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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El año 2000 no tendrá lugar

A modo de presentación, recuperaré la proposición de Canetti: "Una idea penosa: la de que, más allá de un cierto y preciso punto del tiempo, la historia ha dejado de ser real. Sin darse cuenta de ello, la totalidad del género humano habría abandonado de repente la realidad. Todo lo que haya podido pasar desde entonces ya no sería del todo cierto, pero nosotros no podríamos darnos cuenta de ello. Nuestra tarea y nuestro deber ahora consistirían en descubrir ese punto, y en tanto que no lo encontremos, nos veremos obligados a perseverar en la destrucción actual" (La provincia del hombre).En cuanto a esta desaparición de la historia, existen diferentes hipótesis plausibles. La expresión de Canetti "( ... ) la totalidad del género humano habría abandonado de repente la realidad" evoca irresistiblemente, para nuestra imaginaria astrofísica contemporánea, la "velocidad de liberación" necesaria a un cuerpo para escapar a la fuerza de gravedad de un astro o de un planeta. Según esta imagen, puede suponerse que la aceleración de la modernidad, de todos los intercambios económicos, políticos, sexuales -todo lo que en el fondo designamos con el término liberación-, nos ha llevado a una velocidad de liberación tal que un buen día (y en este caso se puede hablar, como lo hace Canetti, de un momento preciso; como en física, el punto de liberación es calculable con toda exactitud) hemos escapado a la esfera referencial de lo real y de la historia. Estamos verdaderamente liberados, en todos los sentidos del término; de tal forma liberados que mediante la velocidad (la acelerada metabolización de nuestras sociedades) nos hemos salido de un determinado espacio-tiempo, de un determinado horizonte donde es posible lo real, donde es posible el acontecimiento porque la gravitación es todavía lo suficientemente fuerte como para que las cosas puedan reflexionarse, volver sobre sí mismas, y tener, por tanto, una cierta duración y una cierta consecuencia.

LOS ÁTOMOS DE SENTIDO

Más allá de ese efecto gravitatorio que mantiene a los cuerpos en una órbita de significación, una vez liberados con una velocidad suficiente, todos los átomos de sentido se pierden en el espacio. Cada átomo parte en su propio sentido hacia el infinito y se pierde en el espacio. Esto es propiamente lo que vivimos en nuestras sociedades actuales, que se dedican a acelerar todos los cuerpos, todos los mensajes, todos los procesos en todos los sentidos, y que en particular, con los medios modernos, han creado para cada acontecimiento, para cada relato, para cada imagen, un espacio de simulación de trayectoria hacia el infinito. Cada hecho, cada rasgo -político, histórico, cultural-, por su potencia de difusión mediática, está dotado de una energía cinética que lo separa para siempre de su propio espacio y lo propulsa hacia un hiperespaci,o donde pierde todo su sentido, puesto que nunca volverá del mismo. No vale, pues, la pena de hacer ficción científica: desde ahora mismo, aquí y ahora, con los media, la informática, los circuitos, las redes, tenemos en nuestras sociedades ese acelerador de partículas que definitivamente ha roto la órbita referencial de las cosas.Por lo que se refiere a la historia, es muy preciso ver cuál es la consecuencia de todo ello. El récit (relato) de la misma se ha hecho imposible, puesto que, por definición (re-citatum), es la recuperación posible de una secuencia de sentidos. A través de la impulsión de difusión, a través del mandato de circulación, de comunicación total, actualmente cada hecho, cada acontecimiento, se libera por sí solo (cada hecho deviene atómico, nuclear, y prosigue su trayectoria en el vacío). Para ser difundido en el infinito debe fragmentarse como una partícula. Así es como puede alcanzar una velocidad de no-retorno, que lo aleja definitivamente de la historia.

Cada acontecimiento se ha convertido en algo sin consecuencia, porque va demasiado veloz -se difunde demasiado de prisa, demasiado lejos, es atrapado por los circuitos-; no volverá nunca para dar testimonio de sí mismo ni de su sentido (el sentido es siempre un testimonio). Por otra parte, cada conjunto cultural debe ser fragmentado, desarticulado, para entrar en los circuitos; cada lenguaje debe resolverse en 0/1, en dispositivo binario, para circular no ya en nuestras memorias, sino en la memoria, electrónica y luminosa, de los ordenadores. Ningún lenguaje humano resiste la velocidad de la luz. Ningún acontecimiento histórico resiste su difusión planetaria. Ningún sentido resiste su aceleración. Ninguna historia resiste la centrifugación de los hechos por sí mismos, la ilimitación de los espacios-tiempos (yo diría también: ninguna sexualidad resiste su liberación, ninguna cultura resiste su promoción, ninguna verdad resiste su verificación, etcétera).

Esto es lo que yo denomino simulación. Pero me interesa precisar que la simulación es un arma de doble filo y que lo aquí expongo no es otra cosa que un ejercicio de simulación. No estoy ya en estado de reflexionar cualquier cosa, no puedo hacer más que llevar las hipótesis a sus límites, arrancarlas de su zona crítica de referencia, hacerles atravesar un punto de no-retorno; hago pasar también la teoría al hiperespacio de la simulación (ese espacio en el que la misma pierde toda validez objetiva, pero posiblemente gana en coherencia, es decir, en afinidad real con el sistema que nos rodea).

LA MATERIA RETRASA EL TIEMPO

La segunda hipótesis en cuanto a la desaparición de la historia es, en cierto modo, inversa de la primera: no dependerá ya de la aceleración, sino de la desaceleración de los procesos. Una vez más, viene directamente de la física.La materia retrasa el paso del tiempo. Con mayor precisión, el tiempo, en la superficie de un cuerpo muy denso, parece ir a marcha lenta. El fenómeno se acrecienta si se acrecienta la densidad. El efecto de esa desaceleración será el de alargar la longitud de onda de la luz emitida por ese cuerpo, tal como será recibida por el observador exterior. Pasado un cierto límite, el tiempo se detiene, la longitud de onda deviene infinita. La onda deja de existir. La luz se extingue.

Tampoco aquí resulta difícil la transferencia analógica. No tieneáustedes más que pensar en masas, en lugar de hacerlo en materia; pensar en historia, en lugar de tiempo. Se darán cuenta entonces de que existe sencillamente una desaceleración de la historia cuando ésta roza el cuerpo astral de las mayorías silenciosas. Nuestras sociedades están dominadas por ese proceso de masa, no tanto en el sentido demográfico o sociológico del término cuanto en el sentido de la superación, también ahí, de un punto crítico, de un punto de no-retorno, no ya en la aceleración (primera hipótesis), sino en la inercia. Se da aquí el aontecimiento más considerable de nuestras sociedades modernas, la astucia más sutil y más profunda de su historia: el advenimiento, en el propio curso de su socialización, de su movilización, de su intensificación productora y revolucionaria (todas son revolucionarias en comparación con los siglos pasados); el advenimiento, digo, de una fuerza de inercia, de una inmensa indiferencia y del silencioso poder de esta indiferencia. Lo que llamamos la masa. Esta masa, esta materia inerte de lo social, no resulta de la falta de intercambios, de información y de comunicación; resulta, por el contrario, de la multiplicación y de la saturación de intercambios, de información, etcétera. Nace de la hiperdensidad de las ciudades, de las mercancías, de los mensajes, de los circuitos. Es el astro frío de lo social, y en los alrededores de esta masa, la historia se enfría, se desacelera; los acontecimientos se suceden y se aniquilan en la indiferencia. Neutralizadas, mitridatizadas por la información, las masas neutralizan a cambio la historia y funcionan como pantalla de absorción. Por sí mismas carecen de historia, de sentido, de consciencia, de deseo.

El progreso, la historia, la razón, el deseo, no llegan a encontrar ya su velocidad de liberación. No llegan ya a separarse de ese cuerpo demasiado denso que, irresistiblemente, desacelera su trayectoria, que desacelera el tiempo hasta el punto de que desde este momento se nos escapan la percepción, la imaginación del futuro. Toda trascendencia social, histórica, temporal, es absorbida por esa masa en su silenciosa inmanencia. Nos encontramos ya en el punto en que los acontecimientos políticos, sociales, han dejado de tener una energía autónoma suficiente como para emocionarnos, y se desarrollan, por consiguiente, como una película muda de la que no individualmente, sino colectivamente, somos irresponsables. La historia acaba aquí, y ya ven ustedes de qué manera: no por falta de personajes, ni por falta de violencia (la violencia cada vez existirá más, pero no hay que confundir la violencia con la historia), ni por falta de acontecimientos (acontecimientos habrá cada vez más; ¡gracias sean dadas a los media y a la información!), sino por desaceleración, indiferencia y estupefacción. La historia no llega ya a superarse, no llega ya a tener presente su propia finalidad, a soñar su propio fin; se sepulta en su propio efecto inmediato, se agota en sus propios efectos especiales, recae sobre sí misma, sufre una implosión en la actualidad. En el fondo, ni siquiera puede hablarse del fin de la historia, porque no tendrá tiempo de alcanzar su propio fin. Sus efectos se aceleran, pero su sentido se desacelera ineluctablemente. Acabará por detenerse, por extinguirse, como la luz y el tiempo en las inmediaciones de una masa infinitamente densa...

(He olvidado decir que también el efecto-masa pone de manifiesto la simulación. Las masas son actualmente nuestro modelo de simulación de lo social, allí donde lo social se realiza más allá de toda esperanza, pero allí también donde se exaspera y se aniquila en su propio espejo de aumento. Las masas son el producto más puro de lo social y su efecto más perverso.)

EL EFECTO ESTEREOFÓNICO

Tercera hipótesis, tercera analogía. Esta vez no extraigo mis efectos de la flisiea, sino de la música; lo que me interesa es siempre el vanishing point, el punto de desaparición, de evanescencia, de alguna cosa (ese punto del que habla Canetti, más allá del cual todo ha dejado de ser cierto...).¿Dónde comienza el punto de sofistificación inútil de lo social? ¿Dónde comienza ese punto de realización de lo social, que es también el punto de su derrumbamiento?

Es algo enteramente igual que lo que sucede con el efecto estereofónico. Todos estamos obsesionados (y no solamente en música) por la alta fidelidad, obsesionados por la calidad de la reproducción musical. En la consola de nuestra cadena, armados con nuestros tuners, nuestros amplificadores y nuestros baffles, regulamos los bajos y los agudos, mezclamos, combinamos, multiplicamos las pistas en busca de una técnica impecable y de una música infalible. Todavía me acuerdo de una sala de audición en un laboratorio de grabación donde la música, difundida sobre cuatro pistas, llegaba en cuatro dimensiones y al mismo tiempo parecía visceralmente segregada desde el interior, con un relieve superrealista... Eso ya no era música. ¿Dónde está el grado de sofisticación tecnológica, dónde está el umbral de alta fidelidad, más allá del cual la música, en tanto que tal, desaparece? Porque el problema de la desaparición de la música es el mismo que el de la desaparición de la historia: no desaparecerá por falta de música, desaparecerá en la perfección de su materialidad, en su propio efecto especial. Ya no existe ni juicio ni placer estético, es el éxtasis de la musicalidad.

Lo mismo ocurre con la historia; también aquí hemos franqueado ese límite en el que, a fuerza de sofisticación acontecimental e informativa, deja de existir en tanto que historia. Difusión inmediata a alta dosis, proliferación de efectos especiales y de efectos secundarios, fading... y ese famoso efecto Larsen, producido en acústica por la excesiva proximidad de un origen y de un receptor; ustedes lo encontrarán en la historia bajo la forma de la excesiva proximidad y, por consiguiente, de la desastrosa interferencia de un acontecimiento y de su medio de difusión: existe una especie de cortocircuito entre la causa y el efecto, o entre el objeto y el sujeto experimentador en la experiencia microfísica (¡y en las ciencias humanas!); todas las cosas que llevan consigo un principio de incertidumbre radical sobre la verdad, sobre la realidad misma del acontecimiento, como la excesiva alta fidelidad, la perfección tecnológica, entrañan un principio de incertidumbre radical sobre la realidad de la música.

En el corazón mismo de la información está el acontecimiento, se encuentra la historia, que está obsesionada por su desaparición. En el corazón de la alta fidelidad se encuentra la música, que está obsesionada por su desaparición. En el corazón de la experimentación más sofisticada se encuentra la ciencia, que está obsesionada por la desaparición de su objeto. En el corazón de la pornografía está la sexualidad, que está obsesionada por su desaparición. En todas partes, el mismo efecto de reproducción, de proximidad absoluta a lo real: el mismo efecto de simulación.

Por definición, ese vanishing point, ese punto más acá del cual existía la historia, existía la música, existía un sentido para el acontecimiento, para lo social, para la sexualidad (e incluso para el psicoanálisis; pero también éste ha franqueado tan por completo, desde hace mucho tiempo, ese punto de exasperación, de amaneramiento perfeccionista en la teoría del inconsciente, que el concepto ha desaparecido del mismo), ese punto es indescubrible. ¿Dónde debe detenerse la perfección estéreo? Los límites son alejados constantemente de la misma, puesto que son los de la obsesión técnica. ¿Dónde debe detenerse la información? A la fascinación colectiva no puede oponerse más que una objeción moral, que tampoco tiene mucho sentido.

El paso de ese punto que no puede descubrirse es, pues, irreversible (contrariamente a lo que de modo implícito espera Canetti). De repente, la situación deviene original. No volveremos ya a encontrar la música de antes de la estereofonía (si no es por un efecto de simulación suplementaria); no volveremos a encontrar ya la historia de antes de la información y de los media. La esencia original (de la música, de lo social...), el concepto original (del inconsciente, de la historia...), han desaparecido porque nunca más podremos aislarlos de su modelo de perfección, que es al mismo tiempo su modelo de simulación.

SALIR DE LA ALIENACIÓN

El hecho de que salgamos de la historia para entrar en la simulación (pero, en mi opinión, entramos en ella lo mismo por el concepto biológico de código genético que por los media; lo mismo por la explotación espacial -que para nosotros actúa como un espacio de simulación- que por la concepción del ordenador como equivalente cerebral, como modelo cerebral, etcétera) no es en absoluto una hipótesis desesperante, salvo que hablemos de la simulación como de una forma superior de alienación. Lo que yo ciertamente no haré. La historia es precisamente el lugar de la alienación, y si nos salimos de la historia, nos saldremos también de la alienación (no sin nostalgia, es preciso decirlo, por esa buena y vieja dramaturgia del sujeto y del objeto).Pero también se puede construir la hipótesis de que la misma historia no es, o no era, más que un inmenso modelo de simulación. No en el sentido de que todo esto no hubiera sido más que aire, o de que los acontecimientos no hubieran sido nunca otra cosa que el sentido que se les da (lo que posiblemente es cierto, pero sin interés directo aquí). No, hablo más bien del tiempo en que ella se despliega, de ese tiempo lineal en el que los acontecimientos se supone que se suceden de causa a efecto, aun cuando la complejidad sea grande. Ese tiempo es a la vez el del fin (de un proceso escatológico bajo cualquier forma: juicio final o revolución, salud o catástrofe) y el de un suspenso ilimitado del fin. Ese tiempo en el que sólo puede tener lugar una historia -es decir, una sucesión de hechos no absurdos, pero todos en desequilibrio, sobre el porvenir- no es el de las sociedades ceremoniales, en el que todas las cosas están acabadas en el origen y en el que la ceremonia representa la perfección de ese acontecimiento original, perfecto en el sentido de que todo está realizado. Por oposición a este orden en el que el tiempo está cumplido -es decir, en el que simplemente no existe en el sentido en que nosotros lo entendemos-, la liberación del tiempo real de la historia (porque es de una liberación de lo que se trata, de una liberación del universo ritual de donde surgió progresivamente la linealidad del tiempo y de la muerte) puede aparecer como un proceso puramente artificial. ¿Cuál es esa diferencia (Aufschiebung), cuál es ese suspenso, por qué lo que debe realizarse debe hacerse al final de los tiempos, al final de la historia? Hay aquí la proyección de un modelo de realidad que ha debido parecer perfectamente inventado, perfectamente ficticio, perfectamente absurdo e inmaterial para unas culturas que no tenían el menor sentido de un término diferido, de una espera, de un encadenamiento progresivo, de una finalidad... Un escenario al que, por otra parte, le va a costar mucho trabajo imponerse, de tal forma es poco evidente, de tal forma contradice a toda exigencia fundamental.

Toda la historia ha estado acompañada de un desafío milenario a la temporalidad de la historia. La voluntad de ver las cosas realizarse de inmediato, y no al término de un largo rodeo, no es en absoluto un fantasma regresivo de la infancia. Es un desafio al tiempo nacido con el propio tiempo. Con el tiempo lineal -es decir, con el nacimiento del tiempo puro y simple- han nacido dos formas contradictorias: una que consiste en seguir los meandros de ese tiempo y en construir una historia; otra que consiste en acelerar el curso del tiempo o en condensarlo brutalmente para acabar con el mismo. A la perspectiva histórica, que desplaza continuamente las apuestas sobre un fin hipotético, se ha opuesto siempre una exigencia fatal, una estrategia fatal del tiempo, que quiere quemar las etapas, aniquilar el tiempo y cortocircuitar el juicio final.

LAS FORMAS DEL TERRORISMO

Si se reflexiona bien sobre esto, el terrorismo no hace otra cosa. Intenta tender una trampa al poder mediante un acto inmediato y total, sin esperar el fin de la historia. Se coloca en la posición estática del fin y espera introducir así las condiciones del juicio final. No se produce nada de ello, por supuesto, pero este desafío a la historia tiene una larga historia, y siempre fascina porque, en profundidad, el tiempo y la historia nunca han sido aceptados. Incluso aunque no estén dispuestas a utilizar una estrategia fatal de este género, las gentes siguen siendo profundamente conscientes de lo arbitrario, del carácter artificial, e incluso de la hipocresía esencial, del tiempo y de la historia. Nunca han sido engañadas por quienes les exigían esperar. Fuera incluso del terrorismo, ¿no existe acaso una vislumbre de esta violenta exigencia parusiaca en el fantasma global de catástrofe que planea sobre el mundo contemporáneo?La negación de la historia sería, pues, la de una duración fastidiosa y artificial -toda Aufhebung es experimentada como una Aufschiebung-, una negación del tiempo como artefacto. Negación que se descubre fácilmente en sus formas religiosas y milenaristas, en sus formas individuales y terroristas, pero perceptible también en unos comportamientos masivos de retirada, de suspenso de la voluntad histórica, comprendiendo en ellos la obsesión aparentemente inversa de historializarlo todo, de archivar todo, de memorizar todo de nuestro pasado y del de todas las culturas. ¿No encontramos aquí el síntoma de un presentimiento colectivo de que ha llegado el final del acontecimiento y del tiempo viviente de la historia, y que es preciso armarse con toda la memoria artificial, con todos los signos del pasado, para afrontar la ausencia de futuro y los tiempos glaciares que nos esperan? ¿No se tiene la impresión de que las estructuras mentales e intelectuales están enterrándose, sepultándose en las memorias, en los archivos, lejos del sol, en busca de una eficacia silenciosa o de una resurrección improbable?

Todos los pensamientos se entierran con la prudencia del año 2000. Ya olfatean el terror del año 2000. Nuestras sociedades adoptan por instinto la solución de esos criogenizados que son sumergidos en nitrógeno líquido en espera de que se encuentre un medio de sobrevivir. Son como esas mercancías lujosas y fúnebres que se encierran en el sarcófago subterráneo del Forum des Halles, a título de museo de nuestra cultura, para las generaciones futuras de después de la catástrofe. Estas sociedades que ya nada esperan de un acontecimiento futuro y que tienen cada vez menos confianza en la historia; estas sociedades que se entierran detrás de sus tecnologías prospectivas, detrás de sus provisiones de información y en las inmensas redes alveoladas de la comunicación, donde al fin el tiempo es aniquilado por la circulación pura; estas generaciones posiblemente no se despertarán nunca, pero no saben nada de ello. El año 2000 quizá no tenga lugar, pero no saben nada de ello.,

Es posible que no sólo haya desaparecido la historia (es decir, que no exista ya el trabajo de lo negativo ni, por tanto, propiamente de la razón histórica), sino que sea necesario también alimentar la desaparición de la historia. Y es que todo sucede como si continuáramos fabricando la historia, mientras que, al acumular los signos de lo social, los signos de lo político, los signos del progreso y del cambio, no hacemos otra cosa que alimentar el fin de la historia.

El socialismo (nuestro socialismo a la francesa) es el más perfecto ejemplo de esta gestión del fin de la historia. Es también la primera víctima de esta irrisoria simulación. En determinadas sociedades, la costumbre quería que se colgara de un árbol muerto a los condenados a la última pena (por necesidad simbólica, ese árbol muerto era vital de alguna manera, y era preciso alimentar lo muerto con lo muerto). La historia es como ese árbol. Difunta, reclama víctimas para alimentar su desaparición. De heroica y dramática, se ha convertido en sarcófaga y necrófila. Y el socialismo es esa extraña víctima, ese strange fruit balanceándose en el árbol muerto de la historia, inocente por lo demás de todo crimen específico; pero es a él a quien, por la quiebra de la propia razón histórica, habrá sido adjudicada esa gestión del fin de la historia. Por eso es por lo que es tan rico en signos del pasado y en signos del cambio, y tan pobre en acontecimientos. Y es que para el socialismo (tiene esto de común con los regímenes comunistas, en los que la historia se ha detenido definitivamente) el acontecimiento final (la revolución) ha basculado del futuro (el ideal revolucionario) al pasado. Ha tenido lugar. Nunca más, pues, tendrá lugar. Nos corresponde a nosotros acomodarnos al tiempo que nos deja, y que, por ese vuelco, está como vaciado de su sentido. El fin de este siglo está ante nosotros como una playa vacía.

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