El recorte financiero frena la política que propició el triunfo electoral de Jordi Pujol
La política de austeridad que está Dispuesta a aplicar el Gobierno Central en todas las administraciones públicas (central, local y autonómica), que se traduce en un recorte sustancial de los créditos correspondientes en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 1986, entra en colisión Frontal con la política de "bienestar social" que predicó y prometió Jordi Pujol en la campaña electoral autonómica de la primavera de 1984, y que le gratificó con una victoria aplastante en las urnas.El Estado de obras practicado por el Gobierno de la Generalitat, se conjuga mal con los recortes presupuestarios anunciados.
Se producen dos políticas antagónicas: por un lado, los que quieren demostrar que la autonomía sirve para elevar las condiciones de vida de la población y para mejorar la infraestructura que permita un rápido despegue económico cuando se salga de la crisis y entremos en el Mercado Común, aunque al mismo tiempo critiquen el déficit público del Estado; y, por otro, los que se han puesto como principal objetivo la reducción del déficit.
Cuando en la primavera de 1984 un acuerdo entre Felipe González y Jordi Pujol liquidó las deudas del Estado con la Generalitat y fijó la financiación estatal para aquel año fiscal, el conseller de Economía y Finanzas de la Generalitat, Josep Maria Cullell, admitió que las concesiones de ésta habían sido muy grandes y que se avecinaban años difíciles para el Gobierno autónomo, pero que esperaban resarcirse en 1986, cuando debía entrar en vigor, de acuerdo con las leyes vigentes, la fórmula definitiva de financiación de la comunidad autónoma. Se entiende así la frustración actual, cuando todavía no se ha negocia do formalmente esta fórmula definitiva, y sólo existe una promesa verbal de que, si se llega a un acuerdo de aquí hasta final de año, el Gobierno presentará a las Cortes un presupuesto extraordinario que recoja los cambios introducidos, promesa que los catalanes no consideran suficiente.
La Generalitat cuenta en esta batalla con varios triunfos en la mano. Todas las fuerzas políticas parlamentarias catalanas, incluidos los socialistas, consideran que la política de recortes practicada por el Gobierno de Madrid no es de recibo, al menos tal y como la ha planteado. En segundo lugar, los municipios, regidos los más importantes por los socialistas, también han elevado su protesta por los recortes en el Fondo de Cooperación Municipal.
También los socialistas
Y en tercer lugar, la baza quizá más importante: en esta ocasión se han alineado junto a los catalanes los representantes de otras comunidades autónomas gobernadas por los socialistas: Andalucía, Canarias y Valencia, principalmente, sin olvidar Madrid o Castilla y León, que votaron en contra y se abstuvieron, respectivamente, en la votación del Consejo de Política Fiscal y Financiera de la semana pasada. Una votación que forzó el conseller Cullell ante la renuencia del ministro Solchaga. El propio Joaquín Leguina, nada proclive a apoyar a los nacionalistas catalanes, manifestó el pasado miércoles su simpatía con las protestas de Cataluña. Se cumplen en cierta forma las previsiones de los nacionalistas catalanes: las responsabilidades de gobierno pueden más que la disciplina partidista. Quien más quien menos ha hecho promesas que debe cumplir si no quiere jugarse el puesto. Por primera vez, la Generalitat ha explicitado con contundencia su protesta por los beneficios económicos de que disfrutan vascos y navarros gracias a su sistema de conciertos. Para Cullell se trata de una discriminación inconstitucional. Antes se decía en voz baja, ahora se hace pública y oficialmente.
En Cataluña, todas las fuerzas parlamentarias -representadas en la comisión mixta que negocia con la Administración central la financiación de la comunidad autónoma- están convencidas de que la financiación prevista en las leyes, sea el Estatuto de Autonomía o la LOFCA. (Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas), no sirve. Esquerra va más allá: pide la reforma del estatuto, que nunca aceptó. El Gobierno también es consciente de que hay que introducir cambios. Este consenso incluye el convencimiento de que aplicar de forma estricta lo establecido en la ley llevaría a la bancarrota al Estado, en una época de crisis. El problema es que la ley es la ley y el Gobierno no se muestra dispuesto a cumplirla o a modificarla a corto plazo.
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