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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mubarak, en Madrid

EL PRESIDENTE de Egipto, Hosni Mubarak, que llega hoy a Madrid, es una de las personalidades que desempeñan un papel más importante, aunque no siempre conocido, en relación con los principales conflictos de la cuenca del Mediterráneo y de Oriente Próximo. Egipto es el país de mayor peso en el mundo árabe; el más numeroso, con una población de cerca de 45 millones de habitantes, casi la mitad en centros urbanos; con unas riquezas naturales sustanciales, a pesar de la enorme extensión del desierto, y con una situación geográfica y estratégica decisiva, entre África y Asia. Pero más que los factores objetivos, la influencia potencial de Egipto se debe a una colocación política completamente excepcional con respecto a las diferentes fuerzas que se enfrentan en dichas áreas. Esa colocación no ha sido heredada simplemente por Hosni Mubarak al tomar la sucesión de Sadat; en gran medida, es resultado de una diplomacia discreta, sin precipitaciones, que está logrando compensar con la inteligencia la estrechez de los espacios de maniobra de que dispone.Desde la independencia, la política internacional de Egipto ha pasado, en términos generales, por tres etapas: la de Nasser, independentista y prosoviética; la de Sadat, que significó un viraje brusco hacia el proamericanismo, la ruptura con Moscú y la expulsión incluso de los consejeros militares soviéticos. Realización esencial de esa etapa fue el acuerdo de Camp David que preparó el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y Egipto, y la recuperación por éste de la península del Sinaí. La política económica superliberal de Sadat colocó a Egipto en un estado de fuerte dependencia financiera con respecto a Occidente, en particular a Estados Unidos, y ahondó el abismo entre las capas más pobres y los sectores privilegiados. Esta radicalización de las tensiones sociales tuvo repercusiones en el plano político, e incluso religioso; el fanatismo islámico armó la mano de los asesinos que acabaron con la vida del antiguo presidente.

La tercera etapa que ahora vive Egipto con la presidencia de Mubarak se inició dentro del continuismo con lo que Sadat había significado. De ese continuismo se está saliendo mediante un proceso lento, pero que marcha adelante sin pausa. Mubarak ha ido recortando los ángulos más salientes de la orientación que Sadat había dado a la política internacional de Egipto, buscando un nuevo equilibrio sin debilitar las amistades anteriores. Ha efectuado una apertura hacia la URSS, restableciendo las relaciones diplomáticas, sin enfriar en nada los estrechos vínculos con EE UU. Quizá el paso más sorprendente de la política de Mubarak fue la recepción ofrecida a Yasir Arafat, cuando éste tuvo que abandonar Líbano. Con ello se reforzó la inclinación palestina hacia soluciones moderadas, y Egipto logró, de hecho, una relación nueva con el mundo árabe. Sin duda no ha reingresado en la Liga Árabe y Mubarak parece evitar toda campaña en torno a los aspectos formales; pero Egipto vuelve a ser hoy una pieza clave en todo lo que el mundo árabe pueda hacer en el plano de las relaciones internacionales. Mubarak ha dado su apoyo al plan con junto del rey Hussein y de Arafat para la cuestión palestina. Conviene recordar que El Cairo puede hablar a la vez en Washington y en Moscú; pero, sobre todo, que es el único país árabe que puede hablar con Israel. En este orden, existen aproximaciones muy serias entre la política que preconiza Egipto en Oriente Próximo y la que apoyan la mayoría de los países europeos. Ello eleva el valor de la necesaria colaboración entre Madrid y El Cairo, que puede recibir un nuevo impulso con el actual viaje de Mubarak a nuestro país. Por lo demás, las relaciones económicas entre España y Egipto son excelentes y crecientes. Ha aumentado la inversión de capitales españoles y la exportación de tecnología.

El presidente de Egipto, poco antes del viaje a Madrid, ha cambiado al jefe de su Gobierno; se trata de una modificación determinada sobre todo por consideraciones de política interior, principalmente en el terreno económico. El cambio se ha definido como inyección de sangre nueva ante unos problemas realmente angustiosos; una parte de la población subsiste en la miseria gracias a precios subvencionados; la deuda exterior es altísima; los ingresos por las exportaciones de petróleo disminuyen. El nuevo primer ministro, Afi Lufti, que tiene 49 años, es un especialista en cuestiones económicas. Pero los problemas son en sí gravísimos; el intento de suprimir las subvenciones a los productos básicos, como el pan, podría tener consecuencias políticas hondas. Egipto, cuya Constitución se basa en el Islam, ha sido a la vez un país de tolerancia. Mubarak ha dado pasos serios, en las últimas elecciones, para potenciar, en el Parlamento mismo, cierto pluralismo político y una tímida apertura en la Prensa. Pero en determinados sectores de la población egipcia se hace sentir la presión del integrismo islámico, que intenta utilizar el descontento provocado por situaciones de miseria para fomentar actitudes extremistas y de fanatismo religioso. Quizá sea ésta la batalla más compleja que Mubarak necesite afrontar en los próximos años.

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