemental- por algunos graciosos números de las actuaciones individuales.

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