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La miseria de Madrid

Madrid nunca deja de ser una ciudad polémica y, con frecuencia, objeto de juicios extremados, ya para el elogio de sus más o menos ciertos o inventados encantos -desde el agua de Lozoya, que durante mi infancia he oído cantar como la mejor del mundo, hasta los cielos velázqueños y la insuperable gracia de sus habitantes, por no citar sino algunos ejemplos-, ya para el ataque, sobre todo en cuanto a su significación política como centro administrativo, hipertrofiado en su acumulación de competencias y funciones; de manera que los madrileños viajábamos por las demás ciudades como involuntarios símbolos itinerantes de una opresión que nosotros también padecíamos, aunque menos en este sentido, pues nosotros, por el hecho de vivir en Madrid, no teníamos que ir a Madrid a resolver nuestros asuntos ante lejanas ventanillas. Ahora pasamos por una fase en que el elogio de Madrid, al menos por parte de muchos madrileños, está a la orden del día: un elogio que suele hacerse con cierta ingenua petulencia -así, se estima que Madrid es una gran capital de la cultura y que en Europa se preguntan con admirativa curiosidad: "¿Qué pasa en Madrid?"- y parece que con afanes interesados de vender Madrid a unos potenciales visitantes como una gran ciudad pletórica de atractivos urbanos y culturales. La movida madrileña viene a ser, así, una especie de versión vulgarizada de pasadas e ilustres visiones exaltadas de la ciudad: ¡Madrid, Madrid, qué bien tu nombre suena! Está sonando mucho ahora, no sé si bien o mal.Entre las visiones duras de Madrid, al margen ahora de los ataques que como símbolo político ha sufrido siempre -muy justas en mi opinión, si las consideramos en su generalidad-, pocas tan severas y negativas como la que tuvo, en las postrimerías del siglo XIX, un escritor guatemalteco, Enrique Gómez. Carrillo, a su llegada a Madrid. Su libro se titula precisamente La miseria de Madrid, y en él hay una apreciación de esta ciudad cómo un cúmulo de males sin mezcla de bien alguno, desde sus características como ciudad hasta la mediocridad y la ramplonería de sus intelectuales, artistas, políticos. No tengo el libro a mano y hace muchísimos años que lo leí, pero creo que merece la pena recordarlo como un notable panfleto contra Madrid. En mi recuerdo, la miseria de la que él trató en su libro se refería sobre todo al campo cultural. Llegó a Madrid esperando otra cosa, y se encontró con la miseria de la vida intelectual matritense. (Bergamín sufrió de ella en sus últimos años, según nos cuenta.)

En cuanto a las miserias de la vida corriente en la ciudad del Manzanares -"Bebióme un asno ayer y hoy me ha meado" (Góngora)-, algo se ha hecho, de cuando en cuando, en nuestro siglo por revelarlas en el plano del arte y de la literatura: con José Gutiérrez Solana, Baroja (La lucha por la vida, pero sobre todo una de las piezas de la trilogía: La busca) y, mire usted por dónde, Blasco Ibáñez (La horda), tres escritores que seguramente escribían como un rayo de mal, por cierto, y de los cuales se puede decir algo como esto: que Solana fue, como pintor, un gran escritor, y viceversa -¿lo digo: como escritor, un gran pintor?; ya queda dicho-, y que Blasco Ibáñez y Baroja fueron, si no buenos escritores, grandes narradores; lo que no quiere decir que se pueda colocar a ambos en la misma bolsa. Particularmente, yo leo con muchas dificultades a Blasco Ibáñez, y con un gran placer a Baroja. Sin embargo, si se trata de nuestro tema, La horda dice mucho más y mejor sobre el mundo de la busca madrileña que La busca de Baroja. Sea como sea, la miseria de Madrid ha tenido sus escritores, y no habrá que olvidar, cuando se diga esto, una novela como la Misericordia, de Galdós. "Escribir en Madrid es llorar" y otras mil cosas podrían recordarse ahora, de manera que el honor de los escritores madrileños o que han escrito sobre Madrid quede muy a salvo, frente a la ola generalizada de la mixtificación, que en Madrid tiene su género: el sainete, desde don Ramón de la Cruz a don Carlos Arniches. Tampoco es posible olvidar, a este respecto, la ilustre aportación de ValleInclán, y no sólo, claro está, por sus Luces de bohemia.

Tampoco, en fin, vendrá mal ahora, cuando, en mi opinión, se opera mixtificando la realidad madrileña, que se escriba, para el teatro y para la literatura, sobre las miserias de Madrid. Más que nada, sobre el Madrid invisible a una mirada turística. Y no se trata, en lo que digo, de andar por esos vericuetos, turísticos también y comerciales, de las guías secretas que pretenden abrir dimensiones desconocidas de las ciudades a los forasteros que viajan en búsqueda de emociones placenteras y, a ser posible, un tanto extravagantes. Estos a que yo me refiero son mundos adyacentes a los de la cotidianidad mesocrática, y a ellos no se puede acceder de cualquier modo, y menos llevando en el bolsillo una guía de los misterios de Madrid... En mi experiencia, ya un tanto prolongada, como escritor nacido en Madrid y habitante de Madrid durante mis primeros 50 años, algo podría decir sobre lo dificultoso de esas vías. La única vez que hablé con Baroja, o, mejor, que le oí hablar, contaba él que Galdós tenía muy poca curiosidad por esos mundos, y que, en alguna ocasión paseaban los dos, y que la penetración en los barrios bajos no le interesaba. "Demos la vuelta, Baroja, demos la vuelta". Ciertos paseos por aquellos andurriales tampoco resuelven, en mi opinión, este problema; es preciso, al menos para mí, la vivencia cotidiana de aquellos mundos adyacentes y tan ignorados. Para empezar, esa vivencia lo vacuna a uno contra las tentaciones del casticismo o de la sainetería. En el plano del lenguaje, esta vivencia prolongada nos avisa contra las dudosas delicias del habla arnichesca o, ahora, del cheli.

Difícil problema el que uno ataca cuando decide descender a estos jocundos infiernos; y durante años yo anduve bloqueado ante la posibilidad de tratar, en la literatura y en el drama, de mi barrio. ¿Porque cómo hacerlo sin caer en el costumbrismo y en la trivializacion? ¿Cómo hacer teatro sobre Madrid sin que el fantasma de Arniches planee, primero sobre la escritura, y después sobre la actuación? ¿Habría que ser Joyce o, por lo menos, Valle-Inclán para ponerse a una tarea así? Dublín o Madrid, como lugares en los que se corre la gran aventura de la especie humana. ¡Dublín, Dublín, y sin embargo -o pero también- el mundo! ¡Madrid, Madrid, pero también la tragedia humana! Cuando escribo este artículo se prepara el estreno de una de mis tardías respuestas a este problema que, como escritor madrileño sumergido en los arrabales y el lumpen de mi pueblo, he llegado a realizar, después de abrir, con cierto desenfado, una brecha narrativa en el asunto, escribiendo, precisamente, un libro fantástico que se tituló Las noches lúgubres. Por un azar de la vida, parece que esta obra se va a hacer a la par y en las proximidades de otra en la que también se trata de Madrid; aunque de otra capa social y, sobre todo, se hace de otra manera -con gran talento, en mi opinión: su autor, José Luis Alonso de Santos, se encuentra entre lo más valioso que yo he podido leer en los últimos años-; pero el asunto es... la miseria de Madrid en ambos casos.

No sé si Madrid fue alguna vez, y en el caso de que lo fuera, si ha dejado de serlo, una ciudad habitada por un millón o varios de cadáveres. Tampoco ha sido

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ni es eso, pienso yo. Pero algo de muy espectral sí encuentra uno en cuanto hace por Madrid algo más que un viaje turístico (así es en todas partes, claro está). Así es la taberna de mi obra: una taberna fantástica, y no porque en ella ocurran cosas sobrenaturales, sino todo lo contrario: porque no es más que un modo de ver aquello por lo que corrientemente no se hace otra cosa que pasear la vista. (Taberna vivida y bebida -como me contó hace tiempo Pedro Dicenta que decía el autor de Juan José cuando le hablaban de la suya- es esta taberna fantástica y siniestra en el sentido en que Freud trataba de definir este término como enunciado de lo-extraño-en-lo-familiar y/o viceversa.)

Madrid es una ciudad propiamente fantasma en otro lugar del mundo, Nuevo México. Cuando llegamos, hace unos años, a aquel pueblo que se llama Madrid, tuve una impresión inolvidable: era fantástico y siniestro. Nada había cambiado, en su aspecto, de la época brillante, cuando la minería de la zona lo puso en ebullición: parecía estar habitado y, sin embargo, no había nadie. Nadie saldría por aquella puerta, nadie se asomaría por aquella ventana, nadie abriría la puerta de aquel bar. El Comala, de Juan Rulfo, dice algo de lo que yo sentí en aquellos momentos. Y cuando el otro día, en un periódico de Madrid, apareció el título de mi obra -La taberna fantástica- como La taberna fantasma, yo pensé para mí: "Qué bella errata. Ojalá se me hubiera ocurrido ese título a tiempo".

Para terminar esta reflexión, pienso que hay ciudades habilades por espectros -como Comala o el Madrid de Nuevo México-; hay también, ciudades de muertos- como el Madrid de Larra ("Madrid es, el cementerio") o de Dámaso Alonso-, y hay, en fin, lo que parece que se atribuye al Madrid de hoy, ciudades que matan. Ésta es también una vieja historia, como la generalidad de los tics posmodernos matritenses. Sobre Buenos Aires, sin ir más lejos, o yendo tan lejos, ya escribió hace mucho tiempo el poeta César Fernández Moreno aquello de: "Si seguimos así, Buenos Aires, / rapidito me vas a matar".

¡Ciudades, ciudades! Lima la horrible (Salvador Salazar Bondy, que fue mi amigo), El encanto de Buenos Aires (por el autor, precisamente, de La miseria de Madrid), Hiroshima, mon amour... Pasiones de ciudades por una razón o por otra, y a veces por un cúmulo de sinrazones. Madrid se encuentra entre esas ciudades situadas fuera de lo obvio. (Dentro de lo obvio está, por ejemplo, Venecia; pero de esas ciudades no se trata aquí. Pasamos de París, Nueva York, Leningrado y otras maravillas del mundo ... ) Así, Madrid ha suscitado desde la crítica de Larra o las oscuras visiones de Solana hasta las mixtificaciones jovial-populares de Arniches, como ya se ha dicho, o las descripciones trivialmente costumbristas de Mesonero Romanos. ¿Y qué pinta uno aquí? Uno pinta su taberna fantástica o fantasma, la cual es, entre otras cosas, un i viaje alrededor de mi barrio.

Post scriptum. Ya terminado este artículo, recibo una carta circular en la que se me / se nos anuncia que Madrid va a ser "durante los días 17, 18 y 19 de octubre, la capital europea de la cultura". Enhorabuena, Madrid. ¿Quién te ha visto y quién te ve? La idea, de todos modos, es bastante reaccionaria: esta de fundar, más o menos ocasionalmente, capitales irradiantes de poder o de ideas; ciudades-luz y otras instancias imperial-decimonónicas - eurocéntricas. El centro, queridos amigos, tiene que estar a un lado -digámoslo así-, y además tiene que haber muchos, cuantos más, mejor. Por ahí, al menos, tendrían que ir las cosas. Este "espacio cultural europeo" a que se refiere la carta, anuncia, por otra parte, una asamblea "que no será ni de izquierda, ni de derecha, ni de, centro, -definiciones a veces caducas". ¡Oh, Madrid, te vas a convertir, por tres días, en un espacio místico! "Libro inmenso, teatro animado", para don Ramón de Mesonero Romanos. "Ciudad cumbral de España", para otro Ramón, pero éste sin don (Ramón Gómez de la Serna). Etcétera. Ésta es la línea que, como ahora se ve, ha prosperado. ¡Así, pues, Larra ha muerto de nuevo! A fin de cuentas, es lo suyo. ¡Qué lejos -¿o no tanto?- quedan sus palabras, que, por otra parte, muchos de quienes las citan no han leído! Vayan aquí, a modo de caduco recordatorio. De Horas de invierno: "Escribir y crear en el centro de la civilización y de la publicidad ( ... ) es escribir. La palabra escrita necesita retumbar. Escribir ( ... ) en la capital del mundo moderno es escribir para la humanidad. Escribir como escribimos en Madrid es ( ... ) realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Lloremos, pues, y traduzcamos ( ... )". De El Día de Difuntos de 1836: "Madrid es el cementerio ( ... ) vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia; cada calle, el sepulcro de un acontecimiento; cada corazón, la urna cineraria de una esperanza o de un deseo". Vale. O, mejor dicho, agur...

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