La servidumbre de un género
El trabajo de un director de escena en la ópera es difícil: en la zarzuela lo es más. Ocurre que los personajes hablan, y a veces en verso -como en Doña Francisquita-, y que puede ocurrir que espléndidas voces no correspondan a buenos actores y que su impostación les haga perder naturalidad; si es que cabe naturalidad en los clásicos libretos de zarzuela, escritos generalmente para servir al compositor.Quizá no sea una casualidad que esta Enedina Lloris, que aparece como figura nueva y joven, y que no había pisado nunca un escenario, sea capaz de traer una naturalidad de hoy en el verso -aparte de su condición de voz-; una figura, y un denguillo gracioso al hacer el odioso papel de pizpireta, tramposa, traidora y engañosa que entonces -1923- parecía el máximo hallazgo de la femineidad, probablemente porque las muchachitas no tenían otra salida paras las horribles trampas que la autoridad familiar tendía bajo sus pies.
Tan terrible era la situación de los libretistas ante músicos y cantantes, que a veces tenían que servirse, como en esta obra, de un doble: el tenor lírico está siempre apoyado por el cómico para que diga lo que él es incapaz de decir. Todo esto, y el argumento, y los personajes de cartón piedra, no tiene sentido teatral. Pero está la función de servicio, y se cumple.
Al director de escena le pasa igual que a los libretistas. La antigua astucia de José Luis Alonso le sirve para despejar el escenario -un Madrid pálido e insulso trazado por Wolfgang Burmann sin imaginación y a veces con estridencia, como en el telón rojo del último acto- de forma que pueda llenarse con el decorado vivo de los trajes -de Artiñano-, brillante y a veces llamativos, con las máscaras -de Luis Carreño, audaces y bonitas-, con las segundas acciones minúsculas con las que aumentar la teatralidad de lo que no lo tiene; lo demás es dejar sonar libremente y que lleguen las voces a los espectadores.
Se piensa siempre en otra zona para la zarzuela, pero pasa el tiempo y se va haciendo imposible. Se piensa que de verdad sea un teatro musical en el que ninguno de sus dos valores se pierdan, y se potencien el uno al otro. Pero esto no es posible con el repertorio, que va tomando cada vez más un valor de museo, y al que se está acudiendo con una predisposición de ánimo conservadora y tradicional, lo cual es malo si no bloquea las otras salidas que pueda tener la continuación del género. Si es que las tiene aún: probablemente es demasiado tarde.
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