La larga espera de las costas españolas
Para comprender la magnitud que ha alconzado la transformación del litoral español en los últimos años baste recordar algunas cifras: de los casi 7.900 kilómetros de costas con que cuenta nuestra geografía (4.900 de costa peninsular y 2.900 de costa insular), sólo el 62% conserva todavía sus caracteres naturales, mientras que el 38% restante ha sido ya totalmente urbanizado o destinado a instalaciones industriales y portuarias o a explotaciones agrícolas. Porcentaje destructivo que, de no mediar correcciones inmediatas, seguirá aumentando inexorablementeEl proceso de urbanización es, sin duda, el factor más dañino de cuantos contribuyen a la degradación y ocupación privatizadora de las riberas del mar: multiplicación de enclaves particulares dentro del dominio público marítimo-terrestre (en muchas ocasiones, con el beneplácito de los tribunales de justicia); abundancia de concesiones administrativas que de hecho han privatizado numerosas playas, sustrayéndolas al uso público; ausencia de accesos desde las vías públicas al mar a través de las urbanizaciones privadas ribereñas; extracciones abusivas de arenas y destrucción de dunas litorales; ejecución de obras marítimas sin reparar en sus nocivos efectos, como barreras que bloquean el flujo de arena a lo largo de la costa, agravando, así el fenómeno de regresión a que ésta se ve sometida como consecuencia de la disminución de los aportes sólidos de los ríos y arroyos; sistemática desecación de las marismas, núcleo esencial para la producción de vida en el medio marino; construcción de carreteras y autovías de alta velocidad y densidad de tráfico pegadas a la costa y proliferación de edificaciones en altura sobre la misma orilla del mar.
La invasión de la fealdad
De este modo, la belleza y el encanto de nuestros paisajes litorales van cediendo su lugar a la fealdad de infinitas urbanizaciones cuyo único propósito consiste en rentabilizar al máximo y en el menor plazo posible las inversiones inmobiliarias, sin el menor respeto ni sensibilidad hacia los valores ambientales y culturales de las riberas del mar, y de este modo también la impresionante riqueza del litoral español ha sufrido tales mermas que hoy, siendo más necesario que nunca, ha pasado a ser un bien escaso y frágil, incapaz de soportar la intensa presión del turismo nacional e internacional y las crecientes demandas masivas de la civilización del ocio, ni de evitar las constantes agresiones a su integridad natural y las no menos incesantes usurpaciones de sus dependencias públicas en playas y zona marítimo-terrestre por parte de compañías inmobiliarias y de propietarios privados sin demasiados escrúpulos.
Todo ello -he aquí lo paradójico de la situación- en abierto contraste con nuestra Constitución, cuyas determinaciones y mandatos son sumamente claros y precisos, a saber: 1. Las playas y la zona marítimo-terrestre son íntegramente y en todo caso bienes naturales de dominio público del Estado y, en cuanto tales, inalienables, imprescriptibles e inembargables (artículo 132). 2. La utilización del suelo se hará de acuerdo con el interés general para impedir la especulación (artículo 47). 3. Corresponde a todos los poderes públicos -y en primer término al Estado- velar por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva (artículo 45).4. Es competencia exclusiva del Estado aprobar la legislación básica sobre protección del medio ambiente en todo el territorio nacional, incluida, por tanto, la conservación y defensa del litoral.
Siendo como son tantos y tan graves los males que padecen nuestras costas y que hallan amparo en notorias imperfecciones de la legislación preconstitucional, no se alcanza a comprender la pasividad con que el legislador' estatal se ha tomado la tarea de desarrollar la inequívoca voluntad constitucional de conservar, proteger, rescatar y restaurar la totalidad de las riberas del mar y de sus zonas litorales adyacentes. ¿Cuántas parcelas del dominio público marítimo han sucumbido a la presión de intereses privados durante estos casi siete últimos años de vigencia de la Constitución?, ¿cuántos nuevos planes de urbanismo han autorizado edificaciones masivas sobre el litoral?, ¿cuántos kilómetros de costa se han sustraído al acceso y al disfrute público?
Es, pues, extremadamente necesario que el Gobierno y las Cortes Generales acometan sin demora la aprobación de una nueva ley de protección de las riberas marítimas y del espacio litoral. Cualquier ulterior aplazamiento comprometería irremisiblemente la suerte de amplias zonas costeras, hasta ahora milagrosamente a cubierto de iniciativas edificatorias, pero sujetas ya al riesgo de inmediatas pulsiones urbanizadoras, y aumentará sin duda las dificultades y el coste de reintegración al dominio público y a su zona de protección de los terrenos privatizados o irracionalmente utilizados. Peligro nada imaginario si se repara en el hecho de que el anuncio por el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo de un futuro proyecto de ley ha intensificado las presiones inmobiliarias y los movimientos especulativos sobre los terrenos de la costa, lo que acentúa sin duda la urgencia de aprobar cuanto antes la nueva legislación protectora. Añádase a ello la inaplazable tarea de coordinar las competencias del Estado sobre el dominio público marítimo-terrestre y sobre la protección del litoral con las que corresponden a las 10 comunidades, autónomas y a los 478 municipios marítimos en materia de ordenación del territorio, tutela del medio ambiente y planeamiento urbanístico.
Sería, a mi juicio, gravemente irresponsable prolongar por más tiempo la larga espera de una nueva ley general de costas, ajustada a los preceptos constitucionales y a los requerimientos ecológicos de nuestra sociedad.
Jesús Leguina Villa es catedrático de Derecho Administrativo de la universidad de Alcalá de Henares.
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