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La reconquista del castellano

Con moderada frecuencia, la Prensa recoge la resolución, personal o colectiva, de determinadas personas decididas a salir en defensa de la lengua castellana. Aunque sólo sea por esa actitud, la denominación más apropiada a la lengua que hablan y practican esas personas es la de "castellana" (no muy distinta, etimológicamente, de "catalana"), es decir, la que mejor pone de manifiesto su origen y procedencia de un reducto defensivo que, al parecer desde siglos, toda clase de adversarios se empeñan en desmantelar. Adversarios que no sólo vienen de fuera, que no proceden exclusivamente de otras lenguas. Mediante la última iniciativa de que tengo noticia, se tratará de evitar que, sobre todo en los medios de comunicación y por personas con evidente influencia en las costumbres públicas, se sigan utilizando determinados giros -como "de que", "en base a", "vale" o "a nivel de"- que, al tiempo que denuncian la escasa formación lingüística o gramatical de quienes los emplean, devalúan por contagio la expresividad y la buena construcción del idioma castellano.Me pregunto qué piensan hacer esos celadores del idioma para evitar tan temible degradación. No acierto a ver a qué pueden recurrir para llevar a cabo tan encomiable misión sin atentar a los principios de la convivencia o, al menos, del respeto al prójimo. Se decía de Ataturk (aquel hombre que, en competencia con Bela Lugosi, parecía engendrado por la naturaleza para otorgar al esmoquin su expresión perfecta) que a su subida al poder absoluto dictó tres decretos que cambiarían el semblante del viejo imperio por el de la Turquía moderna: el primero, la eliminación instantánea de la cabra, que en una semana dejó el país convertido en una carnicería y en pocos años se tradujo en su reforestación y en la regeneración de su ovino; el segundo, la supresión del fez, que de la noche a la mañana transformó el Cuerno de Oro en un efímero campo de amapolas de fieltro, y, por último -y el más arduo de tragar-, el abandono de la escritura arábiga y la obligada transcripción de la lengua turca en caracteres latinos. Se decía de Ataturk que, personalmente, en una sala del palacio de Ankara, ante una pizarra y armado de un puntero, durante muchas mañanas se encargó de enseñar la escritura latina a los miembros más destacados de su Gabinete, tanto civiles como militares, y que aquel que no demostró aptitudes o buena disposición para las nuevas letras perdió su favor para caer en el ostracismo por el resto del largo mandato del padre de los turcos.

Carentes del mando que ostentaba Ataturk -y, por consiguiente, de la obediencia que inspiraba-, no creo que los celadores del idioma castellano se atrevan a imponerse a sí mismos un programa de enseñanza que, en mayor o menor plazo, permita extirpar los usos viciosos para devolver a la lengua su perdida pureza. Así que tendrán que conformarse con denunciar esos vicios con moderada frecuencia y limitarse a predicar con el ejemplo; esto es, a hacer gala en sus discursos de una lengua irreprochable y, para apoyar su catequesis, acudir a la colaboración de esa media docena de creadores de un idioma jugoso que, entre otras cosas, tanto han aburrido a los lectores de este periódico. Será sin duda una labor desinteresada, propia de gentes de espíritu generoso que no buscan ninguna clase de retribución por sus servicios. Y el día en que las figuras del deporte, en sus entrevistas, respondan con un "es necesario tener presente..." y los políticos, abandonando su acomodaticio "yo diría", repliquen con un "para mí tengo...", de más fuste y enjundia, será preciso volver la mirada de agradecimiento hacia quienes -sin molestar apenas a la opinión- acertaron a devolver al castellano su perfección gramatical. No me cabe duda de que ese día está próximo, pues todo parece anunciarlo. Preciso es reconocer que toda sociedad es sabia y que cuando en sus abusos se aproxima a ciertos límites que ponen en peligro algunos elementos esenciales para su equilibrio, su entendimiento y su progreso, de su propio seno surgirán las fuerzas que antes o después pondrán freno al desafuero. He ahí el movimiento obrero, he ahí el ecologismo y la defensa del ciudadano contra el Estado, he ahí la protección del patrimonio y -como un vástago de éste- del castellano.

Algunos de estos movimientos acostumbran a repetir el esquema -según nos enseñaron en el colegio- de acuerdo con el cual se desarrolló la Reconquista. Sólo en unos cuantos reductos montañosos y casi inaccesibles tomaron refugio las maltrechas huestes de la verdadera fe ante el avance del invasor y con el firme propósito de mantener enarbolado su estandarte, restaurar sus fuerzas e iniciar cuanto antes la recuperación de lo perdido. En la mente del guerrero cristiano arrinconado en la montaña cantábrica -como en la mente del partisano del siglo XX- no cabrá otra idea que la expulsión del invasor, cualquiera que sea el precio que haya que pagar por ello; una misión que se legará de padres a hijos a lo largo de ocho siglos y que, a la postre, determinará el acto final de la epopeya: la guerra de Granada de 1570.

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El heroísmo cantábrico no se limitó a resistir; aspiró en primera instancia a recuperar lo perdido para luego dominar, y si en la carrera de su reconquista se encontró con elementos díscolos o rebeldes, no vaciló en expulsarlos. El áspero reducto de montaña es la mejor escuela de la intransigencia, y el programa de liberación que se acostumbra a redactar en él, por lo general, concluye en un recitado de ideas fijas, autoritarias y anacrónicas. Por eso sospecho que con la misma desazón con que el regante arabizado vio en su día aparecer por la vega los estandartes cristianos, dispuestos a llevarse todo por delante, incluso la técnica que les daría de comer, observará el analista de hoy los denodados esfuerzos del Defensor del Idioma (una figura que el Gobierno debería procrear para tener la parejita, para que el del Pueblo no se malcríe como todo hijo único) por recuperar para su dominio un terreno muy distinto al que perdieron sus abuelos.

La historia reconoce, empero, que a lo largo de aquella larga epopeya hubo extensos momentos de vacilación y apaciguamiento; que la primera decisión cántabra se vio con frecuencia mitigada por otra vía menos belicosa, por otra política más atenta al equilibrio de una sociedad bien distinta a la visigótica, un aglomerado de elementos heterogéneos, pero no antagónicos, aportados por las diferentes confesiones. Pero, para bien o para mal, todo acabó en la restauración de la vieja fe, reforzado su espíritu dogmático por sus triunfos con las armas y en la expulsión de los heterodoxos. La historia cambia de sensibilidad y de simpatías, y si hasta anteayer fue un canto a la sublime decisión cántabra, hoy la domina el lamento por la pérdida de la amalgama medieval.

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