El cardenal Ratzinger, el papa Wojtyla y el miedo a la libertad /y 3
En América Latina, el Papa ha perdido gran parte de la simpatía natural de que gozaba en un principio, y esto por varias causas: primero por la campaña vaticana contra la teología de la liberación, luego por eI silencio penitencial impuesto al profesor brasileño Leonardo Boff y, finalmente, por el trato indigno de Roma a los cardenales y obispos latinoamericanos: la ambigüedad de muchas de sus apelaciones sociales se está dejando ver también allí cada vez con más claridad. Incluso en África, donde el júbilo de las masas era al principio especialmente grande va cundiendo la mesura, como en los viajes a Suiza y a Holanda (¡por primera vez, un número notablemente inferior de curiosos!); pese a todas las confesiones de labios afuera en pro de la africanización de la Iglesia, polemizó el Papa incesantamente contra la teología africana y no mostró la más mínima comprensión con las tradiciones tribales, ciertamente problemáticas, pero profundamente arraigadas, como se expresan en el matrimonio escalonado (primero un hijo y luego el matrimonio) y en el primitivo orden polígamo (también se daba, como es sabido, en los patriarcas de Israel) y en el mismo matrimonio de los sacerdotes tan comprendido de hecho en aquella sociedad. El anuncio programático "creced y multiplicaos" a través de toda África, unido con la condenación (contradictoria en sí misma) del aborto y los medios anticonceptivos convierte al Papa en muchos comentarios de prensa en corresponsable de la explosión de la población, del hambre y miseria permanente y deplorable de millones y millones de niños. La canonización de una nueva y grandiosa catedral de 35 millones de marcos (obra de un arquitecto italiano), la más grande de África, en Abidjan en medio de una pobreza indescriptible, pasan de largo también de la realidad africana lo mismo que los sermones sobre la continencia sexual (o el, período Knaus-Ogino) y sobre el celibato.Muchos se preguntan ¿de qué sirven todos los discursos sociales para la humanidad, para la justicia y la paz si la Iglesia falla precisamente en aquellos problemas socio-políticos donde ella podría prestar una contribución decisiva? Esto puede aplicarse también sin duda a todo el ámbito ecuménico. Es una tragedia: en ningún punto absolutamente se ha alcanzado bajo este pontificado un progreso ecuménico real. Al contrario, los no católicos hablan de campañas propagandísticas católico-romanas del Papa porque sus representantes a la hora del diálogo no son considerados como interlocutores iguales, sino como meros oyentes. Todo esto ha conducido a un preocupante enfriamiento del clima ecuménico, ha provocado decepción y frustración entre los que sienten el espíritu ecuménico en todas las iglesias y, lamentablemente, ha producido también un resurgimiento de los viejos complejos de miedo y de las actitudes hostiles anticatólicas que habían desaparecido en los "siete años gordos". El Informe sobre la fe, de Ratzinger, dejará totalmente claro qué hay que pensar de las alocuciones dominicales romanas en materia de ecumenismo. La stagflation -estancamiento de los cambios reales e inflación de palabras no vinculantes- intracatólica y la ecuménica coinciden plenamente.
Los obispos, bajo doble presión
Felizmente, sin embargo, el movimiento conciliar y ecuménico, pese a que constantemente es obstaculizado e impedido de múltiples maneras desde arriba, en la base, en las comunidades continúa adelante. El resultado es un distanciamiento creciente de la iglesia de abajo respecto de la iglesia de arriba, que llega hasta la indiferencia. Depende del párroco y de los laícos dirigentes en qué medida una comunidad está pastoralmente viva, litúrgicamente activa, ecuménicamente comprometida y socialmente interesada. Pero entre Roma y las comunidades están los obispos, y a ellos les corresponde un papel decisivo en esta crisis.
Los obispos (en muchos países de Europa, América, África y también Asia, notablemente más abiertos a las necesidades y esperanzas de los hombres que muchos curiales en el cuartel general) están actualmente bajo una doble presión: la de las esperanzas de la base y la de las órdenes de Roma. En este aspecto, el Papa procura, dada la ocasión, convencer a los obispos para que se pronuncien públicamente contra la ordenación de las mujeres o la contracepción. Sí, el Papa llega incluso a montar en cólera cuando -ante la escasez de sacerdotes, que crece sin cesar, y ante una pastoral moribunda (como sucede en la Suiza alemana, podría ocurrir que dentro de un plazo de 5 a 10 años también en otros países sólo la mitad de las parroquias están atendidas por párrocos)- tiene que enfrentarse con el hecho de 10.000 sacerdotes casados, cuyos representantes celebraban precisamente hace unos días su propio sínodo a las puertas de Roma y pedían ser readmitidos en el ministerio pastoral.
Respecto de cambios a plazo más largo es de importancia extrema para el Vaticano, como para cualquier sistema político, la política personal. Y en orden a la actual política de transición romana, el privilegio del nombramiento de obispos (anejo a la curia gracias a las casualidades de la historia) es sin duda el instrumento capital, si se prescinde del nombramiento de los cardenales (sujeto siempre a Roma) y de la promoción de teólogos conformes con el sistema.
Son pocas las diócesis que han retenido algunos derechos fragmentados de la antigua elección de los obispos por el clero y el pueblo (elección, como es sabido, que constituye un punto central de la polémica entre el Vaticano y la República Popular China, que aspira a una autoadministración de las iglesias). La estrategia previsora de Roma (también Ratzinger habla de ello) consiste ahora más que nunca en ir. sustituyendo paulatinamente el episcopado abierto del tiempo del Concilio por obispos doctrinariamente fieles a una línea (especialmente lamentable en Holanda; en París, Detroit y en el Vaticano fueron preferidos candidatos de origen polaco o eslavo) que han sido examinados en toda la ortodoxia y obligados con juramento de fidelidad a la misma con no menos rigor que los altos funcionarios del Kremlin. Pero no sólo en las grandes órdenes de los jesuitas, dominicos y franciscanos se guarda una actitud de reserva frente al autoritario Papa; en la propia cuna romana se acusa y se critica irónicamente el eslavofilismo del Papa y la polonización de la Iglesia.
El medio táctico apropiado en la estrategia a largo plazo para alcanzar una restauración general y un sometimiento definitivo del episcopado, todavía demasiado independiente, es para el Vaticano el Sínodo de obispos que se va a celebrar en los próximos días. El Sínodo va dirigido a examinar los resultados del Vaticano II y a formular reglas de interpretación, líneas directrices y delimitaciones (ícatólico-anticatélico!).
Conviene observar al respecto lo siguiente: en lugar de convocar un sínodo ordinario (para el que los obispos pudieran elegir sus propios representantes, Roma ha convocado sin urgencia un sínodo extraordinario. En él sólo tienen sitio los presidentes de las conferencias episcopales, más bien de línea conservadora y, en todo caso, aprobados por el Vaticano. Pero tampoco éstos tienen voto, claro está. Voto tiene sólo el Papa; la colegialidad votada solemnemente por el Vaticano se ha convertido para el Vaticano en mera frase. Más aun, Roma casi ha conseguído convertir el sínodo de obispos en un mero órgano de asentimiento. Así, también en este sínodo está todo dirigido una vez más por el aparato de la curia. Éste se halla ya desde el punto de vista numérico super-repre sentado con sus cardenales curiales y los miembros nombrados por el Papa y tiene en su mano no sólo la preparación de los documentos según el espíritu de Ratzinger, sino también el orden y la dirección del día. La ausencia de fuerza es todavía ajena al derecho canónico católico. Y a los teólogos especialistas de signo crítico (el Vaticano II fue para la curia un lamentable "concilio de teólogos") se les mantiene a distancia.
La franqueza de Pablo
Según la idea expresada por Roma todo podría y debería discurrir muy rápidamente; se piensa acabar con todos los problemas en dos semanas. Y a fe mía que, ante todo ese aparato, el obispo que quiera hacer alguna crítica del curso actual va a necesitar de la franqueza apostólica de un Pablo, que según propio testimonio (Gal 2, 11 ss) "tuvo que encararse con Pedro" porque "no andaba a derechas con la verdád del evangelio"... Ya ha habido principios: un obispo francés considera el Informe sobre la fe del cardenal alemán como "charla de vacaciones" (propos de vacances), de la que no se sabría si el informador habla como persona privada, como teólogo especialista o como representante de la autoridad.
La pregunta decisiva, por tanto, es: ¿le saldrán las cosas a la curia también esta vez como las tiene preparadas? ¿Dirán los obispos la verdad? ¿Hablarán -oportuna e importunamente- de las necesidades y esperanzas consideradas tabú de sus comunidades y de su clero? ¿Romperán allí donde sea necesario la influencia de la curia como la rompieron en el Vaticano II los cardenales Frings y Lienart, que protestaron contra todo procedimiento autoritario y pusieron en movimiento un proceso de reflexión? Está claro que los obispos se hallan aquí como ya sus predecesores en el concilio ante un difícil dilema:
O buscan el futuro en el pasado y cambian de dirección siguiendo plenamente el curso de la restauración pretendida por la curia romana, y entonces tienen que contar también (como se ha puesto de manifiesto drásticamente en Holanda) con una peligrosa prueba de escisión en el episcopado, en el clero y en el pueblo. O perfilan en el presente el futuro y afrontan con franqueza cristiana como en el Vaticano II el conflicto con la curia, y luego se pronuncian decididamente por la continuación consecuente de la renovación conciliar respecto e los puntos problemáticos y conservan la amplia aprobación del pueblo y sus sacerdotes.
Tenía que hacerles pensar a los obispos lo que un grupo de sacerdotes de Munich han contestado públicamente al Informe sobre la fe de su antiguo obispo (Suddéutsche Zeitung, del 17 de agosto de 1983): "Por nuestra praxis pastoral sabemos de muchos fenómenos concomitantes de la renovación conciliar que han sido desdichados; pero sabemos también que una Iglesia que pretenda retrotraerse más allá del Vaticano II dirá adiós a la sociedad moderna y no pasará de tener una importancia marginal. Y quien se lavanta -como Ratzinger- de manera triunfalista sobre todo, se coloca él mismo al margen de todo diálogo". En realidad, quien piense que tras una revolución como el Vaticano II puede restaurar el Ancien Regime se equivoca, como ya les ocurrió a Metternich y otros restauradores del nuevo equilibrio.
Por eso -en solidaridad con estos hermanos nuestros y un número incontable de católicos- hago esta llamada como alguien que hace 20 años contribuyó como teólogo a configurar dicho concilio: ¡Ojalá que los obispos actúen en el sínodo y en las diócesis como en el concilio! Quiera Dios que se sientan moralmente obligados en el espíritu del evangelio a intervenir en favor de las comunidades que tienen encomendadas y de los sacerdotes que las sirven: pero, en primer lugar, en favor de la juventud, que vive en gran parte distanciada de la Iglesia, y de las mujeres que, en vista de una jerarquía de hombres autoritaria y celibataria, se van apartando callada y progesivamente de la Iglesia; en favor también de los que han fracasado en el matrimonio o en la ley del celibato; de los atemorizados en la Iglesia o los teólogos y religiosas víctimas de disposiciones muy injustas; de la unión definitiva de las iglesias crístianas; en favor de un diálogo sin prejuicios con los judíos, musulmanes y otras religiones, y, no en último término, sobre todo, ante la inquisición autoproducida, en favor de la libertad de pensamiento, de conciencia y de enseñanza en nuestra Iglesia católica. ¿Podrá un sínodo de obispos alcanzar todo esto? Difícilmente, para ello necesitamos quizá un Concilio Vaticano III.
La primera y la segunda parte de este artículo se publicaron los pasados días 4 y 5 de este mes.
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