Desconcierto en la Administración norteamericana
A mediados de septiembre, Flora Lewis se preguntaba en The New York Times cómo es posible, "por increíble que parezca, que la Casa Blanca no haya avanzado todavía ninguna propuesta" (en relación a la cumbre que tienen previsto celebrar Ronald Reagan y Mijail Gorbachov el próximo mes de noviembre). El requerimiento de la editorialista de The New York Times refleja, sin duda, la perplejidad de amplios e influyentes sectores de la sociedad norteamericana y de la opinión pública occidental ante lo que varios observadores han calificado como creciente parálisis de la Administración norteamericana en lo que se refiere a sus relaciones con la Unión Soviética.El verano de 1985 quedará en la historia como un dramático round en el que un envejecido Reagan, cada vez más lento de reflejos, se limitaba a responder con un mismo y tosco movimiento de la derecha a los golpes precisos de un joven contrincante pletórico de facultades y cuyo ágil juego de piernas, a la ofensiva, sobre el ring provocaba la admiración de un público un tanto cansado dé ver ganar siempre al púgil de Illinois. No es de extrañar que los norteamericanos, tan sensibles al poder de las imágenes, estén desorientados. Resulta que, por primera vez, el gran comunicador está del otro lado. Por sus . televisores aparece un líder político capaz de estrechar las manos de los ciudadanos moscovitas y al que la revista Time dedica media edición con una entrevista a calzón quitado en la que Gorbachov cita de memoria discursos de Reagan, intervenciones de varios congresistas norteamericanos y editoriales de The Washington Post. Es mucho, demasiado, para un país conformado por el tópico del soviético rudo y provinciano de películas como Amanecer rojo o Rambo.
Con todo, el problema para Reagan y su Administración no es ni sólo ni principalmente de imagen, sino de iniciativa política, es decir, de falta de iniciativa. Basta con cotejar las propuestas formuladas en los últimos tres meses por las dos grandes potencias en lo que se refiere a las relaciones Este-Oeste y al desarme. Mientras los más diversos portavoces de la Administración norteamericana y el propio presidente de EE UU se han limitado a repetir una y otra vez que no aceptarán reconsiderar el proyecto de Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), Gorbachov ha colocado encima de las mesas de negociación ideas nuevas, y en algunos casos, unilaterales.
Moratoria
Con motivo del 40º aniversario de Hiroshima, el líder soviético anunció una moratoria en las pruebas atómicas subterráneas e invitó a los norteamericanos a seguir el mismo camino y a iniciar discusiones para la firma de un tratado de prohibición de estas pruebas. Unos meses antes, la URS S anunció otra moratoria de seis meses, que finaliza en noviembre, en el despliegue de misiles de alcance intermedio en Europa. Los soviéticos han propuesto también en las últimas semanas la creación de un pasillo en Centroeuropa libre de armas químicas.
Por último, con ocasión de su intervención ante el Parlamento francés, Gorbachov ha confirmado su disposición a examinar una reducción del 50% de los arsenales nucleares de ambas potencias en el caso de que Estados Unidos se olvide de la guerra de las galaxias.
Sería absurdo reducir las causas de esta paralización de la Administración norteamericana a cuestiones de orden personal o de imagen, por importantes que éstas sean en un régimen presidencialista como el de EE UU, en el que el ocupante de la Casa Blanca, septuagenario, recién operado de dos cánceres, aquejado de sordera progresiva, no ha podido siquiera tomar el sol este verano por prescripción médica.
Sin margen de maniobra
Lo que le ocurre a Reagan es que su obcecación por la SDI le está dejando sin margen de maniobra. En su famoso discurso de marzo de 1983 sobre la guerra de las galaxias apostó a una sola carta en espera de una tradicional respuesta simétrica por parte soviética. Y ahora' se encuentra, tras los cambios que se han producido al frente del Partido Comunista de la URSS (PCUS) y del Estado soviético, con un Gorbachov que, en vez de entrar al trapo, desarrolla una serie de movimientos envolventes que ponen de relieve la inconsistencia de la SDI, no sólo como proyecto de dudosa viabilidad técnica, sino también como carta de negociación en Ginebra. Reagan no ha comprendido todavía que, tras la sustitución de Gromke la URS S aspira a ser algo más que una potencia militar que sólo trata bilateralmente con el otro grande, pese a que éste es el significado del encuentro con Mitterrand, del apaciguamiento con China y de la creciente iniciativa diplomática en Oriente Medio.
El presidente norteamericano se ha metido en un callejón de difícil salida. Desde que anunció, por su cuenta y riesgo, que EE UU se lanzaba a una nueva estrategia nuclear, supuestamente defensiva, casi todo le ha ido peor, no sólo la salud. La SDI ha provocado en los soviéticos una crispación que ningún norteamericano contempla sin profunda inquietud. Ha agudizado las tensiones con Europa, resquebrajando la ya maltrecha Alianza Atlántica. Ha provocado el rechazo de terceros e importantes países, como China. Ha vuelto a abrir profundas divisiones en la sociedad norteamericana, donde destacados sectores políticos y de la comunidad científica han objetado de plano los presupuestos que presiden la SDI y han denunciado sus efectos negativos sobre la economía norteamericana y sobre las relaciones internacionales. Por último, el costosísimo proyecto, "que surgió del corazón del presidente", ha contribuido no poco a soliviantar a los países del Tercer Mundo, cuya deuda es fruto, entre otros factores, del desajuste que el déficit norteamericano -estimulado por los gastos militares- provoca en la economía mundial.
Pero para Reagan, negociar lo que se ha empeñado en presentar como innegociable, la Iniciativa de Defensa Estratégica, no es fácil. Entre otras razones, porque quienes le han impulsado a presentarla como la panacea para enterrar las viejas estrategias basadas en la destrucción mutua siguen empeñados en realizar los fabulosos contratos que conlleva la SDI. Observadores del complejo militar-industrial norteamericano, como el historiador británico E. P. Thompson, han puesto de manifiesto la influencia con que cuenta el lobby de la SDI, por lo que Thompson llama "su acceso al presidente- y su capacidad de alimentar sus fantasías y de estimular su vocación de misionero ideológico", Se trata de viejas conexiones mantenidas por Reagan desde su época de gobernador de California, en los años sesenta, con cualificados representantes de la industria militar más directamente vinculada a la investigación espacial, como Edward Teller, padre de la bomba H, fundador de los laboratorios Livermore y miembro destacado de las fundaciones ultraderechistas Hertz y Heritage, con gran influencia en la Casa Blanca, o como el general Graham, fundador de High Frontier, otro gran lobby de la industria bélica aeroespacial, y de firmas especializadas en las modalidades de alta tecnología en las que se basa la SDI.
De ahí las tensiones en la Administración norteamericana acerca de cómo abordar las negociaciones de Ginebra y la próxima cumbre con Gorbachov. En todo caso, parece evidente que ésta no puede permanecer durante mucho tiempo paralizada ante la iniciativa soviética.
Si se imponen los sectores más intransigentes, aquellos que sueñan en provocar el acoso y derribo de la economía soviética y, con ello, torpedear los planes reformistas de Gorbachov, las relaciones internacionales conocerán un nuevo y gravísimo deterioro.
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