Habla siempre de ello, nunca pienses en ello
Parece un despropósito que, siendo tan cotilla, el español no escriba biografías. Ni las lea. ¿O las lee? Últimamente, es cierto, el mercado del libro tienta de cuando en cuando a los compradores con ensayos biográficos y tomos memoriales, en los que se nos cuenta la guerra o el exilio de algún personaje. Y, dentro de esa subsección de lo propagandístico, floreció hace pocos años, y reverdece ahora, un consorcio de cuño familiar volcado a la conserva del nombre del difunto Caudillo, que llega enlatado en casetes y opúsculos, calcomanías, discos, recortables, postales, insignias de solapa y alfileres de corbata. Se trata de degeneraciones del verdadero arte de la biografía, para el que quizá, como en la leyenda negra de posguerra sobre la democracia, el español no esté aún preparado.En España, en efecto, no se ha entendido bien que lo propio del género es no ser selectivo. Cualquier vida interesa o puede interesar, no sólo la del genio, el líder o la estrella. Los países más cultos donde florece el género (Reino Unido, Francia, Estados Unidos) nos enseñan a ver en todo ser humano un quicio de grandeza que, bien investigado, puede cristalizar en una biografía de interés general. Todo ser, a su muerte -y no pocos en vida- pasa a convertirse automáticamente en patrimonio de la curiosidad censoria e interpretativa del biógrafo, quien podrá sentirse atraído por un amor malquisto del sujeto en cuestión, una afición tenaz a la horticultura o un don extravagante para jugar al naipe. Todo cuenta, todo apasiona, y, a veces, una vida narrada con talento regenera la obra del biografiado: el caso de Joe Orton, mediocre comediógrafo cuya violenta muerte a manos de su amante envidioso, minuciosamente reconstruida por un buen periodista, vilvió a despertar en el Reino Unido interés por sus piezas.
Se diría que en las comunidades ilustradas, la británica sobre todo, el excedente cultural lleva a fijar la vista en lo insignificante, queriendo demostrar que, si se busca bien, significado hay hasta en un nonato. Y ¡ay de aquel que pretenda escapar al biógrafo! W. H. Auden, que siempre se negó a que le reconstruyesen por escrito vida y andanzas, remitiendo a su obra poética a aquellos que quisieran saber algo de él, se ha visto ya agraciado, 12 años después de su muerte, con cuatro gruesos volúmenes de una saga que se anuncia más larga.
La ausencia de esas obras biográficas y memoralísticas en nuestras latitudes es, por consiguiente, un síntoma de atraso y revela probreza. Pobreza de cultura, de medios, de una tradición civil de autoexposición confiada (Fernando Morán apuntaba recientemente una teoría que achaca la culpa de la escasa producción memorialista española a la cautela introducida por la Inquisición en el inconsciente del ciudadano). La vida ajena, que aquí tanto deslumbra cuando se manifiesta en el portal de enfrente, en las salas de espera, en la calle o el metro, deja de interesarnos contenida en un libro. Es propio de salvajes, de mentes primitivas no atreverse a encarar lo más sagrado; no entender que la vida es un bien de consumo como otro cualquiera. Esmeradamente elaborado, empaquetado y bien publicitado, nada hay que distinga a un libro biográfico de un manual de cocina o una novela-río. Y por eso yo aún veo en nuestra resistencia al género (que es, recuérdese, el último en surgir en la literatura) el reto de una conciencia pura. Afirmación de ingenio picaresco y respeto al yo, demasiado recóndito, piensa el español, para dejarse presentar cronológicamente con papeles en regla y enigmas revelados.
Adorno, en una de las viñetas de su Minima Moralia (de la que tomo prestado mi título, por cierto), afirmaba que "el narcisismo, desprovisto de su objeto libidinal por la decadencia del yo, se ve reemplazado por la satisfacción masoquista de no constituir un yo; y la generación naciente guarda pocas de sus posesiones con tanto celo como el olvido de sí mismo". Reificados todos y estandarizados, la biografía cumple en una sociedad supercivilizada el papel de conciencia, de espejo de heroísmo y ensueño colectivo que un día no lejano tuvo la novela, hoy mucho más propensa a la burla que al mito.
Y es fácil presentir un futuro cercano en que las biografías sofoquen incluso los actos creadores del biografiado. Ya existen de hecho quienes tratan de tú a Byron o a Hugo después de haber leído los romances rosados que André Maurois hilvanaba, o prefieren el cristalino Marcel Proust, de Painter, a las espesas tramas del escritor francés. Frente a los optimistas que aún piensan que una obra de arte es un producto del espíritu deseable por las capas sociales, ese día futuro dejará bien explícito el carácter superfluo e indeseado del verso y la novela. Y el dramaturgo ilustre, el poeta maldito o el novelista audaz sólo tendrán que existir y publicar sus obras en circuito cerrado, para prestar excusa y material de base al supremo hacedor el artista biógrafo.
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