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Despilfarro del caudal

Hace dos años se anunció la creación de una compañía de teatro clásico dirigida por Marsillach. Se ha vuelto a anunciar en Almagro. Una renovación de votos. Pero esta vez hay algo más preciso: una compañía comenzará a ser adiestrada en octubre, será itinerante, llevará dos espectáculos, comparecerá en Madrid cuando pueda y seguirá como sea posible. El contrato de Marsillach es por dos años: un tiempo demasiado corto para lo que debe ser una planificación larga. La idea, el proyecto inicial, la totalidad pensada, ha envejecido y reaparece ahora como una improvisación. El brillante proyecto original aparece ahora como un compromiso.Hay una garantía para que algo salga bien: la tozuda inteligencia de Marsillach, su fe en el trabajo y su solvencia profesional. Pero los perfeccionistas suelen asustar a la afición improvisadora de la forma visible del estado que es el INAEM, tan atento, sin embargo, a no dejar escapar ninguna medianía sin gratificar o estimular. Marsillach tiene conocimientos, tiene talento y cultura; quizá haya dado demasiadas pruebas de todo ello como para despertar en nadie el orgullo de descubrirle. Tiene también algo que está desapareciendo del panorama teatral, que es sentido común y noción de la realidad. Manos seguras. Hay todavía suficiente memoria, que no se borra por el trabajo manual de los nuevos encomendados, para recordar algunos monumentos teatrales que ha levantado, como director, de grandes textos, y su oferta como primer director del Centro Dramático Nacional no se ha mejorado después.

Una buena compañía nacional de teatro clásico sería una especie de entidad reguladora del teatro clásico, una válvula de seguridad, una inventora de normas estrechamente adherida a aquello para lo que parece llamada: aquí y ahora. Este, país es muy concreto y muy diferenciado. Tiene su nivel específico de cultura, su propio miedo al aburrimiento, sus escuelas, su adicción a otros medios de literatura representada, su amplio pueblo de escritores clásicos, sus actores y sus actrices con sus costumbres originales, sus extraños y vetustos locales, su pobreza, su lenguaje dificil para la prosodia, que en cuestión teatral está sufriendo ataques profundísimos y, en fin, una serie de características que habrá que variar, mejorar o ensalzar en cada caso, pero con las que hay que contar inmediatamente.

Ahora se está haciendo un despilfarro del caudal clásico. Los cazadores de subvenciones se lanzan sobre las autoridades culturales -un enjambre en el país- y los espectaculares creadores de festivales: su pasaporte es el nombre de un clásico, al que luego marean llevándolo de espacio en espacio y destruyéndolo sistemáticamente. La compañía de teatro clásico podría venir a regular un poco todo esto. Poco haría Marsillach y poco el ministerio si se limitaran a unos cuantos montajes mejor o peor hechos. Lo que parece que interesa ahora es el planteamiento de una especie de idea general de qué son los clásicos (¿en qué fecha tiene que haberse muerto un buen autor para ser considerado clásico?; ¿basta con que sus obras sean famosas o tienen que ser, además, buenas?; ¿quién está cualificado para hacer una adaptación, y qué límites se le pueden poner?; ¿qué actualidad hay que subrayar en la obra de un clásico, la suya o la nuestra?), qué lugar ocupan en nuestra cultura y cómo debe funcionar una compañía especializada, si de manera estable o aleatoria, con qué repertorio, con qué novedades y qué reposiciones cada temporada, y con qué taller, con qué escuela, con qué formación de artes afines.

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