Las voces mestizas
"Más que una visión del mundo, una civilización es un mundo. Un mundo de objetivos y, sobre todo, un mundo de nombres". (Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.)
En el viejo barrio de Coyoacán de la ciudad de México hay una calle que lleva el curioso nombre de Caballocalco. Es una palabra extraña, una amalgama de palabras de dos idiomas diferentes; una expresión que mezcla el castellano y el náhuatl: "caballo" y "calli", casa en náhuatl. Designa en general las caballerizas y singularmente, en el caso de esa callecita coyoacanense, las caballerizas que tenía Hernán Cortés en el entonces poblado de Coyoa cán (hoy en día parte de la gran metrópoli), donde vivía también la Malinche. Ésta poseía una hermosa casa roja que puede admirarse aún en uno de los costados de la plaza de la Conchita, a unos metros de la calle de Caba llocalco, hoy atareada de taxis, burócratas, cantinas, estudiantes ruidosos y un clima febril de mo derna ciudad.
Cuando el conquistador iba a visitar a la princesa india dejaba sus monturas en el "caballocalco". La Enciclopedia de México informa lo siguiente en el artículo correspondiente a ese término: "Así llamaban los indígenas a la calle donde estaba la puerta de las parroquias foráneas por la que se entraba a las caballerizas. En las casas curales no podían faltar los caballos que montaban los sacerdotes para viajar a los diversos pueblos de su jurisdicción".
Caballocalco es, pues, un vocablo híbrido, un entrecruzamiento lingüístico. Alguien que recordara y además parafraseara a Alfonso Reyes podría muy bien decir que se trata de una palabracentauro (Reyes llamaba al ensayo "centauro de los géneros"). Es, evidentemente, y por encima de esas definiciones posibles, una voz mestiza.
Los indígenas no contaban con una palabra para indicar esa realidad militar tremenda, épica, devastadora y maravillosa: los caballos de los conquistadores. La ciencia ha descubierto, más o menos recientemente, que en América hubo caballos de corta talla que se extinguieron, sin embargo, varios siglos antes de la llegada de los españoles. Así que los aborígenes tomaron tal cual la palabra castellana; hasta que no la conocieron y asimilaron, llamaron a los caballos con el mismo nombre con el que designaban a los grandes tapires. Luego la fundieron con otra de su
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propia lengua y el resultado fue ese típico nombre mestizo: caballocalco, expresión del encuentro y de la mezcla de las culturas, de la interpenetración de las dos civilizaciones cuyos destinos se cruzaron, dramáticamente, en el siglo XVI.
El deslumbramiento horrorizado ante los caballos de los europeos es como un símbolo, atroz y magnífico, de los primeros y dolorosos pasos en el largo camino de ese mestizaje cultura¡, racial, de cosmovisiones y de estilos de entender la vida. Ese símbolo de horror era también, desde luego, una realidad: el principio de una historia dilatada, grandiosa y en ocasiones desgarradora.
En cuanto a los caballos, esos tapires enormes y terribles, los indígenas no tardaron en descubrir dos cosas: en primer lugar, que el jinete y su cabalgadura eran dos entidades diferentes, y no el centauro que habían creído ver en un principio, ese piafante y anómalo soldado, altísimo y cuadrúpedo, que los llenó de un miedo reverencial; en segundo lugar advirtieron la vulnerabilidad de ambos. Las flechas acabaron con la vida de muchísimos caballos y soldados de Cortés. Las enormes cabezas de esas bestias arrasadoras fueron siempre un trofeo espléndido en las batallas de la conquista: lucían ominosas en los templos, durante los festejos ceremoniales para celebrar alguna hazaña guerrera ejecutada contra los aguerridos extremeños de Cortés.
Circula incesantemente, en el cuerpo social y en la experiencia de los mexicanos, la idea del mestizaje como pobreza. Pero el mestizaje es varias cosas del todo diferentes de la miseria, de la escasez, de la desprovisión: es imagen., fluidez, sentido de la convivencia, fatalidad histórica, fuerza soterrada y fundamento y eje de la creación cultural. Todo ello se manifiesta en el idioma en el lenguaje y en los modos de las voces mestizas. En la Nueva España nadie lo entendió mejor que sor Juana Inés de la Cruz. Prueba de ello son es . tos versos del último poema que escribió, un romance de agradecimiento a los poetas y teólogos españoles que celebraron el segundo tomo de sus Obras (1962); en estos octosílabos sor Juana, se pregunta por el influjo, inquietante y mágico, de "lo mexicano" en sus poemas:
"¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi patria, entre mis letras el hechizo derramaron?".
Sor Juana estudió el náhuatl y escribió en esa lengua un sencillo poema con la forma del tocotín (baile prehispánico) y el contenido de la alabanza mariana. Durante los siglos novohispanos -explica Octavio Paz en su largo ensayo sobre sor Juana Inés de la Cruz- se llamaba tocotín "a la letra escrita en náhuatl o esmaltada de aztequismos".
La literatura histórica de México, recogida en valiosísimas crónicas durante los siglos XVI y XVII, cuenta entre sus autores más notables a dos mestizos: Fernando de Alva Ixtlixóchitl y Hernando Alvarado Tezozómoc. Ellos dieron versiones encontradas de los hechos de la conquista, pero sobre todo se preocuparon por echar luz en torno al papel que tuvieron las diferentes casas reales de los pueblos prehispánicos que se enfrentaron a las huestes de Hernán Cortés y sus aliados indígenas. Esos cronistas llevan en su nombre, como puede apreciarse, la marca indeleble del mestizaje.
Miles de poblaciones de México llevan asimismo esa marca. He aquí sólo tres ejemplos: Tuxtla Gutiérrez, capital del Estado de Chiapas, en el sureste mexicano, vecino a Guatemala; Santiago Ixcuintla, pequeña población del Pacífico, en el Estado de Nayarit; Santa Ana Chiautempan, pequeña población del Estado de Tlaxcala, en la en la meseta Central del país...
También en los nombres de las personas se expresa el mestizaje. Cuando esto ocurre, se trata de bautizos con un inconfundible sabor de reivindicación. Dos ejemplos de políticos mexicanos de la actualidad: Xicoténcatl Leyva, gobernador del Estado norteño, fronterizo con Estados Unidos, de Baja, California. Y Cuauhtémoc Cárdenas, goberna dor del Estado de Michoacán -el antiguo reino de los bravíos tarascos- e hijo del general Lázaro Cárdenas, presidente de México durante los conflictivos, y decisivos, años treinta. El general Cárdenas es una de las figuras centrales de la historia moderna del país. En 1939, él, a la cabeza de su Gobierno, le ofreció la ancha casa mexicana a los derrotados de la guerra civil española: pocos episodios como éste son tan conmovedores y están tan llenos de sentidos en las arduas relaciones de México y España, así como en las respectivas posiciones de "psicología histórica" de ambos pueblos. La emigración española de esos años habría de marcar generosamente muchos rumbos de la vida mexicana desde entonces. Su contribución al arte, a la ciencia, a las tareas editoriales, a la industria, ha sido formidable.
En las actitudes que se desprenden de eso que puede llamarse "la psicología histórica de lo pueblos" se deciden cuestiones centrales ante el mestizaje, por él, determinadas por su influjo y sustentadas en su realidad. El mestizaje no es una pobreza ni una limitación: es aquello que, precisamenté, permite entender las propias posibilidades, e impugnar y superar las limitaciones. En las voces mestizas se oye un rumor de historias mal vividas o vividas a medias. Lo que hace falta es convertir ese rumor en una afirmación vital: por la vida, hacia la vida.
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