Alan García, más allá del cambio
El difícil camino del presidente peruano en su drástico programa de moralización y reformas
A dos meses escasos de su toma de posesión, el presidente de Perú, Alan García, está mostrando una energía sorprendente en sus relaciones con el Ejército y las fuerzas policiales de su país, los más fácticos de los poderes del Estado. Ciento sesenta y tres generales y coroneles de la Guardia Civil y de la Policía de Investigaciones de Perú (PIP) han sido cesados en sus funciones. Muchos de ellos pueden verse ante los jueces por delitos cometidos en el ejercicio de su cargo.
Los casos más notables se acaban de producir en relación con la lucha antiguerrillera. El presidente ha pedido la renuncia al general de aviación César Enrico Praeli jefe del comando conjunto de las fuerzas armadas. También ha sido re tirado del servicio el general Wilfredo Mori Orzo, jefe político-militar de la zona de emergencia de Ayacucho. Y lo mismo ha sucedido con Sinesio Jarama, relevado de su comando de la zona de seguridad Centro. Más espectacular aún, el comando conjunto, presidido por el general de aviación Luis Abram -sucesor de Enrico Praefi-, reconoció que un subteniente de Ejército, al mando de una patrulla, era el responsable de la matanza de 40 civiles en el pueblo de Accosmarca.Una verdadera degollina policial -en la PIP se habla ya de septiembre negro, por el mes en que se están produciendo los ceses se combina con un insólito ejercicio de la potestad presidencial sobre unas fuerzas armadas no sólo influyentes, sino con muchos años de ejercicio del poder político a sus espaldas. Cabe subrayar que el general Enrique Praeli fue la autoridad militar que reconoció a García como jefe supremo de las fuerzas armadas, el 28 de julio pasado, en una ceremonia de relevo presidencial cuyo exacto alcance no todos comprendieron entonces. Se trata de algo no visto en América Latina. En Argentina, los militares tuvieron que perder una guerra externa para que un presidente constitucional pudiera perseguir a los máximos responsables de una sucia guerra interna. En Brasil y Uruguay, los flamantes mandatarios constitucionales todavía perciben a su lado -o sobre sus cabezas- el tutelar aliento de los militares que acaban de dejar el poder.
En el viejo Chile democrático, el penúltimo presidente constitucional debió sufrir un intento de golpe para efectuar un mínimo cambio en la cúpula del Ejército. Su sucesor, Salvador Allende, respetó en todo momento las líneas de mando, soslayó muchos episodios ingratos y fue quien reconoció como comandante en jefe del Ejército al general Augusto Pinochet. Y ésta ha sido la regla, prácticamente absoluta, en las relaciones del poder civil con el poder militar en toda la región.
Los hechos muestran que una cosa es el ideal liberal de la subordinación castrense al poder civil y otra la larga historia de pronunciamientos reales que asolan periódicamente esta parte del mundo. ¿Cómo se explica, entonces, que un joven presidente de 36 años, civil a tiempo completo, se sienta capaz de tamaños desplantes? Una explicación inicial tendría que considerar, por lo menos, los siguientes tres factores: una base política cómodamente mayoritaria y relativamente homogénea, una crisis nacional exasperada y una extraordinaria conciencia personal de su papel de líder. Alan García ha llegado al Gobierno apoyado en la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), partido reconocido por los analistas como una de las dos organizaciones mejor estructuradas de Perú. La otra son las fuerzas armadas. Lo notable es que, pese a su juventud y a la existencia de líderes históricos con mayor currículo, García ha impuesto su liderazgo interno de manera incontestable. Así, con mayor o menor entusiasmo, los veteranos apristas entendieron que su opción era gobernar detrás de García o perseverar en su larga trayectoria opositora, hasta que la antigüedad militante coincidiera con una nueva oportunidad política.
Pero, además, esta sólida base propia de García está recibiendo el refuerzo de los seguidores de Alfonso Barrantes, el alcalde de Lima que, en las elecciones de abril, obtuviera el segundo caudal de votos de los peruanos. Barrantes, un marxista de criterio amplio, ha demostrado un gran coraje para desafiar las posiciones dogmáticas. "No debemos temer a las coincidencias", es su frase favorita para definir el cuadro político ante sus camaradas de Izquierda Unida.
Si a esto se suma la casi nula presencia de los partidos que gobernaron con Fernando Belaúnde, puede comprenderse por qué Alan García concita una aceptación casi unánime. Una encuesta de agosto, publicada por la revista limeña Caretas, arrojaba un "temible" 96,4% de aprobación a su gestión.
Partir de lo peor
En cuanto al segundo factor, la crisis, sus indicadores marcaban cataclismo el 28 de julio pasado: la inflación se disparaba a más del 200% anual y el caballo incontrolable de la hiperinflación se avizoraba a la vuelta de la esquina; la moneda nacional, el sol, había entrado en coma y su sustituto, el inti, no aparecía, pues la economía estaba en franco proceso de dolarización; la administración tributaría no funcionaba y ya nadie sabía, aceptablemente, cuál era la tasa del desempleo real.
Una economía subterránea o informal estaba desplazando a los agentes económicos establecidos. Socialmente, esto se expresaba en una ostensible desmoralización de la población y en un incremento de la inseguridad ciudadana. Narcotráfico, terrorismo y delincuencia ordinaria conformaban una trilogía que se enseñoreaba por costa, sierra y selva.
A partir de estos datos existía en Perú la sensación, más o menos confusa, de que sólo en virtud de un fuerte y carismático liderazgo se podía invertir la situación. De ahí la importancia del tercer factor: la conciencia de liderazgo del presidente García.
François Bourricaud, politólogo francés y ex profesor del presidente peruano, dijo a este periódico que pocas veces había visto a alguien con un sentido tan pronunciado de la dignidad de su cargo. El profesor no temió exagerar mencionando cierta similitud psicológica entre Alan García y Charles de Gaulle.
Administrar los gestos
Hay que decir que, junto con la proyección de dicha fuerza íntima, García ha sabido administrar los gestos y los símbolos. En un país donde se asesina a los policías a bocajarro y donde se han cometido atentados a la puerta del palacio presidencial, inauguró un estilo de democracia directa que pone los pelos de punta a su guardia personal: máxime cuando, con aire torero, suele demostrar a la muchedumbre congregada bajo su balcón que él no usa chaleco antibalas.
También ha dado un uso más frecuente de lo normal a la banda presidencial y a los símbolos de mando que recibiera de las fuerzas armadas. Un senador de Acción Popular -el anterior partido gobernante- pretendió mofarse señalando que Belaúnde no necesitó bandas ni bastones para ser reconocido como presidente de la República. Pero, obviamente, el ex presidente no gustaba de los gestos audaces ni se distinguió por ejercer efectivamente su papel de jefe supremo militar.
Conjugando los tres factores señalados, Alan García ha podido presentarse ante el ejército y las fuerzas de seguridad como un líder que encarna no ya una simple mayoría, sino la unidad nacional. Es esta condición la que le permite asumir las opciones audaces que se requieren en Perú para salir de la crisis.
Además, y en su relación con profesionales educados para obedecer disciplinadamente a sus mandos, él se ha revelado como un superior jerárquico educado para ordenar. Desacatarlo, en estas circunstancias, tendría una implicación peor que romper la simple verticalidad del mando. La revista Oiga, que hace solitaria oposición al Gobierno, ha reconocido esta situación al expresar que García "tiene la decidida voz de mando que el pueblo reclamaba, en medio del vacío de poder de los años anteriores"
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