La deuda de España con Orson Welles
Siempre he dicho que España tiene una gran deuda de gratitud con Orson Welles.Es difícil escribir unas docenas de líneas cuando se han pasado muchos meses junto al hombre del cine que más ha admirado uno jamás; pero hay que intentarlo sabiendo que nos espera el fracaso. Recordamos aquel día en que venía de ver a Antonio Ordóñez en una de sus tardes triunfales: "No lo vas á creer, Juan, pero la mejor faena no la he visto bien porque era tal la emoción que se me llenaron los ojos de lágrimas". Y otra vez, hablando de Ciudadano Kane, decía que en uno de los estrenos coincidió en un ascensor con el magnate Hearst y le invitó al acontecimiento. Digno, Hearst rechazó la invitación. Welles le espetó: "Kane habría aceptado".
¿Cómo era Welles? Impredecible, generoso, brusco en ocasiones, verdaderamente genial siempre -y sabemos bien lo que decimos- La última vez que hablamos fue por teléfono, cosa rara en él, que odiaba ese artefacto. Me llamaba desde Jerez y me citó a comer en un restaurante de mariscos donde nos habíamos reunido en otras ocasiones. Antes de colgar le sugerí que viniese Miguel Rubio a la comida, y aceptó encantado. Pero a la mañana siguiente, una secretaria llamaba desde Sevilla para decir que Welles tenía que volar directamente a Londres y que se disculpaba.
En ese restaurante habíamos estado al día siguiente de un encuentro para ver Mary Poppins (él llevaba a Beatrice, la niña que hace de paje de Falstaff en Campanadas, hija de su matrimonio con Paola Mor¡). Welles quería saber qué hacía, y cuando le dije que un pruductor me había encargado una película, me invitó a comer para que le contase el proyecto.
Meses después me envió una carta para decirme que estaba dispuesto a financiar, con cierto apoyo que tenía fuera, la historia que le había contado y también una película que dirigiese Fernando Rey. Consciente de mi responsabilidad al hacer una película producida por él y sin la tranquilidad económica para mantener una familia mientras la realizaba, renuncié. Welles lo comprendió.
Lo mismo que comprendió mi negativa a reanudar yo La isla del tesoro, para la que le propuse a Jesús Franco, que había hecho entonces unas cuantas películas de bajo presupuesto, pero interesantes. El nombre le sonaba porque alguien se lo había mencionado en París. Logré limar diferencias, y en una comida de trabajo Welles y Franco decidieron reflotar la obra de Stevenson, de la que sólo se había rodado un capítulo, y eso poco antes de iniciar Campanadas, en cuyo paquete comercial era el filme espectacular que no llegó a realizarse.
Gestos amistosos
Cuando me llanió para ser su ayudante personal yo ya me había comprometido con Silberman, productor, de Buñuel, para hacer en España un filme alimenticio que dirigía Marcel Ophuls. Pero cuando le conté que Welles me reclamába, Marcel me dijo: "Vas a aprender mucho" y lamento no poder dejar este estúpido filme e irme con vosotros".Trabajar con Welles era agotador y gratificante al máximo. Yo tenía que estar todo el tiempo a sus órdenes, e incluso me dijo que viajase siempre en el coche donde lo hiciera él. ¡Cuántas anécdotas e historias maravillosas no habré escuchado en esos desplazamientos! Su afán de libertad le llevó a planear Los monstruos sagrados, de cuyo guión incompleto tengo muchas páginas con sus correcciones de puño y letra, como película casi independiente.
De sus muchos gestos amistosos uno es impagable para quien sólo pensaba en el cine. Cuando acabó el rodaje de Campanadas me retuvo junto a él y pasé semanas y semanas en la sala de montaje. El primer día me dijo: "Quiero que estés aquí porque es aquí donde se hacen las películas".
Todavía encuentro papeles personales.suyos, con membrete u hojas en blanco, con su firma estampada al pie. Tal era la conflanía, inmerecida, que él me otorgaba. Y cuando llegó la versión española de Campanadas me dijo que ésa era una parcela mía, que yo me ocupase de los diálogos, pero que consultase varias buenas traducciones. Tanto Emiliano Piedra, que estuvo siempre enamorado de esta obra, como yo, en un plano más modesto, pusimos medios, horas y esfuerzo para que, bajo la dirección de Hipólito de Diego, el doblaje fuese lo más perfecto posible. Nos acercamos más en lo dramático que en lo cómico, pero mis años de estudio de Shakespeare me han demostrado la casi imposibilidad de su traducción.
Welles siempre envidió, al menos en aquellos años, el éxito que Fellini tenía en América. Por eso maniobró con los derechos de su película, que en principio era terreno de Harry Saltzman, el productor de James Bond. Cuando le acompañé en una pequeña sala a una primera proyección de Campanadas en París, Saltzman se volvió y me dijo. "Dígale a Orson que la película me parece espléndida y que mantengo lo pactado, aunque sé que ayer se la enseñó a Zanuck". Y era cierto. Welles quería la fuerza de 20th Century Fox. Buscamos por París la ginebra que Zanuck bebia, se preparó a fondo aquella proyección, pero sólo se logró una nota muy elogiosa, que yo mismo recogí en la Fox de París, alabando la calidad artística del filme, que no entraba en lo que Fox necesitaba en aquel momento
Se ha escrito mucho de la ten dencia de Welles a la exageración, pero pocas veces se publican sus detalles de humanidad. Mientras localizaba lo que luego sería el palacio de Enrique IV, nació mi hija Laura. Me pidió que siguiese un día más en Barcelona, pero mi mujer y esa niña, que ya está en cuarto curso de Historia, recibieron la enhorabuena de Orson y el más fantástico ramo de flores que pueda imaginarse.
Sabía bien lo mucho que yo amaba su obra, las veces que había visto sus películas. Por eso, en París, cuando yo hablaba con Venecia para negociar la presencia de la película en el festival, me mandó llamar, y de pie, en la sala de mezclas, me mostró con sonido la batalla famosa que es hoy un hito del cine. "Quiero que me digas qué te parece". Al acabar aquel rollo creo que dije que para mí era como la faena de Ordóñez. Se me saltaban las lágrimas viendo aquel fragmento espléndido de cine.
Lamento que el encuentro que propicié entre José Vicuña, Paco Molero y Welles para financiar lo que quedaba por filmar de Don Qujote y mi gozo al buscar en Cervantes cada frase de diálogo que Welles había desplazado de su lugar habitual no sirviesen para que decidiese acabar esa obra, de la que vi entonces unos 80 minutos que me emocionaron por su sencillez y por su amor a un libro que tenía como excepcional. Tampoco he logrado ver The deep, de la que hace años me dijo su secretaria en Londres que se rodaba justamente ese día la explosión final del yate, pero de la que ni la propia Jeanne Moreau me pudo dar idea hace dos años: "¡Ya sabes, cosas de Orson!". Entre cuantos en el mundo le lloramos, ella es de las que más le quiso y admiró.
Babelia
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